Read Un anillo alrededor del Sol Online
Authors: Clifford D. Simak
Sally se volvió hacia Vickers para explicarle:
—Esta noche tenemos reunión. ¿Le gustaría asistir?
El escritor vaciló. Todos tenían la vista fija en él.
—Por supuesto —dijo—. Será un placer.
Tomó la botella y se echó otro sorbo. Después la pasó a George.
—Por un tiempo no nos moveremos —dijo George—, al menos hasta que la policía esté más tranquila.
Tomó un sorbo y pasó la botella.
Cuando Vickers y Sally llegaron la reunión recién comenzaba.
—¿Estará George allí? —preguntó el escritor.
Sally soltó una risita.
—¡George!
—Sí, supongo que no es de ese tipo —reconoció Vickers.
—George es un exaltado —dijo Sally—, un revolucionario. Nació para organizador. No me explico como se salvó de ser comunista.
—¿Y usted? ¿La gente como usted?
—Somos los propagandistas —explicó ella—. Vamos a las reuniones, hablamos con la gente y tratamos de interesarla. Hacemos el trabajo de misioneros y conseguimos conversos que salgan a predicar. Después los ponemos en manos de personas como George.
La solterona que ocupaba la cabecera golpeó la mesa con el cortapapeles que utilizaba como martillo.
—Por favor —pidió con voz resentida—, por favor, señores. Que haya orden en la reunión.
Vickers acercó una silla para Sally y tomó asiento a su vez. Los otros asistentes se iban aquietando. Aquella habitación, según pudo observar, era en realidad dos ambientes: el comedor y la sala; al abrir por completo la puerta cristalera que las separaba se convertían en un solo cuarto.
Todo revelaba a la clase media superior: detalles lo bastante ostentosos como para no entrar en la vulgaridad, pero sin la grandiosidad y el buen gusto de los verdaderos ricos. En las paredes se veían cuadros auténticos y había un hogar provenzal; el moblaje era de estilo, sin lugar a dudas, aunque Vickers no pudo determinar de cuál.
Paseó la mirada por entre quienes lo rodeaban, en un intento de identificarlos. Allá, un ejecutivo, probablemente de alguna fábrica importante. Ese otro de pelo largo podía ser pintor o escritor, aunque fracasado. Y la mujer de pelo gris acerado y piel tostada por el sol podía ser miembro de algún club de equitación.
Pero todo eso no importaba. Allí se trataba de un departamento perteneciente a la clase media superior, con portero uniformado; en la otra punta de la ciudad habría una reunión similar en un inquilinato que jamás sabría de porteros. En las aldehuelas y en las ciudades menores las habría también, en casas de familia, tal vez la del banquero o la de peluquero. En cada uno de los casos alguien golpearía sobre la mesa y pediría orden, por favor. Y en casi todas las reuniones habría alguien como Sally, aguardando la oportunidad de hablar con los otros miembros para lograr conversos.
La solterona decía;
—La señorita Stanhope será hoy la primera en hablar.
Y volvió a sentarse, satisfecha; al fin los había puesto en orden y la reunión estaba en marcha. Se levantó entonces la señorita Stanhope. Vickers reconoció en ella la personificación de la mujer frustrada en cuerpo y alma. Tendría unos cuarenta años; debía carecer de pareja y tendría un trabajo por medio del cual lograría, dentro de unos quince años, la independencia económica. Pero huía de algún espectro, buscando un santuario bajo el manto de otra personalidad obtenida del pasado.
Hablaba con voz clara y potente, pero tenía cierta tendencia a sonreír con afectación y leía con la barbilla alzada, como los estudiantes de oratoria; eso daba a su cuello un aspecto más descarnado aún.
—Cómo ustedes recordarán —comenzó—, mi periodo es el de la Guerra Civil Norteamericana, con sede en el sur.
Y leyó:
—Trece de octubre de 1862. —La señora Hampton envió hoy su carruaje a buscarme, conducido por el viejo Ned; es uno de los pocos sirvientes que aún le quedan pues casi todos han huido, dejándola prácticamente sin servicio; ésta es una situación en la que muchos de nosotros nos encontramos...
"Huir", pensó Vickers, "huir hacia una época de crinolinas y caballería, a una guerra ya depurada por el tiempo de su mugre, su sangre y sus desesperación, para que sus pobres participantes, hombres o mujeres, quedaran convertidos en figuras de nostalgia puramente romántica".
La señorita Stanhope seguía leyendo.
—...Isabela estaba allí. Me alegró verla, pues han pasado años desde que nos encontramos aquella vez en Alabama...
Huir, por supuesto. Sin embargo, esa fuga se tornaba ahora en un instrumento adecuado para predicar el evangelio del otro mundo, aquel pacífico segundo planeta que seguía a la Tierra agotada y sangrienta. Tres semanas, habían bastado tres semanas para que se organizaran; estaban los George que gritaban, corrían y a veces encontraban la muerte, y las Sally que realizaban el trabajo subterráneo.
Y sin embargo, a pesar de la promesa ofrecida por el otro mundo, seguían aferrados al aroma de magnolias que venía desde la antigüedad. Era la señal de la desesperación y de las dudas, que les impedían renunciar al sueño por mero temor a que la actualidad, si alargaban la mano para cogerla, se les disolviera entre sus dedos.
La señorita Stanhope decía:
—...Permanecí durante una hora junto a la cama de la anciana señora Hampton, leyéndole "Feria de Vanidades", libro que despierta sus preferencias; lo ha leído por sí misma y se lo ha hecho leer desde que está invalida más veces de las que puede recordar.
Pero aunque algunos siguieran aferrados al viejo sueño perfumado, había otros, George entre ellos: los "activistas" que luchaban por la promesa presentida en la segunda Tierra. Cada día eran más y más los que reconocían la promesa y salían a trabajar por ella. Predicarían la noticia, huirían ante la policía al sonar las sirenas, se ocultarían en sótanos oscuros para volver a la calle cuando todo estuviera tranquilo.
"El mundo está a salvo", pensó Vickers. Estaba en manos que lo cuidarían con cariño, que no podían sino cuidarlo con cariño.
La señorita Stanhope seguía leyendo, mientras la solterona sentada a la cabecera asentía con la cabeza, tal vez algo soñolienta, pero con el cortapapeles firmemente sujeto entre los dedos. Los otros escuchaban también, algunos por mera cortesía, pero otros con verdadero interés. Terminada la lectura harían preguntas sobre aspectos de la investigación, presentarían sugerencias para mejorar el diario e indicarían puntos a aclarar; después felicitarían a la señorita Stanhope por la excelencia de su trabajo, y finalmente alguien se pondría de pie para leer sus notas sobre la vida en otro tiempo y en otro lugar, y todo se repetiría.
Vickers percibió entonces la futilidad de aquella comedia triste y desolada. El cuarto parecía llenarse con el aroma de las magnolias y las rosas, el perfume destilado por muchos años polvorientos.
Cuando la señorita Stanhope hubo terminado, mientras el cuarto hervía de preguntas y respuestas, se levantó silenciosamente y salió a la calle. Brillaban las estrellas. Y eso le trajo algo a la memoria.
Al día siguiente visitaría a Ann Carter.
Y eso era incorrecto, lo sabía. No estaba bien visitar a Ann Carter.
Tocó el timbre y aguardó. Al oír el ruido de sus pasos que se acercaban a la puerta comprendió que debía volverse y escapar. No tenía derecho a estar allí; debió hacer en primer término lo más importante; no había motivos para ir a verla, pues el sueño de Ann estaba tan muerto como el sueño de Kathleen.
Pero se había visto obligado, literalmente obligado a visitarla. Por dos veces se había alejado ante la puerta del edificio; por dos veces tuvo que volver; por dos veces volvió a marcharse. Esta vez se quedaría; no podía retroceder. Y allí estaba, ante su puerta, escuchando el rumor de sus pasos que se acercaban a él.
¿Y qué podía decirle cuando la puerta se abriera? ¿Qué haría en ese momento? ¿Entrar como si nada hubiera ocurrido, como si ambos fueran los mismos que eran en ocasión del último encuentro? ¿Decirle que ella era mutante? Peor aún ¿revelarle su condición de humanoide, de mujer fabricada?
La puerta se abrió. Allí estaba Ann, y era una mujer, una mujer tan adorable como la de sus recuerdos. Ella extendió una mano para atraerlo hacia adentro, cerró la puerta y se apoyó de espaldas contra ella.
—Jay —dijo—, Jay Vickers.
Él trató de hablar, pero le fue imposible. Se limitó a mirarla intensamente mientras pensaba: "No es cierto. Es mentira. No puede ser cierto".
—¿Qué ha pasado, Jay? Dijiste que me llamarías.
Vickers extendió los brazos, aunque luchaba por no hacerlo. En un movimiento veloz y casi desesperado Ann se refugió en ellos. Fue como si los dos hallaran finalmente consuelo a una angustia que los dos habían sufrido creyendo que el otro la ignoraba.
—Al principio me pareció que estabas un poco chiflado —dijo ella—. Al pensar en las cosas que dijiste por teléfono desde esa ciudad de Wisconsin me sentía segura de que te pasaba algo raro, que estabas mal de la azotea. Después empecé a pensar en ciertas cosas, cosas extrañas que a veces hacías, decías o escribías y...
—Tranquilízate, Ann. No hace falta que me digas nada.
—Jay, ¿nunca te preguntaste si eras del todo humano? ¿Si no había algo en ti que no fuera normal, no humano?
—Si —respondió él—, a veces me lo he preguntado.
—Estoy segura de que no lo eres. Y me parece bien. Porque yo tampoco soy humana.
Él la estrechó con más fuerza. Al sentirla entre sus brazos comprendía finalmente que eran dos, dos almas perdidas y desamparadas en un mar de humanidad, dos seres iguales que se aferraban el uno a la otra. Aunque no existiera el amor entre ellos debían seguir siendo un solo ser contra el mundo.
El teléfono empezó a zumbar desde el extremo de la mesa. Ellos parecieron no oírlo.
—Te amo, Ann.
Y una parte de su cerebro, que no era parte de él, sino un observador frío e impersonal, le recordó que era imposible, inmoral, absurdo amar a quien podía ser más intima que una hermana, cuya vida había sido en otros tiempos parte de la suya y que volvería a volcarse en una sola personalidad. Ann repuso, con voz vaga y distante:
—Recordé... Aún no lo sé del todo. Tal vez puedas ayudarme.
—¿Qué recordaste, Ann? —preguntó él, con ansiedad.
—Cierto paseo que hice en compañía de alguien. He tratado de recordar su nombre, pero no puedo, aunque a pesar de los años transcurridos lo reconocería si lo viera. Salimos de una casa grande situada sobre una colina y bajamos a un valle; era primavera, puesto que los manzanos silvestres estaban en flor y los pájaros cantaban. Y lo más extraño es que estoy segura de no haber estado nunca allí, y sin embargo recuerdo ese paseo. ¿Cómo se puede recordar algo que no se ha vivido, Jay?
—No lo sé —dijo Vickers—. Puede ser la imaginación. Algo que leíste.
Pero aquello representaba la confirmación de sus sospechas. Según Flanders eran tres los androides que compartían una misma vida. Los tres debían ser él, Flanders y Ann Carter. Ella también recordaba aquel paseo por el valle encantado, pero mientras Vickers, siendo hombre, creía haber sido acompañado por una mujer llamada Kathleen Preston, Ann, como mujer, recordaba la compañía de un hombre cuyo nombre había olvidado. En el caso de que lo recordara no sería el correcto, tal como a él mismo le ocurría: si había dado ese paseo con una mujer, ésta no se llamaba Kathleen Preston.
—Y eso no es todo —dijo Ann—. Adivino lo que piensa la gente; yo...
—Ann, por favor.
—Trato de no adivinarlo, ahora que me he dado cuenta. Pero ahora comprendo que lo he hecho de manera más o menos inconsciente durante muchos años. Siempre he anticipado lo que los demás iban a decir, adelantándome, previendo sus objeciones antes de que abrieran la boca; siempre sabía lo que les llamaría la atención. Tal vez a eso deba mi éxito en los negocios, Jay. Puedo penetrar en los pensamientos ajenos. El otro día lo comprobé. En cuanto sospeché que podía hacerlo hice una prueba, para ver si no era pura imaginación. No fue fácil; todavía me cuesta un poco, pero puedo hacerlo. ¡Puedo, Jay!
Él la estrechó contra si, pensando: "Ann es telépata, uno de los que pueden viajar a las estrellas".
—Jay, ¿qué somos? Dime qué somos.
El teléfono seguía aturdiéndolos.
—Más tarde —respondió él—. No es nada terrible. En cierto sentido es maravilloso. He vuelto porque te amo, Ann. Traté de mantenerme apartado de ti, pero no pude. Porque no es conveniente...
—Sí que los es —le interrumpió ella—. Oh, Jay, es lo más conveniente que pudo ocurrir. Yo rogaba que volvieras. Cuando supe que algo andaba mal temí que no... que no pudieras, que te hubiese ocurrido algo malo. Y rezaba, pero las plegarías estaban mal, porque no estoy acostumbrada a eso y me sentía hipócrita...
El teléfono era un aullido persistente.
Él la soltó. Ann se sentó sobre el sofácama y tomó el receptor. Mientras tanto Vickers contemplaba el cuarto tratando de centrar la vista, la imagen de la muchacha, con sus propios recuerdos.
—Es para ti —dijo ella.
—¿Para mí?
—Sí, el teléfono. ¿Sabía alguien que estarías aquí?
Negó con la cabeza. Mientras se acercaba al teléfono y tomaba el receptor, se preguntó quién sería el que llamaba y por qué motivos lo hacia. De pronto se sintió asustado: sólo podía tratarse de una persona.
—Es el hombre de Neanderthal, Vickers —dijo una voz.
—¿Con garrote y todo?
—Con garrote y todo. Tenemos un asunto que discutir.
—¿En su oficina?
—Encontrará usted un taxi en la puerta. Lo está esperando.
Vickers soltó una risa más rencorosa de lo que pretendía.
—¿Cuánto hace que me viene siguiendo?
—Desde que salió de Chicago —respondió el otro, riendo entre dientes—. Tenemos el país atestado de analizadores.
—¿Averiguan muchas cosas?
—Un poco por aquí, otro por allá.
—¿Sigue teniendo confianza en esa arma secreta?
—Por supuesto, pero...
—Hable. Estamos entre amigos.
—Tendré que dejar esto en sus manos, Vickers. De veras. Pero dése prisa.
Y cortó la comunicación. Vickers bajó el receptor y lo miró fijamente por un momento antes de ponerlo sobre la horquilla.
—Era Crawford —dijo, dirigiéndose a Ann—. Quiere hablar conmigo.
—¿No hay problemas, Jay?