Read Un anillo alrededor del Sol Online
Authors: Clifford D. Simak
—Sí —dijo Vickers, mientras se esforzaba por recordar quién vivía allí, por si era alguien capaz de reconocerlo—. Soy un viejo amigo suyo. Pasaba por aquí y se me ocurrió saludarlo.
El hombre pasó por una abertura del cerco y se acercó pisando el césped.
—¿Eran muy amigos? —preguntó.
—No mucho —respondió Vickers—. Hace diez o quince años que no le veo, pero somos amigos desde niños.
—Eb ha muerto.
—¡Muerto!
El vecino escupió, explicando:
—Era uno de esos malditos mutantes.
—¡No! —protestó Vickers— ¡No me diga!
—De veras. Teníamos otro por acá, pero huyó. Siempre sospechamos que Eb le avisó a tiempo.
Ante el odio y la amargura que destilaban las palabras del vecino Vickers experimentó verdadero terror. La turba había matado a Eb; también a él lo matarían, si supieran que había regresado a la ciudad. Y no tardarían en saberlo, pues el vecino lo reconocería en cualquier momento. Vickers acababa de individualizarlo: era el robusto carnicero del único mercado de la ciudad. Se llamaba... Pero eso no tenía importancia.
—Me parece conocerlo a usted de alguna parte —dijo el vecino.
—Debe estar confundido. Es la primera vez que vengo al este.
—Pero su voz...
Vickers golpeó con todas sus fuerzas, desde abajo hacia arriba, girando el cuerpo para acompañar el golpe con todo su peso. Su puño dio contra la cara de aquel hombre; hubo un latigazo de carne contra carne y hueso contra hueso. El vecino cayó.
Sin pérdida de tiempo, Vickers giró sobre sus talones y corrió en dirección al portón. Al entrar al coche estuvo a punto de arrancar la portezuela; pulsó bruscamente el arranque y pisó el acelerador; el coche brincó hacia adelante, esparciendo sobre los arbustos el pedregullo arrojado por las ruedas despavoridas.
Sentía el brazo entumecido por la fuerza del golpe; al extender la mano frente al tablero iluminado notó que tenía los nudillos lacerados y chorreando sangre. Llevaba una ventaja de pocos minutos. El vecino tardaría un poco en reaccionar, pero en cuanto estuviera en pie correría a un teléfono. Entonces comenzaría la caza: los gritos en la noche, las ruedas gimientes, los disparos, la cuerda y el rifle.
Tenía que huir y estaba librado a sus propios recursos. Eb había muerto, sin duda atacado por sorpresa, sin oportunidad de huir hacia la otra tierra. Lo habrían matado de un tiro, ahorcado, destrozado a golpes tal vez. Y era su único vínculo. Sólo quedaban él y Ann, ni siquiera sabía su verdadera condición.
Tomó la carretera principal y se lanzó hacia el valle con el acelerador a fondo. A diez millas de allí había una vieja ruta abandonada donde podría ocultar el coche hasta que pudiera retroceder. Aunque tal vez no fuera prudente hacerlo.
Quizá lo mejor fuera ir a las colinas y ocultarse hasta que cesara el entusiasmo de la cacería. No, en aquella situación nada era lo bastante seguro. Y no podía perder un instante. Tendría que ponerse en contacto con Crawford y sacarlo de en medio como fuera posible. Y no podía contar con ayuda de ninguna especie.
Allí estaba la ruta abandonada, a mitad del camino hacia una colina larga y empinada. Giró el volante y el coche avanzó a tumbos por ella; treinta metros más allá bajó del vehículo y regresó a la ruta. Ya oculto tras unos árboles contemplo el veloz paso de muchos automóviles; no había modo de saber si iban en su persecución.
En ése momento un camión viejo y desvencijado trepó lentamente por la colina, con el motor aullando bajo el esfuerzo. Vickers tuvo una súbita idea.
El camión pasó a su lado y prosiguió la marcha. Estaba cerrado por detrás sólo con un alto portón de cola. Vickers corrió detrás de él, se puso a la par y saltó. Sus dedos se aferraron al portón de cola; logró izarse hasta el borde y descolgarse sobre las cajas apiladas que llenaban el vehículo. Allí permaneció, oculto, con la vista fija en la ruta que se extendía hacia atrás. "Soy como un animal perseguido", pensó, "y perseguido por mis amigos de otros tiempos".
A unos quince kilómetros de allí alguien hizo detener al camión; una voz preguntó:
—¿Han visto a alguien por la ruta? ¿A pie?
—¡Diablos, no! —respondió el camionero—. No he visto un alma.
—Buscamos a un mutante. Debe haber escondido su auto.
—Creía que ya los habíamos liquidado —comentó el camionero.
—Todavía quedan. Tal vez se haya refugiado en las colinas. En ese caso lo atraparemos.
Otra voz agregó:
—Tendrá usted que volver a detenerse. Hemos avisado por teléfono y han bloqueado la ruta hacia arriba y hacia abajo.
—Pues me fijaré bien.
—¿Tiene usted revólver?
—No.
—Bueno, de cualquier modo preste atención a lo que vea.
Al reiniciarse la marcha, Vickers pudo ver a los dos hombres de pie junto a la ruta. La luna centelleaba sobre los fusiles.
Con mucha prudencia se dedicó al trabajo de mover algunas cajas para armar un escondrijo. Mas tarde comprendió que era un esfuerzo vano: aunque detuvieron otras tres veces el camión, se limitaron a pasear rápidamente la luz de una linterna por el interior del vehículo, como si en el fondo supieran que no era tan fácil hallar a los mutantes; tal vez se sentían agradecidos de que aquél hubiera desaparecido ya, como tantos de sus predecesores.
Pero Vickers no podía permitirse aquel tipo de huida. Tenía una misión que cumplir en esa Tierra.
No ignoraba lo que encontraría en el negocio, pero de todos modos fue hasta allí, pues era el único sitio en donde tal vez encontraría un contacto. El enorme escaparate estaba roto y de la casa en exhibición no quedaban sino astillas, como si sobre ella hubiera pasado un ciclón. La turba había hecho lo suyo.
Vickers se detuvo ante el vidrio roto y contempló las ruinas de la casa, mientras recordaba el día en que él y Ann habían entrado al local, camino hacia la estación del ómnibus. Por entonces la casa tenía como veleta un pato en vuelo y en el patio un reloj de sol; junto a la cochera había también un automóvil. Este había desaparecido definitivamente. Probablemente lo habían arrastrado hasta la calle para destrozarlo, tal como lo hicieran con el suyo en aquella pequeña ciudad de Illinois.
Se alejó del escaparate y descendió lentamente por la calle. Había sido una tontería llegar hasta el local, pero era su única oportunidad, aunque muy vaga, como lo eran siempre sus posibilidades. Giró en la esquina. Allí, en una plaza polvorienta, del otro lado de la calle, se había reunido una nutrida multitud. Todos parecían escuchar a alguien que les hablaba, de pie sobre un banco. Vickers cruzó perezosamente la calle y se detuvo frente a la multitud.
El orador se había quitado la chaqueta; tenía las mangas enrolladas y la corbata floja. Hablaba en un tono casi coloquial, aunque sus palabras llegaban claramente hasta Vickers.
—Cuando caigan las bombas —decía— ¿qué ocurrirá? Nos dicen que no debemos tener miedo, que sigamos trabajando sin miedo. Eso es lo que nos dicen, pero ¿qué harán cuando caigan las bombas? ¿cómo van a ayudarnos?
Hizo una pausa. La multitud, tensa, guardaba un horrible silencio. Se podía sentir el modo en que todos apretaban las mandíbulas, la opresión de todos los corazones, la sangre que se detenía en las venas. Se podía percibir el miedo.
—No nos ayudarán —continuó el orador, lenta y deliberadamente—. No nos ayudarán, porque estaremos más allá de toda ayuda. Estaremos muertos, amigos míos. Muertos de a miles, de a millones. Asesinados por el sol que arderá sobre la ciudad. Muertos, convertidos en nada, en átomos inquietos. Todos moriremos...
Desde muy lejos llegó el ulular de las sirenas; la multitud se agitó intranquila, casi con irritación.
—Cada uno de ustedes morirá. Pero no hay por qué morir, pues hay otro mundo que nos espera. La llave para entrar a él es la pobreza. La pobreza es el pasaporte con el cual se llega. Ustedes sólo necesitan renunciar a sus empleos y dar cuanto tienen, arrojar a la calle todas sus propiedades. Sólo se puede ir con las manos vacías.
Las sirenas estaban más próximas. La multitud se agitaba y murmuraba como un gran animal al despertarse. Las voces volaron por la plaza como un súbito susurro de hojas ante el viento que presagia las tormentas.
El orador alzó nuevamente la mano; inmediatamente se hizo el silencio.
—Amigos míos —dijo—, ¿por qué no prestan atención? Los pobres son los primeros. Los pobres y desesperados, aquellos para quienes este mundo de nada sirve. Sólo se puede ir en completa pobreza, sin posesiones, con las manos vacías.
»En ese otro mundo no hay bombas. Siempre hay un nuevo comienzo. Es un mundo totalmente nuevo, casi exactamente como éste, con árboles, hierba y tierra fértil, con ciervos en las colinas y peces en los ríos. El sitio con que todos soñamos. Allí hay paz.
Las sirenas se multiplicaban y estaban mucho más cerca. Vickers se apartó de la acera y cruzó la calle corriendo. Un patrullero tomó la curva de la esquina; las ruedas patinaron, chirriantes, para enderezar el rumbo; la sirena era un gemido agónico.
—¿Qué dijo usted?
Ya casi en el arcén de la acera, Vickers tropezó y cayó despatarrado. El instinto le hizo erguirse en cuatro patas. Echó una mirada de soslayo al patrullero: estaba casi sobre él, no podría levantarse a tiempo.
Una mano surgió de la nada, lo tomó del brazo y tiró de él. Se sintió impulsado hacia la acera como por una catapulta. Otro patrullero giró en la esquina, patinando y chirriando, casi como si el primero hiciera una nueva entrada. La multitud corría desesperadamente en todas direcciones. La mano que había salvado a Vickers lo sostuvo por el brazo, ayudándole a erguirse. El escritor vio entonces a aquel personaje por primera vez; era un hombre vestido con un jersey raído; una vieja herida de cuchillo le cruzaba la mejilla.
—Pronto —dijo el hombre.
La herida se le retorció al hablar; sus dientes brillaron en el rostro sombreado por las patillas. Condujo a Vickers hacia un angosto callejón abierto entre dos edificios. Vickers se agachó, encogiendo los hombros, para ocultarse entre las paredes de ladrillo. El hombre jadeaba a sus espaldas.
—A su derecha —indicó—. Ahí está la puerta.
Vickers hizo girar la manija; la puerta se abrió, revelando un vestíbulo a oscuras. Su compañero entró con él y cerró la puerta. Ambos permanecieron jadeantes en la oscuridad, donde la respiración de los dos palpitaba como un corazón errático.
—Nos salvamos por un pelo —dijo—. Esos policías se están poniendo duros. En cuanto uno empieza un discurso ya...
No acabó la frase. Extendió la mano y tocó a Vickers en el brazo.
—Sígame —dijo—. Cuidado: hay escaleras.
Vickers le siguió a tientas por los peldaños crujientes; el mohoso olor a sótano se tornaba más fuerte con cada escalón que descendían. Al llegar al último su guía apartó una frazada que pendía de algún lado y ambos entraron a un cuarto mal iluminado, con un piano viejo y ruinoso en un rincón y una pila de cajas en otro. En el centro había una mesa en torno a la cual aguardaban cuatro hombres y dos mujeres.
—Oímos las sirenas —dijo uno de los hombres.
—Charley iba muy bien —comentó el de la herida—. La multitud ya tenía ganas de empezar a gritar.
—¿A quién has traído, George? —preguntó otro.
—Huía corriendo y un patrullero estuvo a punto de atropellarlo.
Todos miraron a Vickers con interés.
—¿Cómo se llama usted, amigo? —preguntó George.
Vickers respondió. Alguien preguntó, vacilando:
—¿Es de confianza?
—Estaba allí —respondió George—. Venia huyendo.
—¿Pero es prudente...?
—Es de confianza —dijo George.
Sin embargo Vickers notó que lo afirmaba con demasiada vehemencia, casi con tozudez, como si comprendiera haber cometido un error al llegar con un extraño.
—Tome algo —ofreció uno de los hombres, alcanzando a Vickers una botella por sobre la mesa.
Vickers tomó asiento y aceptó la botella. Una de las mujeres, la más bonita, le dijo:
—Yo soy Sally.
—Encantado de conocerla, Sally.
Miró a cada uno de los otros, pero no los encontró muy dispuestos a presentarse. Alzó la botella para beber; era alcohol barato y se sintió algo sofocado.
—¿Es usted activista? —preguntó Sally.
—¿Cómo dice?
—Pregunto si es activista o purista.
—Es activista —respondió George—. Estaba con todos los demás.
Vickers notó que George transpiraba un poco, temeroso de haber cometido un error.
—Pues no tiene el menor aspecto de serlo —dijo otro de los hombres.
—Es como yo —comentó Sally—. Activista por principios, pero purista por preferencias. ¿Verdad?
—Así es —asintió Vickers—. Creo que está en lo cierto.
Y tomó otro sorbo.
—¿Qué período tiene? —preguntó Sally.
—¿Periodo? ¡Ah, sí, el periodo!
Y recordó la cara pálida y tensa de la señora Leslie pidiéndole consejo sobre algún periodo interesante.
—Carlos II —respondió.
—Ha tardado mucho en responder —observó uno de los hombres, suspicaz.
—Es que tuve varios —explicó Vickers—. A modo de pasatiempo, nada más. Tardé bastante en hallar el que me gustaba.
—Pero se decidió por Carlos II —dijo Sally.
—Así es.
—El mío es el azteca.
—Pero los aztecas...
—Ya lo sé —interrumpió ella—. No es juego limpio ¿verdad? Reconozco que no se sabe gran cosa sobre ellos. Pero así puedo ir inventando. Es mucho más divertido.
—Todo eso es una tontería —observó George—. Cuando no había otra cosa que hacer estaba muy bien eso de andar escribiendo diarios como si uno fuera otra persona; pero ahora tenemos una misión más importante.
—George tiene razón —asintió la otra mujer.
—Son ustedes los activistas quienes están equivocados —retrucó Sally—. En los clubes de ficción el elemento básico es la capacidad de proyectarse fuera del tiempo y del espacio en que vivimos hacia otra época.
—Bueno, oiga —exclamó George—, yo...
—De acuerdo, de acuerdo —prosiguió Sally—; tenemos que trabajar por ese otro mundo. Es precisamente la oportunidad que todos queríamos. Pero eso no significa que debamos abandonar...
—Basta —dijo uno de los hombres, el grandote que ocupaba la cabecera de la mesa—. Acabemos con tanta cháchara. No estamos aquí para eso.