Un anillo alrededor del Sol (2 page)

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Authors: Clifford D. Simak

Un titular decía:
No hay sólo un mundo, dice un sabio.
Leyó parte del artículo.

BOSTON, MASS. (AP)—Podría haber otra Tierra existente sólo un segundo más allá de la nuestra y otra un segundo más atrás, y otra más con dos segundos de retraso. El lector puede darse una idea: se trataría de una constante cadena de mundos, uno detrás de otro.

Tal es la teoría del doctor Vincent Aldridge...

Vickers dejó caer el periódico al suelo y contempló el jardín, rico en flores, maduro bajo los rayos del sol. Allí había paz, en ese florido rincón del mundo: al menos allí la había. Una paz compuesta de muchas cosas, de rayos dorados, del murmullo de las hojas estivales estremecidas por el viento, de pájaros, flores y girasoles, de cercas necesitadas de pintura y algún pino viejo que moría en silenciosa tranquilidad, tomándose su tiempo, en amistad con la hierba, las flores y los otros árboles.

Allí no había rumores ni amenazas, sólo una calmosa aceptación del curso cronológico, de la sucesión que formaban inviernos y veranos, luna y sol. Allí la vida era un don que debía ser mimado y protegido, y no un derecho a conservar en dura lucha contra los otros seres vivientes.

Vickers miró su reloj. Era hora de marcharse.

Capítulo 3

Eb, el del taller, levantó sus nalgas grasientas y lo miró de soslayo por entre el humo de su cigarrillo, que le colgaba de entre los labios ennegrecidos.

—Mira, Jay, las cosas son así —dijo—. No te arreglé el coche.

—Quería ir a la ciudad —repuso Vickers—, pero si mi coche no está listo...

—No lo necesitas más. Creo que es por eso que no lo compuse. Se me ocurrió que era sólo malgastar el dinero.

—No está tan acabado —protestó Vickers—. Aunque parezca una ruina le quedan muchos kilómetros por recorrer.

—Claro, todavía le queda uso. Pero tú vas a comprar uno de esos coches Eterno que acaban de salir.

—¿Coches Eterno? —repitió Vickers— ¡Vaya nombre curioso para un auto!

—No tiene nada de curioso —dijo Eb, tozudo—. Es eterno de veras. Por eso le llaman así. Ayer vino un hombre para explicarme y me preguntó si quería uno. Yo le dije que sí, por supuesto, y él me respondió que era una decisión inteligente, porque desde ahora en adelante no se vendería otro auto que no fuera el Eterno.

—A ver, espera un momento —interrumpió Vickers—. Aunque lo llamen Eterno, no ha de durar por siempre. Ningún coche es eterno. Veinte años, una vida entera, te lo creería, pero no por siempre.

—Jay, eso es lo que me dijo el hombre —declaró Eb—. Me dijo: "Compre uno de éstos y úselo toda la vida. Cuando usted muera, déjelo en herencia a su hijo, y él, cuando muera a su vez, podrá dejarlo al suyo, y así eternamente. Tiene garantía sin vencimiento. Si le ocurre algo lo componen o te dan uno nuevo. La única excepción es el asunto de las cubiertas: hay que cambiarle cubiertas porque se gastan como en cualquier otro vehículo. La pintura también, pero tiene una garantía de diez años; si se arruina en menor tiempo lo repintan gratuitamente.

Podría ser —dijo Vickers—, pero me parece difícil. No pongo en duda que podrían hacer los coches mucho más duraderos de lo que son, pero si los fabricaran demasiado bien no habría más compras. Ningún fabricante en su sano juicio haría un auto que durara para siempre. Eso acabaría con su negocio. En primer lugar, sería demasiado caro...

—Ahí es donde te equivocas —le interrumpió Eb—. Mil quinientos, eso es todo. No hace falta comprar accesorios ni hacerle mejoras. Te lo dan completo por mil quinientos.

—No ha de ser gran cosa en cuanto a aspecto, en ese caso.

—Es lo más elegante que hayas visto en tu vida. El que vino conducía uno y tuve oportunidad de mirarlo bien. El color que prefieras. Cromo y acero inoxidable por todos lados. Los artefactos más modernos. Y en cuanto a la dirección... ¡una seda, hombre! Pero haría falta acostumbrarse a ese coche. Quise echarle un vistazo al motor y no pude abrir el capó. "¿Qué hace?", me preguntó el tipo. Le dije que quería ver el motor y me contestó: "No hace falta. Nunca le pasa nada. Es innecesario abrir eso." Yo le pregunté: "Pero ¿por dónde se le pone el aceite?" ¿Y sabes lo que me contestó? "Bueno, lo que ocurre es que no necesita aceite", me dice, "sólo gasolina."

Eb concluyó:

—En uno o dos días recibiré diez o doce de esos coches. Será mejor que me reserves uno.

Vickers negó con la cabeza:

—Ando escaso de dinero.

—Esa es otra ventaja. La compañía recibe tu coche como parte de pago a muy buen precio. Creo que podría darte mil dólares por el cascajo.

—No los vale, Eb.

—Ya lo sé, pero el tipo me dijo: "Ofrezca más de lo que valga el coche usado. No se preocupe. Nosotros lo arreglaremos con usted." No parece buen sistema para ganar dinero, si uno lo piensa bien, pero si ellos quieren operar de ese modo yo no tengo por qué oponerme.

—Tendré que pensarlo.

—Así te quedarían quinientos por pagar. Y puedo darte facilidades. Me lo dijo ese hombre. Dice que por el momento no les interesa tanto el dinero como poner en circulación unos cuantos coches Eterno.

—Eso no me gusta nada —protestó Vickers—. Fíjate: la compañía aparece de la noche a la mañana con una marca nueva, sin la menor publicidad. Tendrían que haber puesto algún anuncio en los periódicos. Si yo sacara un automóvil nuevo llenaría el país de propaganda: grandes espacios en los diarios, anuncios por televisión, carteles en cada kilómetro...

—Yo pensé lo mismo, ¿sabes? —repuso Eb— Le dije "Oiga, ustedes quieren que venda estos coches, pero ¿cómo los voy a vender si no hacen publicidad? ¿Quién me los va a comprar si nadie los conoce?" Y él me contestó que, siendo el coche tan bueno, quien lo comprara lo comentaría con todos los demás. Dijo que ésa es la mejor propaganda. Que prefieren ahorrarse el dinero de la publicidad y bajar el precio de los automóviles. Que no hay motivo para cargar al consumidor con los gastos de una campaña publicitaria.

—No lo entiendo.

—Te deja pensando —admitió Eb—. Esta gente, los fabricantes del Eterno, no pierden dinero; puedes apostar la cabeza a que no. De lo contrario estarían chiflados. Y si ellos no pierden, ¿te imaginas lo que han estado ganando las otras empresas durante todos estos años? ¿las que cobran dos o tres mil dólares por una chatarra que se viene abajo a la segunda salida? Da vértigo de sólo pensarlo, ¿no?

—Cuando recibas los coches bajaré a echarles una mirada —dijo Vickers—. A lo mejor podemos hacer negocio.

—Seguro. No dejes de venir. ¿Dijiste que ibas a la ciudad?

Vickers asintió.

—En cualquier momento va a pasar el ómnibus —dijo Eb—. Puedes tomarlo en la esquina de la farmacia y llegarás en un par de horas. Esos tipos saben conducir.

—Cierto, puedo tomar el ómnibus. No se me había ocurrido.

—Y discúlpame por lo del auto. Si hubiera sabido que lo necesitabas lo habría reparado. Lo que tiene es poca cosa. Pero quería saber qué te parecía la otra posibilidad antes de cargarte con una factura.

Mientras bajaba por la calle hacia la esquina de la farmacia, Vickers notó algo raro en ella. Al acercarse, pudo individualizar el detalle extraño.

Varías semanas atrás había muerto el viejo Hans, que desde hacía incontables años trabajaba como zapatero en un local situado junto a la farmacia; desde entonces y hasta ese momento su negocio había permanecido cerrado. Y ahora estaba abierto. Al menos el escaparate lucia muy limpio, cosa desacostumbrada en los tiempos del viejo Hans, y había algo de exhibición. Y un letrero. Vickers, en su esfuerzo por localizar la diferencia, lo había pasado por alto. Era nuevo y muy claro. Decía: CHISMES.

Vickers se detuvo ante el escaparate para contemplar los artículos expuestos. Sobre un drapeado de terciopelo negro había tres cosas: un encendedor, una navaja de afeitar y una sola lamparilla eléctrica. Nada más.

Sólo esas tres cosas. No había letreros, ni propaganda, ni precios. No hacían falta. Cualquiera que viese el escaparate los reconocería perfectamente, aunque el local no se limitara a vender exclusivamente esas tres cosas. Habría veinte o treinta artículos más, todos tan perfectos y eficaces como los tres exhibidos sobre el paño de terciopelo.

Un lento golpeteo se acercaba por la acera. Vickers se volvió al percibirlo próximo. Era su vecino, Horton Flanders, que efectuaba su caminata matutina, siempre con su ropa algo raída pero bien cepillada y su vistoso bastón de caña. Sólo él tenía la temeridad de lucir un bastón de caña por las calles de Cliffwood.

El señor Flanders lo saludó con el bastón y se detuvo a su lado para contemplar el escaparate.

—Veo que están abriendo sucursales —dijo.

—Así parece.

—Es muy peculiar, esa organización —observó el señor Flanders—. Tal vez usted sepa, aunque me parece improbable, que esta compañía ha despertado mucho interés en mí. Simple curiosidad, ¿comprende? Debo aclararle que mi curiosidad abarca temas muy diversos.

—No lo había notado.

—¡Oh, sí, sí! Muchos temas. Los carbohidratos, por ejemplo. Una organización muy misteriosa, ¿no le parece señor Vickers?

—No he reparado mucho en eso. Estoy tan atareado que...

—Se está preparando algo —vaticinó el señor Flanders—. Puedo asegurarlo.

El ómnibus bajó por la calle, pasó junto a ellos y frenó en la esquina de la farmacia.

—Tengo que irme, señor Flanders —dijo Vickers—. Voy a la ciudad. Estaré de regreso por la noche. ¿Por qué no viene a charlar?

—Oh, lo haré —respondió el señor Flanders—. Casi siempre lo hago.

Capítulo 4

En primer lugar apareció la navaja de afeitar que no se gastaba. Después, el encendedor que no fallaba jamás y no requería piedra ni combustible. Por último, una lamparilla eléctrica con la que se podía contar para toda la vida, salvo en caso de accidente. Y tras todo eso acababa de aparecer el automóvil Eterno.

En ese esquema debían entrar también los carbohidratos sintéticos.

"Se está preparando algo", había dicho el señor Flanders, frente al local del viejo Hans. Vickers trataba de ordenar todo aquello en su mente, sentado junto a la ventanilla en la parte trasera del ómnibus.

Tenía que existir algún vínculo entre todo eso: navajas de afeitar, encendedores, lamparillas eléctricas, carbohidratos sintéticos y, por último, los coches Eterno. Debía haber un común denominador que explicara por qué los artículos eran precisamente ésos y no otros: cortinas de enrollar, por ejemplo, monopatines, yoyos, aeroplanos o pasta dentífrica. Las navajas mantenían al hombre rasurado, las bombillas le alumbraban el camino y los encendedores encendían el cigarrillo; en cuanto a los carbohidratos sintéticos, habían zanjado por lo menos una crisis internacional y salvado a millones de personas del hambre o de la guerra.

"Se está preparando algo", había dicho Flanders, vestido con su ropa limpia y raída, con ese ridículo bastón en la mano; aunque, pensándolo bien, no parecía ridículo si era el señor Flanders quien lo llevaba.

El automóvil Eterno funcionaba para siempre, no requería aceite y uno podía legarlo al hijo, para que éste, a su vez, lo dejara en herencia al suyo. Y así podía llegar hasta el tataranieto y más allá. Un solo coche podía servir a varías generaciones.

Pero las cosas no quedarían allí. En poco más de un año extraían cerradas todas las fábricas de automóviles, la mayor parte de los talleres mecánicos, y muchas industrias del vidrio y del acero.

La navaja y la bombilla no parecieron importantes en su momento, pero de pronto cobraban un peso enorme. Miles de obreros perderían sus puestos; tendrían que volver a la casa y explicar a la familia: "Bueno, las cosas son así; después de tantos años estoy sin trabajo".

La familia volvería a sus quehaceres diarios en medio de un tenso y terrible silencio, con el aire de quien siente sobre si una temible calamidad, y el hombre compraría todos los periódicos para estudiar las columnas de Empleos Ofrecidos. Saldría a recorrer las calles y en todas partes habría un hombre tras una jaulita o un escritorio que le miraría meneando la cabeza.

Al fin el hombre se encaminaría hacia alguno de esos pequeños locales en cuyas puertas se leía "Carbohidratos S.R.L."; entraría arrastrando los pies, con la vergüenza de todo buen obrero imposibilitado de conseguir trabajo, y diría:

—Las cosas no me van muy bien y me estoy quedando sin dinero. A lo mejor...

Entonces el empleado que atendía el mostrador le respondería:

—¡Pero naturalmente! ¿Cuántos son ustedes en la familia?

Y anotaría la información en una hoja de papel.

—En aquella ventanilla —indicaría—. Creo que le alcanzará para una semana, pero si no le alcanza no deje de venir cuantas veces quiera.

El obrero tomaba la hoja, tratando de ser agradecido, pero recibía como respuesta un ademán cordial y espontáneo: "Vamos, para eso estamos aquí. Nuestra tarea consiste en ayudar a la gente como usted."

El hombre iría entonces hasta la ventanilla indicada; allí verificarían su hoja de papel y le entregarían varios paquetes; uno tenía sabor a patatas, otro a pan, y los otros daban la impresión de ser arvejas o trigo. Todo era sintético.

Todo eso había ocurrido ya y seguía ocurriendo. No era un verdadero alivio, pero no dejaba de ser una solución. Los de Carbohidratos nunca insultaban a quienes iban en busca de ayuda. Todos recibían el trato debido a un cliente que paga bien; se les decía que no dejaran de volver. A veces, cuando uno no regresaba, ellos le visitaban para saber qué ocurría; tal vez uno había conseguido trabajo o era demasiado tímido. Si se trataba de lo último, sabían conversar con uno de modo tal que, tras esa visita, uno estaba seguro de hacerles un favor al aceptar sus carbohidratos.

Y gracias a esos carbohidratos vivían aún millones de personas, en la India o en la China, que habrían muerto sin ellos. Ahora llegaba el turno a los millares que perderían su trabajo con el cierre de las fábricas de automóviles y la reducción de acerías y talleres mecánicos.

Las industrias de automóviles se verían obligadas a cerrar. Nadie compraría sus productos, puesto que era posible adquirir a menor precio un coche interminable. Tal había pasado con la industria de hojas de afeitar al surgir en plaza una navaja eterna. Y otro tanto, con las bombillas eléctricas y los encendedores. Era muy probable que el automóvil no fuera el último producto de aquellos fabricantes, quienes quiera que fuesen.

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