Un anillo alrededor del Sol (4 page)

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Authors: Clifford D. Simak

—Nos organizamos —prosiguió Crawford— y pusimos en juego muchas influencias, como usted podrá imaginar. Hicimos ciertas peticiones, ejercimos un poco de presión, y logramos unas cuantas cosas. Para empezar, no hay periódico, radioemisora ni agencia de publicidad que acepte la publicidad de esos chismes; tampoco las mencionan en las noticias. Por otra parte, ningún comercio respetable las pone a la venta.

—¿Es por eso que han abierto los negocios de chismes?

—Exactamente.

—Están abriendo sucursales. Acaban de instalar una en Cliffwood.

—Pero además de instalar los negocios de chismes han creado una nueva forma de publicidad. Contrataron a miles de hombres y mujeres que andan de aquí para allá diciendo a todo el mundo: "¿Sabe algo de esos chismes maravillosos que han aparecido? ¿No? Permítame que le explique..." Usted comprende. No hay mejor propaganda que ese tipo de contacto personal. Pero usted no imagina lo costosa que resulta.

»Así supimos que nuestros enemigos no eran sólo genios en invención y producción, sino también financieramente poderosos. Investigamos. Tratamos de rastrear a fondo para descubrir quiénes eran, cómo operaban y qué pretendían hacer. Se lo he dicho ya: tropezamos contra un muro de hierro.

—Tal vez haya posibilidades por el lado legal.

—Ya probamos todos los aspectos legales. Sean quienes fueren están en regla de la cabeza a los pies. ¿Impuestos? Pagan. A manos llenas. Pagan más de lo que deben para que no haya investigación. ¿Cargas sociales? Las cubren meticulosamente. ¿Seguros? Pagan seguros sobre unas listas de personal tan largas que forzosamente han de ser ficticias. Pero no es posible ir a las oficinas de Seguro Social a decir: "Oigan, estos empleados sobre los que pagan seguros no existen." Hay más detalles, pero éstos servirán para darse una idea. Hemos probado inútilmente tantos aspectos legales que nuestros abogados están mareados.

—Señor Crawford —dijo Vickers—, su caso es muy interesante, pero sigo sin comprender lo que usted decía hace un rato. Usted decía que esto es una conspiración para quebrar la industria mundial y destruir así un sistema de vida. Si estudia nuestra historia económica encontrará mil ejemplos de competencia a muerte. Este ha de ser uno de esos casos.

—Olvida usted los carbohidratos —replicó Crawford.

Era verdad. Los carbohidratos eran algo muy distinto a la competencia a muerte. Vickers recordó las hambrunas de la China y de la India, mientras el Congreso de los Estados Unidos debatía, basado en criterios estrictamente personales y políticos, si se debía ayudar a alguien, y en ese caso a quién y cómo. En ese momento apareció la noticia en los periódicos matutinos: un desconocido laboratorio había logrado la síntesis de los carbohidratos. El artículo no decía que se tratara de un laboratorio ignoto: eso se descubrió más adelante. Y mucho después resultó que nadie lo había oído nombrar hasta entonces, como si hubiese surgido literalmente de la noche a la mañana. Hubo magnates de la industria que, desde el primer momento, atacaron a esos fabricantes de carbohidratos sintéticos con el término de "irresponsables".

Pero no lo eran. Aunque la compañía fuera poco ortodoxa en sus medios de operación, parecía sólida y estable. Pocos días después del primer anuncio el laboratorio hizo saber que no tenía intenciones de poner el producto en venta; lo repartiría gratuitamente entre quienes pudieran necesitarlo. Lo haría de modo individual, no entre poblaciones o países, sino entre las personas que pasaban necesidades y no ganaban lo suficiente como para alimentarse bien. Sus destinatarios no eran sólo los hambrientos, sino también los subalimentados, todo aquel sector de la población mundial que, sin llegar a perecer por hambre, sufrirían enfermedades y desventajas por la falta de una dieta adecuada.

Como por arte de magia se abrieron oficinas en la India, en la China, en Francia, Inglaterra e Italia, en Norteamérica e Islandia, en Irlanda y Nueva Zelanda. Los pobres llegaron en tropel, pero ninguno fue rechazado. Indudablemente había quienes sacaban ventaja de la situación, obteniendo con mentiras un alimento al que no tenían derecho. De cualquier modo, después de cierto periodo se hizo evidente que a las oficinas no les importaba.

Los carbohidratos, por si solos, no eran lo bastante alimenticios, pero eran mejor que nada. Para muchos representaban un ahorro que les permitía adquirir un trozo de carne de tanto en tanto.

—Verificamos la procedencia de los carbohidratos —decía Crawford mientras tanto—, y no descubrimos más que con las otras cosas. Hasta donde podemos averiguar, los carbohidratos no son productos manufacturados: existen, eso es todo. Se los envía a las oficinas de distribución desde diversos depósitos, pero ninguno de estos tiene capacidad salvo para una provisión de uno o dos días. Es como el viejo cuento de Hawthorne sobre el cántaro de leche que nunca se vaciaba.

—¿Y no les convendría a ustedes entrar también en el negocio de los carbohidratos?

—Es una buena idea —dijo Crawford—, pero no sabemos cómo. También a nosotros nos gustaría fabricar automóviles eternos o bombillas interminables, pero no sabemos cómo. Hemos puesto técnicos y científicos a trabajar sobre eso; están tan lejos de la solución como el día en que comenzaron.

—¿Qué pasará cuando los desocupados necesiten algo más que una mera donación de alimentos? —preguntó Vickers— ¿Cuando tengan la familia en harapos y precisen ropas? ¿Cuando los propietarios los arrojen a la calle?

—Creo que tengo la respuesta. Surgirá alguna otra sociedad filantrópica que se encargará de proveerlos de ropa y alojamiento. En estos momentos están vendiendo casas a quinientos dólares por cuarto, lo que representa sólo un precio simbólico. ¿Por qué no regalarlas? ¿Qué les impedirá fabricar vestimentas a un costo diez o veinte veces menor del que pagamos hoy? Un traje de cinco dólares, por ejemplo, o un vestido de cincuenta centavos.

—¿No tienen ustedes una idea de cuál será la próxima etapa?

—Hemos tratado de conseguir información. Suponíamos que el automóvil no tardaría en aparecer y ya está en plaza. Pensamos en las casas; ya han aparecido. Uno de los próximos artículos debería ser la vestimenta.

—Alimentos, alojamiento, transporte y abrigo —dijo Vickers—. Son las cuatro necesidades básicas.

—También ofrecen combustible y energía. En cuanto una buena parte de la población mundial adquiera esas casas nuevas, dotadas de energía solar, la industria energética quedará borrada del mapa.

—Pero ¿de quién se trata? —preguntó el escritor—. Usted me dice que no lo sabe, pero debe tener alguna sospecha, alguna pista.

—Ni el más vago indicio. Hemos hecho tablas de organización de sus corporaciones, pero no podemos localizar a quienes las manejan; son personas de quienes nunca se oyó hablar.

—¿Rusos?

Crawford meneó la cabeza.

—El Kremlin también está preocupado. Rusia colabora con nosotros. Eso le probará lo amedrentados que están.

Crawford hizo entonces el primer movimiento que su visitante le viera: descruzó las manos, se aferró a los brazos de su pesada silla e irguió la espalda, diciendo:

—Usted ha de preguntarse en qué le afecta todo esto.

—Naturalmente.

—No nos es posible salir a la calle a decir: "Aquí estamos, somos una combinación de grandes industrias que luchan por defender el modo de vida." No podemos explicarles en qué consiste la situación: se reirían de nosotros. Después de todo para la gente es imposible comprender que un automóvil eterno o una casa a bajo costo sean algo perjudicial. Pero hay que decirlo. Por eso queremos que escriba un libro sobre el tema.

—No entiendo qué...

Pero Crawford le interrumpió:

—Usted tendría que redactarlo como si toda esa información la hubiese conseguido por su cuenta, haciendo alusiones a fuentes demasiado importantes como para citarlas. Nosotros le proporcionaríamos todos los datos.

Vickers se levantó lentamente, alargó una mano y recogió su sombrero.

—Gracias por darme la oportunidad —dijo—, pero no la acepto.

Capítulo 7

—Algún día, Jay —dijo Ann Carter—, me hartarás tanto que te desarmaré por completo. Tal vez así descubra el resorte que te hace funcionar.

—Tengo un libro entre manos y lo estoy escribiendo— dijo Vickers—. ¿Qué más quieres?

—Este libro puede esperar. El otro no.

—Anda, dime que he arrojado a la calle un millón de dólares. ¿No es eso lo que estás pensando?

—Podrías haberles cobrado una cantidad increíble por escribirlo, y conseguir un contrato magnífico con el editor, y...

—¿Y dejar a un lado lo mejor que he escrito en mi vida? ¿Para retomarlo después en frío y encontrarme sin inspiración?

—Cada libro que escribes es tu mejor obra. Jay Vickers, no eres más que un escritor de folletines. Indudablemente trabajas bien y tus benditos libros se venden, aunque a veces me pregunto por qué. Si no fuera por dinero no escribirías otra palabra en tu vida. Dime, sinceramente, ¿por qué escribes?

—Tu misma lo has dicho: por dinero, según crees. Muy bien, será por dinero.

—Claro, ahora dime que tengo un alma materialista.

—¡Dios mío! —exclamó Vickers— ¡Estamos riñendo como marido y mujer!

—Ahí tienes otro detalle. No te has casado, Jay. Es una muestra de tu egoísmo. Apostaría a que nunca se te ocurrió siquiera la idea de hacerlo.

—Una vez, sí. Hace mucho tiempo.

—A ver, apoya aquí tu cabeza y llora hasta que desahogues. A que fue una tragedia. A que de ahí sacaste esas atroces escenas de amor que pones en tus libros.

—¿Qué pasa, Ann? ¿Te ha dado una borrachera triste?

—En todo caso sería por culpa tuya. ¿Cómo se te ocurrió decir eso de "Gracias por la oportunidad, pero no la acepto"?

—Tuve el presentimiento de que en eso había algo sucio —insistió Vickers.

—Lo único sucio eras tú.

Terminó su bebida y agregó:

—No te escudes tras los presentimientos: has perdido tu mejor oportunidad. Cuando alguien tira de ese modo el dinero en mis narices no hay presentimiento que valga.

—No lo pongo en duda.

—No seas odioso —respondió Ann—. Paga la consumición y salgamos de aquí. Te pondré en el primer ómnibus y espero no verte más por aquí.

Capítulo 8

El enorme letrero cruzaba en diagonal el gran escaparate del negocio. Decía:

"CASAS POR ENCARGO, $500 cada habitación.
Aceptamos su casa a buen precio como parte de pago."

En el escaparate se veía una casa de cinco o seis habitaciones, situada en el medio de un jardín pequeño y bien diseñado. Tenía un reloj de sol en el prado y una cúpula en la cochera, rematada por una veleta en forma de pato. En el césped había dos sillas de jardín y una mesa redonda, todo pintado de blanco. Ante el portón de la cochera, un automóvil nuevo y reluciente.

Ann estrujó el brazo de Vickers:

—Entremos —sugirió.

—Esto debe ser lo que Crawford decía.

—Tienes tiempo de sobra para tomar el ómnibus.

—Está bien, entremos. Al menos te dedicarás a mirar las casas y dejarás de reñirme.

—Si lo creyera posible te atraparía para casarme contigo.

—Convertirías mi vida en un infierno.

—¡Claro, por supuesto! —respondió ella con toda dulzura— ¿Qué otro interés podría tener en ello?

Empujaron la puerta, que se cerró luego a sus espaldas clausurando los ruidos de la calle. La espesa alfombra verde tenía la apariencia de un prado. Un vendedor se acercó a atenderlos.

—Pasábamos por aquí y se nos ocurrió entrar a ver —dijo Ann—. Parece una linda casa y...

—Es magnifica —les aseguró el vendedor—; además cuenta con muchos detalles especiales.

—¿Es verdad lo que dice el anuncio? —preguntó Vickers—. ¿Quinientos dólares por habitación?

—Todos me preguntan lo mismo. Leen el anuncio y no pueden creerlo. Lo primero que preguntan todos al entrar es si realmente vendemos las casas a quinientos la habitación.

—¿Y bien? —insistió Vickers.

—¡Oh, sin duda! Una casa de cinco habitaciones cuesta dos mil quinientos dólares y la de diez, cinco mil. Claro que al principio casi nadie tiene interés en comprar una casa de diez habitaciones.

—¿Qué significa eso de "al principio"?

—Bien, le explicaré, señor. Podría decirse que esta casa crece. Digamos que usted compra una casa de cinco habitaciones y al tiempo cree necesitar una más. Nosotros se la rediseñamos agregando un cuarto.

—¿Y eso no resulta muy caro? —preguntó Ann.

—¡Oh, no, en absoluto! Sólo cuesta quinientos dólares por el cuarto nuevo. Es una tarifa invariable.

—Es una casa prefabricada, ¿verdad? —preguntó Ann.

—Supongo que se la puede llamar así, aunque en verdad el término no le hace justicia. Cuando uno habla de casas prefabricadas piensa en paredes hechas que se ensamblan. Armarlas requiere un plazo de ocho o diez días, y una vez terminadas no se tiene más que una cáscara sin calefacción, sin hogar, sin nada.

—Me interesa eso del cuarto adicional —insistió Vickers—. Decía usted que cuando alguien quiere otro cuarto los llama y ustedes agregan uno a la casa.

El vendedor se puso algo rígido.

—No es exactamente así, señor. No agregamos nada. Volvemos a diseñar la casa. La vivienda permanece de ese modo siempre bien planeada y práctica, acorde con los más altos conceptos científicos y estéticos de lo que debe ser un hogar. En algunos casos la incorporación de un cuarto significa alterar la casa por completo, cambiando la disposición de todos los ambientes.

Y se apresuró a agregar:

—Naturalmente, en esos casos lo mejor es cambiar la casa vieja por una nueva. Por ese servicio cobramos un uno por ciento del costo original por cada año de uso, además de lo que corresponda a los cuartos adicionales.

Los miró a los dos, lleno de esperanza, preguntando:

—¿Los señores tienen ya una casa?

—Un pequeño chalet en la colina —respondió Vickers—. No es gran cosa.

—¿En cuánto estimaría usted su valor?

—En quince o veinte mil dólares, pero dudo que pudiera obtenerlos.

—Nosotros le daríamos veinte mil dólares —replicó el vendedor—, sujetos a tasación. Le aclaro que nuestras tasaciones son muy generosas.

—Pero fíjese, yo sólo querría una casa de cinco o seis habitaciones.

—Perfecto —respondió el vendedor—. Le pagaríamos la diferencia en efectivo.

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