Read Un anillo alrededor del Sol Online
Authors: Clifford D. Simak
Pues era forzoso que quienes fabricaban las navajas hicieran también los encendedores y las bombillas, y quienes elaboraban esos chismes debían ser los diseñadores del coche Eterno. Tal vez no fueran las mismas empresas, aunque era difícil saberlo, pues Vickers nunca había tratado de averiguar sus nombres.
El ómnibus se iba llenando, pero Vickers seguía solo en el asiento que ocupaba, tratando de ordenar sus pensamientos mientras miraba por la ventanilla. A sus espaldas dos mujeres se habían enfrascado en una conversación. Él no tenía intención de escuchar, pero recogió sus palabras.
Una de ellas soltó una risita, diciendo:
—Nuestro grupo es interesantísimo. Estamos llenos de gente interesante.
Y la otra respondió:
—Estuve pensando en unirme a uno de esos grupos, pero Charlie dice que es una tontería. Estamos viviendo en Norteamérica y en 1987, dice, y no hay razones para fingir que no es así. Este es el mejor país y la mejor época de la historia, dice; tenemos todas las comodidades y todo lo que deseamos. Somos más felices que todos nuestros antecesores, dice, y esos grupos de ficción son nada más que propaganda comunista. Dice que le gustaría atrapar a quienes comenzaron con eso y que...
—Oh, no sé —dijo la primera—. Es divertido. Claro que requiere mucho trabajo. Hay que leer sobre los tiempos antiguos y todo eso, pero creo que uno sale ganando. La otra noche, en una reunión, uno decía que cada cual saca de ello cuanto pone, y creo que tiene razón. Pero creo que yo no sé poner gran cosa. Soy muy inconstante. No soy buena lectora, no entiendo muy bien; me tienen que explicar muchas cosas. Pero hay quienes parecen sacar mucho de esto. En nuestro grupo hay un hombre que vive en Londres, en la época de un tal Samuel Peeps. No sé quién fue Peeps, pero creo que fue alguien muy importante. ¿Tú no sabes quién fue Peeps, Gladys?
—No, yo no.
—Bueno, de cualquier modo, este hombre no tiene fin cuando habla de Peeps. Parece que escribió un libro (hablo de Peeps). Debe ser un libro larguísimo, porque habla de muchas cosas. Este hombre que te mencioné lleva un diario maravilloso; nos encanta que nos lo lea. Da la impresión de que vive realmente allí.
El ómnibus se detuvo ante un cruce de carreteras. Vickers echó una mirada a su reloj: en media hora más estarían en la ciudad.
Todo eso era una pérdida de tiempo. Ann podía intentar lo que gustara, pero él no permitiría ninguna interrupción en su libro. Había hecho mal en dejarse convencer; no debería perder siquiera ese día.
A sus espaldas Gladys decía:
¿Oíste hablar de esas nuevas casas que han salido a la venta? La otra noche hablaba con Charlie de eso y le decía que tal vez conviniera verlas. Porque la nuestra está bastante arruinada, ¿sabes?; habría que pintarla y hacerle unas cuantas reparaciones. Pero Charlie dice que debe ser alguna estafa. Nadie pone a la venta esa clase de casas con tantas facilidades, dice, a menos que haya una trampa en alguna parte. Dice que es zorro viejo y no se va a dejar atrapar en algo como eso. Mabel, ¿has visto alguna de esas casas? ¿No has leído nada sobre ellas?
—Te estaba contando —insistía Mabel— sobre ese grupo al que pertenezco. Uno de los muchachos finge vivir en el futuro. Ahora yo digo, ¿no es una risa? Imagínate, fingir que vive en el futuro...
Ann Carter se detuvo ante la puerta y dijo:
—Por favor, Jay, recuérdalo bien. Se llama Crawford. No vayas a llamarlo Cranford, Crawham o algo así. Crawford, ¿eh?
—Haré lo que pueda —prometió Vickers, sumiso.
Ella se le acercó para acomodarle la corbata; le ajustó el nudo, se lo enderezo y le quitó imaginarías pelusas de la solapa.
—En cuanto acabemos con esto vamos a salir para comprarte un traje —dijo.
—Ya tengo uno.
Sobre la puerta se leía: Investigación Norteamericana.
—Lo que no puedo entender —protestó Vickers— es qué tenemos en común Investigación Norteamericana y yo.
—El dinero —respondió Ann—. Ellos lo tienen y tú lo necesitas.
Abrió la puerta para pasar y él la siguió con mansedumbre. ¡Qué bonita era, y qué eficiente! Demasiado eficiente. Sabía demasiado. Sabía de libros, de editores, de públicos y preferencias. Estaba en todo. Su empuje arrastraba a cuantos le rodeaban, y nunca era tan feliz como cuando tenía tres teléfonos sonando, ochenta cartas para contestar y diez llamadas a hacer. Ella había sabido convencerlo para que asistiera a la cita, y probablemente era también la responsable de que ese Crawford e Investigación Norteamericana quisieran tratar con él.
—Puede pasar, señorita Carter —dijo la recepcionista—; El señor Crawford la está esperando.
"Y ya ha echado su embrujo sobre la recepcionista", pensó Vickers.
George Crawford era tan corpulento que sus nalgas desbordaban la silla en la que estaba sentado. Hablaba con las manos cruzadas sobre la panza, sin cambios de tono, sin inflexiones; era el hombre más quieto que Vickers había visto hasta entonces. No había en él movimiento alguno: allí estaba sentado, enorme, estólido. No movía más que los labios, y eso apenas. Su voz era un susurro.
—He leído parte de su obra, señor Vickers —dijo—. Me ha impresionado mucho.
—Me alegro de saberlo —respondió Vickers.
—Hasta hace tres años no se me habría ocurrido leer una obra de ficción, menos aún hablar con el autor. Pero ahora resulta que necesito de alguien como usted. Lo he consultado con mis directores; Todos estamos de acuerdo en que usted es el hombre más indicado para el trabajo.
Hizo una pausa y miró a Vickers con ojos azules y brillantes, asomados entre los pliegues de carne como puntas de bala.
—La señorita Carter me dice que usted está muy ocupado en este momento.
—Es cierto.
—Alguna obra importante, supongo.
—Espero que así sea.
—Lo que tengo en mente sería más importante.
—Eso es cuestión de opiniones —replicó Vickers en tono seco.
—No le agrado a usted, señor Vickers.
No era una pregunta, sino la afirmación de un hecho. Vickers se sintió irritado.
—No tengo ninguna opinión formada con respecto a usted —respondió—. Soy ajeno a todo, salvo a lo que usted debe decirme.
—Antes de proseguir —dijo Crawford— quisiera dejar en claro que se trata de un asunto confidencial.
—Vea, señor Crawford —aclaró el escritor—, no tengo estomago para asuntos de espionaje.
—No se trata de espionaje.
Por primera vez hubo cierta emoción en la voz de aquel hombre; fue al agregar:
—Se trata de un mundo que está entre la espada y la pared.
Vickers lo miró sorprendido. "Dios mío", pensó, "este hombre habla en serio. Cree sinceramente que el mundo está entre la espada y la pared". En ese momento su interlocutor agregó:
—¿Oyó usted hablar de los automóviles Eterno?
—En efecto —afirmó Vickers—. Esta mañana el dueño del taller de mi ciudad trató de venderme uno.
—¿Y de las navajas, las bombillas y los encendedores que no se agotan?
—Compré una de esas navajas, y es la mejor que he tenido en mi vida. No creo que sea eterna, pero la hoja es muy buena y no hace falta afilarla. Pienso comprar otra cuando se estropee.
—No le hará falta otra, a menos que pierda ésa. Ocurre, señor Vickers, que es realmente eterna. Y el coche también. Tal vez sepa también lo de las casas.
—No sé gran cosa.
—Son unidades prefabricadas —explicó Crawford—. Las venden a sólo quinientos dólares por habitación... instalada. Aceptan casas en parte de pago a valores fantásticos y ofrecen créditos muy liberales... Mucho más liberales, me atrevo a decir, que los de cualquier institución financiera en su sano juicio. Las viviendas cuentan con calefacción y aire acondicionado gracias a un equipo solar que supera todo, completamente todo lo conocido. Hay muchos otros detalles, pero eso bastará para darle una idea.
—Pues parece una buena idea. Hace rato que se habla de hacer viviendas a bajo costo. Tal vez de eso se trata.
—Son una buena idea —repuso Crawford—, y yo sería el último en negarlo. Pero llevarán a la ruina a las empresas energéticas. Ese equipo solar lo proporciona todo: luz, calor y energía. Quien compra una de esas casas no necesita conectarla a una red de energía eléctrica. Y dejarán sin trabajo a miles de carpinteros, albañiles y pintores, quienes tendrán que acudir a los carbohidratos. Acabarán por arruinar también a los aserraderos.
—Lo de la energía me resulta comprensible —dijo el escritor—, pero no entiendo muy bien eso de los carpinteros y los aserraderos. Indudablemente esas casas han de requerir madera, y harán falta carpinteros para construirlas.
—Hay madera en ellas, por cierto, y alguien las construye, pero no sabemos quién.
—¿Y no pueden averiguarlo? Parece muy simple. Debe haber alguna corporación. Tendrán fábricas y depósitos en alguna parte.
—Existe cierta compañía —admitió Crawford—. Una compañía de ventas. Por ella comenzamos; también descubrimos el depósito desde donde se distribuyen las unidades vendidas. Pero eso es todo. Hasta donde hemos podido investigar, no hay ninguna fábrica encargada de su construcción. Se las vende en nombre de cierta compañía cuyo nombre y dirección conocemos. Pero nadie ha vendido nunca una astilla de madera a esa compañía. Nadie les ha vendido siquiera un gozne. No contratan a obreros. Están inscriptos como fábricas, y las direcciones son auténticas, pero allí no se fabrica nada. Y hasta donde podemos asegurarlo nadie ha entrado ni salido de las oficinas centrales desde que las vigilamos.
—Eso es increíble —objetó Vickers.
—Sin duda lo es. En esas casas hay madera y otros materiales; en alguna parte debe haber hombres que las construyan.
—Permítame una pregunta, señor Crawford. ¿Cuál es su interés en todo esto?
—Bueno, le diré —murmuró el hombre—. No estoy capacitado para revelarle eso.
—Ya lo sé, pero de todos modos espero que me lo diga.
—Habría preferido extenderme un poco más sobre los antecedentes para que usted comprendiera mejor lo que pretendo. Nuestro interés en esto... casi podría decir "toda nuestra organización"..., suele parecer una tontería para quien no está al tanto de los antecedentes.
—Usted está alarmado por algo —dijo Vickers—. Claro que no lo admite, pero está pálido de miedo.
—Aunque le parezca extraño, lo admito. Pero no se trata de mi, señor Vickers, sino de la industria, toda la industria del mundo.
—Ustedes piensan que quienes fabrican y venden estas casas son los mismos que hacen los automóviles Eterno, los encendedores y las bombillitas.
Crawford asintió, agregando:
—Y también los carbohidratos. Si uno lo piensa un poco es algo terrible. Nos encontramos ante alguien que se dedica a arruinar industrias y a dejar sin trabajo a miles de trabajadores; después ofrece a esos mismos desocupados el alimento que les permitirá subsistir. Y las ofrece sin las señales de peligro, las investigaciones y las sutilezas que hasta ahora han caracterizado a esa clase de soluciones.
—¿Una conspiración política, quizá?
—Es más que eso. Para nosotros se trata de un ataque deliberado y bien planeado a la economía mundial. Es un verdadero esfuerzo para minar el sistema social y económico de nuestro modo de vida, tras lo cual minarán, naturalmente, nuestro sistema político. Porque nuestro sistema de vida está basado en el capital, ya sea privado o estatal, y en el salario que el trabajador gana diariamente. Si uno quita esas dos cosas, capital y trabajo, se habrán demolido las bases de una sociedad en funcionamiento.
—¿Nosotros? —preguntó Vickers— ¿Quién es "nosotros"?
—Investigación Norteamericana.
—¿Y quién es Investigación Norteamericana?
—Usted empieza a sentirse interesado —apuntó Crawford.
—Quiero saber con quién estoy tratando, y qué quieren de mí.
Crawford guardó silencio por largo rato. Al fin dijo:
—A eso me refería al decirle que se trataba de algo estrictamente confidencial.
—No me pida ningún juramento.
—Retrocedamos un poco —empezó el gordo— y revelamos parte de la historia. Así quedará en claro quiénes somos y qué hacemos.
»Hablábamos de la navaja. Fue el primer artículo: una navaja de afeitar interminable. La noticia se esparció con rapidez y todo el mundo compró una.
»Ahora bien, una hoja de afeitar común rinde de uno a seis afeitados; después se descarta y se compra otra. Eso significa que cada hombre es un comprador constante de hojas nuevas. Como resultado la industria de hojas de afeitar era una empresa pujante; empleaba a miles de trabajadores, representaba cierta ganancia anual para miles de comerciantes y era parte de la producción de acero. En otras palabras, era un factor económico que, en vinculación con otros factores económicos similares, formaba parte de la industria mundial. Y ahora, ¿qué ocurre?
—No soy economista, pero lo veo muy bien —dijo Vickers—. Nadie ha vuelto a comprar hojas de afeitar. Y esa industria se vino abajo.
—No tanto. Una gran industria es algo complejo y muere lentamente, aunque ya haya letreros en las paredes y las ventas hayan cesado casi por completo. . . o sin el casi. Pero usted está en lo cierto: eso es lo que está pasando en estos momentos; la industria se viene abajo.
»Después apareció el encendedor. En si es algo insignificante, pero si uno lo mira desde un punto de vista mundial cobra grandes proporciones. Ocurrió lo mismo que con las hojas de afeitar. Y otro tanto cuando surgieron las bombillas eléctricas eternas. Tres industrias están en agonía, señor Vickers. Son tres industrias barridas por completo. Hace un momento usted dijo que yo estaba asustado y confesé que así era. Nuestro temor comenzó con las bombillas. Porque si alguien podía acabar con tres industrias, ¿por qué no con cinco, diez, cien industrias? ¿por qué no con todas?
»Nos organizamos. Me estoy refiriendo a las industrias de todo el mundo; no sólo a la norteamericana, sino también a la Mancomunidad Británica, al mercado europeo y a Rusia, a todo el mundo. Hubo unos pocos escépticos, naturalmente; todavía hay quienes se niegan a entrar, pero en términos generales se puede decir que nuestra organización representa a todas las grandes empresas del mundo entero y de ellas recibe apoyo. Tal como le he dicho preferiría que este dato quedara entre nosotros.
—Por el momento no tengo intenciones de revelarlo.