Un anillo alrededor del Sol (21 page)

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Authors: Clifford D. Simak

Se la emplearía para conservar la habilidad y el conocimiento. Si nadie moría se podía contar con toda la energía, el conocimiento y la destreza de cada miembro de la tribu. Cuando un hombre muere, su destreza muere con él, también su conocimiento, hasta cierto punto. Pero la pérdida no se limita a eso: también se pierde todo su conocimiento futuro. ¿De cuánto saber se ve privada la Tierra, sólo porque un hombre ha muerto diez años antes de lo debido? Parte de ese conocimiento será recobrado gracias a la obra de hombres posteriores, pero habrá cosas que no se recuperen jamás, ideas que no volverán a ser imaginadas, conceptos que habrán sido borrados para siempre por la muerte de un hombre en cuyo cerebro comenzaba a surgir el primer fermento de la creación. En una sociedad inmortal, en cambio, eso no ocurriría jamás. Una sociedad inmortal contaría con la total habilidad y el conocimiento absoluto de sus miembros.

Tómense la capacidad de captar el conocimiento atesorado en las estrellas, la memoria inherente, el conocimiento técnico capaz de conseguir productos eternos, y agréguese la inmortalidad. ¿Adonde conduciría esa fórmula? ¿A lo definitivo? ¿Al pináculo intelectual? ¿A la divinidad en sí?

Retrocedamos cien mil años para analizar a la criatura hombre. Démosle el fuego, la rueda, el arco y la flecha, plantas y animales domésticos y una organización comunitaria, sumados al primer concepto, en vaga aurora, del Hombre en su condición de rey de la Creación. Tomemos esa fórmula. ¿Cual es el resultado?

El comienzo de la civilización, la fundación de una cultura humana.

Y a su modo la fórmula del fuego, la rueda y los animales domésticos era tan grandiosa como la fórmula de la inmortalidad, el sentido del tiempo y la memoria inherente. La fórmula de los mutantes era sólo un paso hacia adelante, tal como lo había sido en su momento la conjunción fuegoruedaperro. La fórmula de los mutantes no era el resultado final del esfuerzo humano, ni de su intelecto, ni de su conocimiento: era sólo un paso más. Y quedaba otro paso por dar. La mente del hombre aún cobijaba la posibilidad de pasos más importantes, aunque a él, Jay Vickers, le fuera imposible concebir su dirección, tal como habrían sido inconcebibles para el descubridor del fuego los conceptos de la estructura cronológica y de los mundos contiguos.

"Todavía somos salvajes", pensó. "Seguimos acurrucados en nuestra cueva, con la vista fija en la hoguera humeante que custodia la entrada contra la ilimitada oscuridad del mundo. Algún día perforaremos esa oscuridad, pero no será ahora".

La inmortalidad sería una herramienta favorable, nada más; una simple herramienta. ¿Qué era la oscuridad, más allá de la cueva? Era la ignorancia del hombre con respecto a su sentido, su finalidad, sus orígenes. La vieja, eterna pregunta.

Quizá con la herramienta de la inmortalidad el hombre podría apresar esas preguntas y comprender el ordenado progreso, la terrible lógica que impulsaba el universo de la materia y de la energía.

El paso siguiente sería de orden espiritual: el descubrimiento y la comprensión de un sistema divino que fuera ley para todo el universo. Tal vez el hombre pudiera al fin, en toda su humildad, hallar un Dios universal, la deidad que los hombres adoraban ya con la debilidad de sus conocimientos actuales y la fuerza de la fe. Tal vez el hombre encontrara al fin el concepto de divinidad que pudiera llenar, sin dudas ni vacilaciones, su tremenda necesidad de fe, tan clara e inconfundible que estuviera más allá de toda duda; un concepto de la bondad y del amor que pudiera identificar consigo hasta reemplazar con él la fe en una eterna seguridad.

Y si el hombre burlaba a la muerte, si las puertas de las tinieblas se cerraban sobre la revelación final y la resurrección, entonces el hombre debería hallar tal concepto o vagar para siempre entre las galaxias como un niño perdido y lloroso.

Vickers hizo un esfuerzo por volver al presente.

—¿Estás seguro, Ezequiel?

—¿De qué, señor?

—De que no hay ningún Preston.

—Completamente seguro —respondió Ezequiel.

—Pero existió una Kathleen Preston, estoy seguro.

¿En verdad podía estar tan seguro? La recordaba. Flanders decía que ella existía. Pero ese recuerdo podía estar condicionado y también la memoria de Flanders. Tal vez Kathleen Preston no fuera sino un factor emociona; introducido en su cerebro para mantenerlo atado a esa casa, como una respuesta automática que no le permitiría olvidar, fuera donde fuese, bajo cualquier circunstancia, esa casa y los lazos que a ella lo ligaban.

—Ezequiel —preguntó—, ¿quién es Horton Flanders?

—Horton Flanders es un androide como usted.

Capítulo 40

Su tarea asignada era detener a Crawford. Se le suponía capaz de hacerlo por medio de sus presentimientos. Pero en primer lugar tendría que revisar todos los aspectos. Debía tomar los factores, equilibrarlos unos con otros y verificar los puntos fuertes, los puntos débiles. Se trataba del poder industrial, no del de una sola industria, sino del poder industrial de todo el mundo. Crawford y la industria habían declarado guerra abierta a los mutantes; y había que tener en cuenta esa arma secreta.

—La desesperación y un arma secreta —había dicho Crawford sentado en el cuarto del hotel. Pero el arma secreta, según agregó, no era bastante.

En primer término Vickers debería averiguar en qué consistía esa arma. Mientras no lo supiera carecía de sentido hacer planes.

Permaneció despierto en la cama, con la vista clavada en el techo, mientras colocaba los hechos en hileras ordenadas para echarles un vistazo. Después los cambió de posición y equilibró la fuerza de los humanos comunes contra la fuerza mutante; había muchos puntos en que se cancelaban mutuamente, pero en otros, uno de ellos surgía inexpugnable. Por ese camino le sería imposible llegar a nada.

"Claro que no llegaré a nada", dijo para sí. "Esta es la torpe manera en que los hombres normales resuelven sus problemas. Esto es razonar".

Debía acudir al presentimiento. Pero ¿cómo hacerlo?

Apartó aquellos factores de su mente, volvió a clavar la vista en la oscuridad, en dirección a; cielorraso, y trató de no pensar. Los factores clamaban en su cerebro, se atropellaban y huían unos de otros, pero él siguió negándose a reconocerlos.

Entonces llegó la idea: la guerra.

Mientras la estudiaba fue creciendo y se aferró a él. La guerra, sí, pero una guerra distinta a cuantas el mundo había conocido hasta entonces. ¿Qué se decía de la Segunda Guerra Mundial? Se la trataba de guerra sucia. Pero no lo sería del todo.

Era algo perturbador pensar en una cosa que no se podía apresar, es decir, sentir la comezón de un presentimiento sin reconocerlo como tal. Trató de sujetarlo y lo sintió retroceder. Sólo regresó cuando él dejó de meditar.

Surgió entonces otra idea: la pobreza.

La pobreza estaba de algún modo vinculada a la guerra Era como si las dos ideas rondaran, a la manera de los coyotes, en torno a la hoguera representada por él, gruñendo y amenazándose mutuamente en la oscuridad, junto a la llama del conocimiento. Trató de hundirlas por completo en la oscuridad, pero le fue imposible. Acabó por acostumbrarse a ellas; pareció entonces que la hoguera disminuía sus llamaradas y que las ideascoyote no corrían con tanta celeridad.

Su mente soñolienta denunció otro factor: los mutantes no disponían de mucha gente. Esa era la razón por la cual creaban androides y robots. Siempre había modo de superar ese problema. Se podía tomar una vida y dividirla en muchas. Se tomaba la vida de un mutante para esparcirla, extenderla y prolongarla cuanto se pudiera. En la economía de la fuerza humana cabían muchas soluciones si uno sabía encontrarlas.

Los coyotes rondaban ya muy cerca y el fuego se apagaba. "Te detendré, Crawford, hallaré la respuesta para detenerte, y te amo, Ann, y..."

Sin darse cuenta se había quedado dormido. Despertó de pronto y se irguió de un salto en la cama.

¡Sabía la respuesta!

El airecillo fresco del alba lo hizo estremecer. Sacó bruscamente las piernas de bajo los cobertores y sintió el mordisco del suelo frío contra los pies descalzos Corrió a la puerta, la abrió de par en par y salió al descansillo. La escalera descendía desde allí hacia el vestíbulo.

—¡Flanders! —gritó— ¡Flanders!

Ezequiel apareció desde alguna parte y empezó a subir la escalera preguntando:

—¿Qué ocurre, señor? ¿Puedo servirle en algo?

—¡Quiero hablar con Horton Flanders!

Se abrió otra puerta. Allí estaba Horton Flanders, con los tobillos huesudos asomados bajo el ruedo de su camisa de dormir y el pelo ralo casi tieso.

—¿Qué ocurre? —murmuró, con la lengua pesada aún por el sueño— ¿Qué significa este barullo?

Vickers cruzó el vestíbulo a grandes pasos y lo tomó por los hombros, inquiriendo:

—¿Cuántos de nosotros hay? ¿En cuántos androides dividieron la vida de Jay Vickers?

—Si deja usted de sacudirme...

—Lo dejaré cuando me diga la verdad.

—Oh, con gusto —respondió Flanders—. Somos tres: usted, yo y...

—¿Usted?

—Por cierto. ¿Le sorprende?

—¡Pero si es mucho más anciano que yo!

—Con la carne sintética se pueden hacer maravillas —dijo Flanders—. No veo motivos para sorprenderse.

Y de pronto Vickers notó que en realidad no sentía asombro alguno. Era como si en el fondo lo hubiera sabido desde siempre.

—¿Y el tercero? Dijo usted que éramos tres. ¿Quién es el otro?

—No puedo decírselo —respondió Flanders—. No le diré quién es. Ya le he dicho demasiado.

Vickers alargó la mano y aferró al anciano por la pechera de la camisa, retorciendo la tela hasta ajustársela a la garganta.

—La violencia no tiene sentido —dijo Flanders—. No sirve de nada. Si le he dicho todo esto ha sido porque usted llegó a la crisis antes de lo que esperábamos. Pero no estaba preparado siquiera para eso. No está en condiciones de saberlo todo. Ha sido un riesgo muy grande impulsarlo demasiado. No podría decirle más.

—¡Qué no estoy en condiciones de saber! —repitió Vickers, furioso.

—No lo está. Debió haber dispuesto de más tiempo. No es posible decirle ahora mismo lo que desea saber. Crearía... complicaciones en su tarea, con lo que perdería eficiencia y valor.

—¡Es que ya tengo la respuesta a ese problema! —exclamó Vickers, enojado—. Preparado o no, tengo la respuesta que aplicaremos a Crawford y a sus amigos. Es más que lo conseguido por usted y sus colegas, a pesar del tiempo que llevan en ello. Ya tengo la respuesta, precisamente lo que ustedes querían; conozco el arma secreta y sé cómo contrarrestarla. Usted dijo que yo podía detener a Crawford y ahora sé que es cierto.

—¿Está seguro de eso?

—Completamente seguro. Pero esa otra persona, la tercera persona...

Una sospecha horrible se filtraba en su mente.

—Necesito saberlo —agregó.

—No puedo decírselo, de veras —repitió Flanders.

Vickers aflojó la mano aferrada a la camisa de dormir y la dejó caer. Aquella sospecha era una verdadera y terrible tortura. Se volvió lentamente.

—Sí, estoy seguro —volvió a decir—. Conozco todas las respuestas, pero ¿para qué diablos sirve eso?

Se retiró nuevamente a su cuarto y cerró la puerta tras de sí.

Capítulo 41

En algún momento había llegado a ver su curso de acción nítido y recto ante él, comprendiendo que Kathleen Preston no era tal vez sino un personaje condicionado. Durante muchos años el recuerdo de aquel valle encantado lo había cegado, impidiéndole ver el amor que sentía por Ann Carter; amor correspondido, sin duda, y disimulado con burlas tontas y amargas rencillas.

Después comprendió también que sus padres dormían año tras año en animación suspendida, aguardando el advenimiento de un mundo en paz y comprensión, para el cual habían dado tanto.

Y no había podido darles la espalda. Tal vez era mejor así, pues había un tercer factor: el hecho de que una vida estuviera dividida en varías.

Era una manera sensata de hacer las cosas y tal vez un método válido, pues los mutantes necesitaban aumentar el grupo; para eso debían valerse de los elementos disponibles. Se dejaba en manos de los robots todo el trabajo realizable por ellos y se dividía la vida de hombres y mujeres en varios cuerpos androides.

Él no era una persona en sí; sólo una parte de otra persona, un tercio del Jay Vickers original, cuyo cuerpo yacía a la espera de que la vida pudiera serle devuelta.

Tampoco Ann Carter era una persona en sí, sino parte de una tercera persona. Tal vez parte (y por primera vez se obligó a convertir la sospecha en un pensamiento claro y terrible) tal vez parte del mismo Jay Vickers, compartiendo con él y con Flanders la vida que originalmente había sido una sola. Tres androides compartían aquella vida: él, Flanders y alguien más. Y la pregunta era un susurro constante en su cerebro: ¿quién sería ese alguien?

Los tres estaban ligados por un lazo común que los convertían casi en uno. A su debido tiempo los tres deberían entregar sus vidas al cuerpo del Jay Vickers original. Y cuando eso ocurriera, ¿cuál de ellos continuaría siendo Jay Vickers? Tal vez ninguno de los tres; quizás el proceso fuera un equivalente de la muerte para ellos y una continuación de la conciencia que el ser original había conocido. Tal vez los tres se mezclarían de modo tal que Jay Vickers, al resucitar, sería una extraña personalidad de tres caras combinadas.

¿Y el amor que sentía por Ann Carter? Ante aquella posibilidad de que Ann fuera la tercera persona desconocida, ¿qué pasaría con la ternura súbitamente despertada por ella, tras tantos años de luna y rosas? ¿qué sería de ese amor?

Supo que ese amor era imposible. Si Ann era el tercer humanoide no podría haber amor entre ellos. No es posible amarse a sí mismo como se amaría a otra persona. No se puede amar una faceta del propio yo, ni ser amado por esa misma faceta. No se puede amar a quien nos es más íntima que una hermana o una madre.

Por dos veces había conocido el amor de una mujer; por dos veces se lo habían robado. Estaba atrapado, sin más alternativa que la de cumplir con la tarea asignada. Había prometido a Crawford hablar nuevamente con él cuando supiera qué estaba ocurriendo, para analizar entre los dos la posibilidad de un acuerdo.

Pero no habría tal acuerdo: ahora lo sabía. Al menos, si sus presentimientos estaban en lo cierto.

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