Read Un anillo alrededor del Sol Online
Authors: Clifford D. Simak
El señor Flanders, sentado en el porche, hablando de un factor recién descubierto que impedía al mundo entrar en guerra.
El ratón que no era tal.
Pero eso no era todo, por supuesto. En algún punto había un detalle olvidado. Lo adivinaba sin saber cómo; sabía que pasaba algo por alto, cierto hecho tabulado que debía ocupar un sitio en la lista de cosas ocurridas ese día.
Sí, Flanders había dicho que le intrigaba la organización de los negocios de chismes y el asunto de los carbohidratos. "Se está preparando algo", había dicho.
Y más tarde se habían sentado en el porche a hablar de las reservas de conocimiento ocultas entre las estrellas y de un factor que impedía al mundo entrar en guerra, y de otro factor que había alejado al mundo de su ruta hacia casi cien años, para lanzarlo al galope. Flanders había pensado en todo eso sin prestarle mucha atención.
Pero ¿eran tan casuales sus cavilaciones? ¿o sabía más de lo que había dicho? Y si sabía más, ¿qué?
Vickers echó la silla hacia atrás y se levantó. Eran casi las dos.
"No importa", pensó. "Es hora de que descubra todo".
Aunque fuera necesario irrumpir en su casa y sacarlo a empujones de la cama, a gritos, en camisa de dormir (porque seguramente Flanders no usaría pijamas), era hora de descubrirlo todo.
Mucho antes de llegar a la casa de Flanders Vickers adivinó que algo malo ocurría. La casa estaba iluminada desde el sótano a la buhardilla. Por el patio caminaban varios hombres con linternas; había grupos reunidos, charlando. A lo largo de la calle, las mujeres y los niños habían salido a los porches envueltos apresuradamente en sus batas. Era como si esperaran ver algún extraño desfile que aparecería por la calle a las tres de la mañana.
En el grupo reunido junto al portón había varios hombres a quienes Vickers conocía. Estaban Eb, el mecánico, Joe, el exterminador, y Vic, que atendía la farmacia.
—¡Hola Jay! —dijo Eb—; es una suerte que hayas venido.
—¡Hola Jay! —dijo Joe.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
Fue Vic quien respondió:
—El viejo Flanders ha desaparecido.
—La casera se levantó a la noche para darle un medicamento —explicó Eb— y descubrió que no estaba. Lo buscó por un rato y al cabo salió a pedir ayuda.
—¿Lo han buscado bien? —preguntó Vickers.
—Sólo por los alrededores, pero ahora empezaremos a ensanchar el circulo. Tendremos que organizarnos un poco.
El propietario de la farmacia dijo:
—Al principio pensamos que se habría levantado a pasear por la casa o por el patio y quizá había sufrido algún ataque. Por eso buscamos por aquí.
—Hemos revisado toda la casa —agregó Joe—, de cabo a rabo; también inspeccionamos el patio. No hay señales de él.
—Tal vez salió a dar un paseo —arriesgó Vickers.
—Nadie en su sano juicio sale a caminar después de medianoche —afirmó Joe.
—En mi opinión no estaba en su sano juicio —intervino Eb—. No es que no me gustara; lo apreciaba, sí. En mi vida he visto un vejete más educado que él, pero tenía muchas rarezas.
Alguien llegó por la acera con una linterna.
—¿Están ustedes listos para organizarse? —preguntó el hombre de la linterna.
—Claro, comisario —respondió Eb—. Cuando guste. Esperábamos que usted diera la orden.
—Bien —dijo el comisario—, no podremos hacer gran cosa mientras no aclare, pero falta sólo un par de horas. Mientras tanto podríamos hacer algunas inspecciones rápidas por los alrededores. Algunos de los otros muchachos se abrirán en abanico para cubrir la ciudad y recorrerán todas las calles y callejones. Se me ocurrió que ustedes podrían echar un vistazo a la orilla del río.
—Cuente con nosotros —dijo Eb—. Díganos qué quiere y quédese tranquilo.
El comisario levantó la linterna hasta la altura de los hombros y los observó.
—Jay Vickers, ¿no? Me alegro de que haya venido, Jay. Necesitamos de todos los hombres.
Vickers mintió sin saber por qué lo hacia:
—Oí desde mi casa que pasaba algo.
—Creo que usted conocía bien al anciano, mejor que nosotros.
—Solía venir a charlar conmigo casi todos los días.
—Lo sé. Nos llamó la atención, porque con los demás no hablaba.
—Teníamos algunas aficiones en común —explicó Vickers—. Creo que se sentía solo.
—La casera dijo que anoche él estuvo en su casa.
—En efecto. Se marchó poco antes de medianoche.
—¿Notó usted algo extraño en él? ¿Algo diferente en su modo de hablar?
—Vamos, oiga, comisario —interrumpió Eb—. No pensará que Jay tiene algo que ver con esto, ¿verdad?
—No —replicó el comisario—. No, supongo que no.
Y agregó, bajando la linterna:
—Hagan el favor de bajar al río. Al llegar allí, sepárense. Que algunos vayan rió arriba y otros en dirección contraría. No creo que nadie encuentre nada, pero es mejor asegurarse. Vuelvan antes del amanecer para que empecemos con una búsqueda más a fondo.
Y se marchó por el empedrado, balanceando su linterna.
—Creo que será mejor ir andando —dijo Eb—. Yo iré con un grupo río abajo. Tú, Joe, ve con los demás hacia arriba. ¿Todos de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Joe.
Cruzaron el portón y bajaron por la calle hasta llegar a la esquina. Allí tomaron por la calle lateral para bajar hasta el puente.
—Aquí nos separamos —indicó Eb—. ¿Quién irá con Joe?
Varios hombres se adelantaron.
—Bien —prosiguió Eb—. El resto vendrá conmigo.
Los dos grupos se separaron antes de bajar al rió. Una niebla fría se cernía a la ribera. El agua chapoteaba rápida y suavemente en la oscuridad. Un pájaro nocturno chilló desde la otra orilla. La luz de las estrellas se reflejaba, hecha astillas, en la superficie en movimiento.
Eb preguntó:
—¿Crees que lo hallaremos, Jay?
—No —respondió Vickers, lentamente—. No, no creo. No sé por qué, pero estoy seguro de que no lo hallaremos.
Cuando Vickers volvió a su casa había caído ya la noche. El teléfono estaba sonando y tuvo que correr por la sala para atenderlo. Era Ann Cuter.
—Me he pasado el día tratando de comunicarme contigo. Estaba muy preocupada. ¿Dónde estabas?
—Fuera de casa, buscando a un hombre.
—Jay, no te hagas el gracioso —pidió ella—. Por favor déjate de bromas.
—No es broma. Es un anciano, vecino mío. Desapareció. Estuve ayudando en la búsqueda.
—¿Apareció?
—No, no lo hallamos.
—¡Qué pena! —exclamó ella— ¿Era buen hombre?
—De los mejores.
—Tal vez lo hallen más adelante.
—Tal vez —respondió Vickers—. ¿Por qué estabas tan preocupada?
—¿Recuerdas lo que dijo Crawford?
—Dijo muchas cosas.
—Acerca del próximo artículo que aparecería en el mercado. Un vestido por cincuenta centavos.
—Ahora que lo mencionas, sí, me acuerdo.
—Bien, ya está.
—¿Qué es lo que está?
—Apareció el vestido. Pero no cuesta cincuenta centavos, sino ¡quince!
—¿Compraste alguno?
—No, Jay. Estaba demasiado asustada para comprarlo. Iba caminando por la Quinta Avenida y vi un letrero en un escaparate, un letrero pequeño y discreto. Decía que el vestido en exhibición estaba en venta a quince centavos. ¿Lo imaginas, Jay? ¿Un vestido de quince centavos en la Quinta Avenida?
—No, no puedo imaginarlo —confesó Vickers.
—¡Era tan bonito...! Brillaba. No era brillo de pedrería ni de lentejuelas; era la tela lo que brillaba, como si estuviera viva. Y el color... Jay, era el vestido más bonito que he visto en mi vida. Y pude haberlo comprado por quince centavos, pero me faltó coraje. Recordé lo que nos había dicho Crawford y me quedé helada, mirándolo.
—Bueno, es una lástima —dijo Vickers—. Junta coraje y vuelve por la mañana. Quizá todavía lo tengan.
—Pero eso no importa, Jay, ¿no lo comprendes? Eso prueba que Crawford tenía razón. Sabe lo que dice; es cierto que existe una conspiración y que el mundo está acorralado.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—Bueno, yo... No sé, Jay. Creí que te interesaría.
—Me interesa —replicó Vickers—. Y mucho.
—Jay, se está preparando algo.
—Tranquilízate, Ann. Es claro que se está preparando algo.
—Pero ¿qué es? No es sólo lo que Crawford dijo. No sé como...
—Tampoco yo lo sé. Pero es algo grande. Escapa a tu alcance y al mío. Tengo que pensarlo.
De pronto la tensión desapareció de la voz de Ann.
—Jay —dijo—, ahora me siento mejor. Me hizo bien hablar contigo.
—Mañana saldrás de compras —le dijo él—, e irás a comprar varios vestidos de quince centavos. Ve temprano, antes de que llegue la multitud.
—¿Qué multitud? No comprendo.
—Mira, Ann, cuando corra la noticia la Quinta Avenida se convertirá en un atolladero de compradoras en busca de gangas.
—Creo que tienes razón —respondió ella—. Llámame mañana, ¿quieres, Jay?
—Lo haré.
Se despidieron y él cortó. Permaneció inmóvil por un instante, tratando de decidir lo que haría a continuación.
Había que cenar, buscar el periódico y verificar si había correspondencia.
Abrió la puerta y desanduvo el sendero hasta el pequeño buzón de la entrada. Sacó de él unas pocas cartas y las revisó deprisa, había muy poca luz y no pudo distinguir los remitentes. Parecían ser, en su mayoría, envíos de propaganda. Y unas cuantas facturas a pagar, aunque recién comenzaba el mes.
Ya de regreso en la casa encendió la lámpara del escritorio y dejó las cartas sobre la mesa. Junto a la lámpara estaba todavía el embrollo de tubos y discos que había recogido del suelo la noche anterior. Fijó por un momento la vista en ellos, tratando de recuperar la correcta perspectiva del tiempo. Había sido tan sólo la noche anterior, pero parecían haber pasado semanas enteras desde que arrojara el pisapapeles contra el rincón.
Y nuevamente volvió a quedarse inmóvil, como entonces, con la sensación de que en alguna parte estaba la clave de todo. Sólo hacía falta saber cómo buscarla.
El teléfono volvió a sonar. Era Eb.
—¿Qué piensas del asunto? —preguntó.
—No sé qué pensar.
—Está en el fondo del río —aseguró Eb—. Es allí donde está, como le dije al comisario. Mañana por la mañana, en cuanto salga el sol, empezarán a dragarlo.
—No sé —dijo Vickers—. Quizá tengas razón, pero no creo que haya muerto.
—¿Por qué, Jay?
—Tampoco lo sé. No es por un motivo preciso. Un presentimiento, nada más.
—Te llamé porque tengo algunos de esos coches Eterno —aclaró Eb, cambiando de tema—. Me llegaron esta tarde. Pensé que a lo mejor te habías decidido a comprar uno.
—No lo he pensado mucho, Eb, para serte sincero. Pero tal vez me interese.
—Por la mañana te llevaré uno. Así podrás probarlo y decidir qué te parece.
—Magnífico.
—De acuerdo —dijo Eb—. Hasta mañana.
Vickers volvió al escritorio y recogió las cartas. No había facturas. De las siete, seis eran folletos de propaganda, y la séptima venia en un sobre blanco cubierto de escritura temblorosa.
Lo abrió. Dentro había una sola hoja de papel, meticulosamente doblada. Decía:
Mi querido amigo Vickers:
Confío en que ésta no lo encuentre demasiado exhausto tras los agotadores esfuerzos que, indudablemente, le habrá exigido la búsqueda de mi persona.
No me caben dudas de que mis acciones impondrán a los gentiles habitantes de esta excelente aldea ciertas inusitadas diligencias, que redundarán en perjuicio de los asuntos propios, pero tampoco ignoro que disfrutarán intensamente de ellas.
Sé que usted no revelará la recepción de ésta carta ni se comprometerá más de lo necesario para convencer a nuestros vecinos de que es inútil proseguir la búsqueda. Puedo asegurarle que soy muy feliz; sólo la necesidad del momento me obligó a hacer lo que hice.
Le dirijo esta nota por dos razones. En primer lugar para aliviarlo de cualquier intranquilidad que pueda sentir por mi suerte. En segundo término, para abusar de nuestra amistad hasta el punto de ofrecer un consejo sin que me haya sido solicitado.
Desde hace algún tiempo vengo pensando que usted se limita demasiado a su obra; tal vez le convendría tomarse unas pequeñas vacaciones. Sería una excelente idea hacer una visita a los escenarios de su infancia y recorrer los senderos que holló cuando niño. Eso podría ayudarle a limpiar el polvo y a ver con ojos más claros.
Su amigo
Horton Flanders
"No iré", pensó Vickers. "No puedo ir. Esos lugares ya no representan nada para mí y no quiero que cobren significado ahora, después de esforzarme durante tantos años por olvidarlos."
Habría podido verlos con sólo cerrar los ojos: la arcilla amarillenta de los trigales lavados por la lluvia, las rutas blancas de polvo, zigzagueantes por los riscos y los valles, los solitarios buzones posados sobre cercos ruinosos, los portones raídos, las casas maltratadas por el clima, el ganado escuálido que bajaba hacia la pradera, siguiendo el sendero estrecho abierto por sus cascos, los perros hambrientos que salían ladrando a la carrera cuando uno pasaba ante las granjas.
"Si regreso me preguntarán por qué volví y cómo me ha ido. Dirán: " ¡Qué pena lo de su papá!; era muy buen hombre". Se sentarán en cajones invertidos, frente a la tienda, masticando tabaco. Y lo escupirán sobre la acera mirándome de soslayo. "Así que usted escribe libros", dirán. "Vaya, un día de éstos tendré que leer alguno. Nunca los oí nombrar."
Iría al cementerio y se detendría unte una lápida, con el sombrero en la mano, para escuchar el gemido del viento entre los poderosos pinos que rodeaban el camposanto. Y pensaría: "Si al menos hubiese podido llegar a algo en la vida a tiempo para que tú lo supieras, para que ustedes dos se sintieran orgullosos de mi y se pavonearan un poco ante los vecinos... Pero no lo hice, por supuesto."
Recorrería en auto las rutas de su infancia, y se detendría junto al riachuelo para franquear la cerca de alambre de púas y bajar al pozo donde pescaba. Pero el arroyo sería sólo un hilo de agua, y el agujero un lodoso ensanchamiento de ese hilo. Y el árbol sobre el cual solía sentarse habría desaparecido, arrastrado por las crecientes de primavera. Contemplaría las colinas, que serían las mismas, pero también extrañas, y se preguntaría en qué radicaba la diferencia. Pero no podría dilucidarlo. Y así seguiría su camino pensando en el arroyo, en las colinas extrañas, más y más solitario con el correr de los minutos. Y al fin se marcharía. Apretaría a fondo el acelerador, aferrado al volante, tratando de no pensar.