Un cadáver en la biblioteca (17 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—En su caso, no; sufrió daños en la espina dorsal.

—Comprendo. Permítame que haga el resumen otra vez. Jefferson es fuerte y se halla perfectamente en cuanto a los músculos se refiere. ¿Se siente bien y todo eso?

Metcalf movió afirmativamente la cabeza.

—Pero tiene el corazón en mal estado. Cualquier exceso o sacudida, o susto, pudiera matarle. ¿No es eso?

—Poco más o menos. Los excesos le están matando poco a poco, porque no quiere ceder cuando se siente cansado. Eso agrava su estado cardíaco. No es probable que los excesos le maten de repente. Pero una sacudida inesperada o un susto pudieran hacerlo con facilidad. Por eso avisé expresamente a su familia.

El superintendente habló muy despacio:

—Pero lo cierto es que una sacudida no le mató. Quiero decir, doctor, que no podía haber recibido una sacudida más fuerte la que le ha proporcionado este asunto, y sin embargo, está vivo.

El doctor Metcalf se encogió de hombros.

—Ya lo sé. Pero si usted hubiera tenido la experiencia que yo, superintendente, sabría que el historial de los casos demuestra que es imposible pronosticar con exactitud. La gente que debiera morir de susto y exposición no muere de susto y exposición, etc..., etc... El cuerpo humano es más resistente de lo que uno se imaginaría posible. Además, la experiencia me ha demostrado que una sacudida física es fatal con más frecuencia que una sacudida mental. En pocas palabras: es más fácil que un portazo inesperado matase al señor Jefferson, que el conocimiento de que una muchacha a la que él apreciaba hubiese muerto de una forma horrible.

—¿Por qué será eso?

—Una mala noticia casi siempre provoca una reacción defensiva. Entumece o paraliza, por decirlo así, a quien la recibe. No acaba de entrarles, de momento, en la cabeza. Se requiere algo de tiempo para que se filtre y el que la recibe se percate, se empape y la comprenda. Pero un portazo, o que alguien salte de pronto de un armario, o que se le eche encima a uno un automóvil cuando cruza la calle y todas esas cosas son inmediatas en su acción. El corazón da un salto de terror o se le vuelca a uno el corazón, como suelen decir los profanos.

Dijo Harper lentamente:

—Pero que cualquiera sepa, ¿hubiese podido causarle la muerte fácilmente al señor Jefferson la sacudida que el asesinato de la muchacha pudiera proporcionarle?

—Fácilmente —asintió el doctor mirando con curiosidad a su interlocutor—. ¿No creerá usted que...?

—No sé qué creer —respondió Harper con enfado.

2

—Pero reconocerá usted que las dos cosas encajarían bien juntas —le dijo un poco más tarde a sir Enrique Clithering—. Mataría dos pájaros de un tiro. Primero la muchacha... y la noticia de su muerte acaba con el señor Jefferson también... antes de que haya tenido ocasión de cambiar el testamento.

—¿Cree usted que lo cambiará?

—Más probabilidades tendría usted de saber eso que yo. ¿Qué opina?

—No lo sé. Antes de que Rubi Keene apareciese en escena sé que había legado su dinero a Marcos Gaskell y a la señora Jefferson por partes iguales. No veo yo por qué había de cambiar de intención ahora sobre ese particular. Pero claro está, podría hacerlo. Podría dejar su fortuna a un Asilo de Gatos o para ayudar a bailarinas pobres.

El superintendente asintió.

—Cualquiera sabe por dónde va a dar la locura a un hombre... sobre todo cuando no cree que exista obligación moral alguna en cuanto se refiere al reparto de su fortuna. No hay parientes de sangre en este caso.

Dijo sir Enrique:

—Le tiene afecto al niño... a Pedro.

—¿Cree usted que lo considera como nieto suyo? Usted sabrá eso mejor que yo.

—No... no creo que le considere como tal.

—Hay otra cosa que me gustaría preguntarle, señor. Es una cosa que no puedo juzgar por mí mismo. Pero son amigos de usted y usted debiera saberlo. Me gustaría saber exactamente cuánto quiere el señor Jefferson al señor Gaskell y a la señora Jefferson.

—No estoy muy seguro de que lo entienda, superintendente.

—Verá usted... lo que yo quiero saber es: ¿hasta qué punto les aprecia como personas... aparte el parentesco que con ellos le une?

—Ah, comprendo lo que quiere decir.

—Sí, señor. Nadie duda que les tenía mucho afecto a los dos..., pero les tenía cariño, según yo lo veo, porque eran, respectivamente, marido y mujer de su hija y de su hijo. Pero supongamos, por ejemplo, que uno de ellos se hubiera vuelto a casar...

Sir Enrique reflexionó.

—Es un punto interesante el que toca usted. No lo sé. Me inclino a sospechar (ésta es mera opinión mía) que hubiera cambiado mucho su actitud. Les hubiera deseado bien, no les hubiera guardado rencor; pero creo...; sí, sí, estoy bien convencido... de que se hubiera interesado muy poco por ellos ya.

—¿En ambos casos?

—Creo que sí. En el caso del señor Gaskell, casi seguramente, y me inclino a creer que en el caso de la señora Jefferson también... aunque en este caso no es tan seguro como en el otro, yo creo que a ella la quería por ella misma.

—El sexo tendría algo que ver con eso —dijo el superintendente —. Le resultaría más fácil considerarla a ella como hija que al señor Gaskell como hijo. Lo mismo puede decirse en sentido inverso. Las mujeres aceptan a un yerno como si fuera de la familia sin dificultad; pero rara es a la vez en que una mujer considera como hija suya a la mujer de su hijo.

Continuó Harper:

—¿Tiene inconveniente en que vayamos por este camino hasta el campo de tenis? Veo que la señorita Marple está sentada allí. Quiero pedirle que me haga un favor. Mejor dicho, quiero obtener la colaboración de ustedes dos.

—¿En qué forma, superintendente?

—Quisiera que consiguiesen datos que yo no puedo obtener. Desearía que usted abordara a Edwards.

—¿A Edwards? ¿Qué desea de él?

—Todo lo que a usted se le ocurra. Todo lo que sepa y piense. Las relaciones entre los diversos miembros de la familia; lo que él sepa u opine sobre la cuestión de Rubi Keene. Él conocerá mejor que nadie la situación... ¡Vaya si la conocerá! Y no me lo diría a mí. Pero se lo dirá a usted. Porque usted es un caballero y amigo del señor Jefferson. Y pudiera sacarle algo en limpio de todo eso. Es decir, si usted no tiene inconveniente, claro está.

—No tengo inconveniente. Se me ha mandado llamar urgentemente para que descubra la verdad. Tengo la intención de hacer todo lo posible por conseguirlo.

Agregó:

—¿Cómo quiere que le ayude la señorita Marple?

—Con unas muchachas. Algunas de esas exploradoras. Hemos recogido a media docena o así... las que más amistad tenían con Pamela Reeves. Es posible que sepan algo. He estado pensando, ¿sabe? Se me antoja que si esa muchacha iba a los Almacenes Woolworth en realidad, intentaría convencer a alguna de las muchachas para que la acompañara. A las muchachas suele gustarles hacer sus compras acompañadas.

—Sí; creo que tiene usted razón.

—Conque creo posible que lo de Woolworth no fuera más que una excusa. Quiero saber la verdad, dónde iba la muchacha. Quizá haya dejado escapar algo. En caso afirmativo, creo que la señorita Marple es la más indicada para sacarles esa información a las niñas. Entenderá a las muchachas y sabrá cómo tratarlas mejor que yo. Y sea como fuere, las chicas se asustarían de la policía.

—Esa es una clase de problema doméstico que entra de lleno en la especialidad de la señorita Marple. Es muy perspicaz, ¿sabe?

El superintendente sonrió. Dijo:

—Ya lo creo que lo es. Se le escapan muy pocas cosas a la señorita.

La señorita Marple alzó la cabeza al acercarse ellos y les recibió con cordialidad. Escuchó la petición del superintendente y asintió sin vacilar.

—Me gustaría muchísimo ayudarle, superintendente, y creo que quizá
pudiera
serle útil en algo, en efecto. Entre la escuela dominical, ¿sabe?, y la organización infantil y nuestras exploradoras, y el asilo de niños... Formo parte de la Junta, ¿saben?, y voy con frecuencia a charlar un rato con la directora... y las
criadas
... Suelo tener siempre doncellas muy jóvenes. Oh, sí, tengo mucha experiencia en eso y sé distinguir cuándo dice la verdad una muchacha y cuándo me oculta algo.

—Total, que es usted una experta —dijo sir Enrique.

—Oh,
por favor
, no se ría usted de mí, sir Enrique.

—No se me ocurrirá jamás reírme de usted. Ha tenido usted ocasión de reírse de mí con demasiada frecuencia.

—Es que una ve tanta maldad en un pueblo —murmuró la señorita Marple.

—A propósito —dijo sir Enrique—, he aclarado un punto acerca del cual me interrogó usted. El superintendente me dice que fueron hallados recortes de uña en el cesto de los papeles de Rubi.

La señorita Marple dijo pensativa:

—¿Ah, si? Bueno es saberlo...

—¿Por qué deseaba usted saberlo, señorita Marple? —inquirió el superintendente.

—Era una de las cosas que... bueno, que no me parecían
bien
cuando vi el cadáver. Había algo anormal en las manos, y al principio no conseguía adivinar qué era. Luego me di cuenta que las muchachas que se componen mucho suelen llevar las uñas muy largas. Claro está, ya sé que hay muchas muchachas que se muerden las uñas... es una de esas costumbres que cuesta mucho trabajo quitarse. Pero la vanidad contribuye mucho a veces a que se quite una el vicio. Sin embargo, supuse que esa muchacha
no
se había curado. Y luego el niño... me refiero a Pedro, ¿sabe...? dijo algo que demostraba que había tenido las uñas largas, sólo que se le había enganchado una y se la había roto. Conque entonces, claro, podía ser que hubiera recortado las otras para igualarlas y pregunté lo de los recortes y sir Enrique me dijo que lo averiguaría.

Sir Enrique observó:

—Ha dicho usted hace un momento que era "una de las cosas que no le parecían bien cuando vio el cadáver". ¿había alguna otra cosa?

La señorita Marple asintió con un gesto.

—¡Oh, sí! —respondió—: El vestido. El vestido estaba
todo
mal.

Los dos hombres la miraron con curiosidad y sumamente interesados.

—¿Por qué? —inquirió sir Enrique.

—Pues verá, era un vestido viejo. Josita lo dijo bien claramente y yo misma pude comprobar que estaba muy gastado y hasta deshilachado. Eso no puede ser.

—No veo por qué.

Las mejillas de la anciana se colorearon un poco.

—Verá... La idea que se tiene es que Rubi Keene se cambió de vestido para ir a entrevistarse con alguien de quien estaba enamorada.

—Esa es la teoría —asintió el superintendente—. Estaba citada con alguien... con un amigo se supone.

—Entonces —exigió la anciana—, ¿por qué se puso un vestido viejo?

El superintendente se rascó la cabeza, pensativo.

—Comprendo. ¿Usted cree que se hubiera puesto uno nuevo para eso?

—Creo que se pondría el mejor que tuviese. Las muchachas hacen eso.

Sir Enrique intervino.

—Sí, pero escuche, señorita Marple. Supóngase que marchara fuera a esa cita. En coche abierto, quizá, o a pie por un mal camino. En tal caso no querría correr el riesgo de estropear un vestido nuevo y se pondría uno viejo.

—Eso sería lo sensato —asintió el superintendente.

La señorita Marple se volvió hacia él. Habló con animación:

—Lo sensato seria ponerse pantalón y jersey, o un traje sastre de mezclilla. Eso, claro está (no quiero ser reo de snobismo, pero me temo que es inevitable), eso es lo que una muchacha de... de nuestra clase haría. Una muchacha bien criada —continuó la anciana, animándose más— siempre procura llevar la ropa adecuada para cada ocasión. Quiero decir que por muy caluroso que fuera el día, una muchacha bien criada jamás se presentaría en una cacería con un vestido de seda adornado con flores.

—¿Y cuál es el vestido adecuado para encontrarse con un novio? —preguntó sir Enrique.

—Si le iba a ver dentro del hotel o en algún sitio donde se llevara traje de noche, se pondría su mejor traje de noche, naturalmente... pero fuera, le parecería que estaría ridícula con un traje de noche y se pondría el traje de deporte más atractivo que poseyera.

—Concedido, Reina de la Moda; pero Rubi...

Atajó la señorita Marple:

—Rubi, claro, no era... bueno, hablando en plata... Rubi no era una señora. Pertenecía a una clase que se pone la mejor ropa que tiene por muy poco en consonancia que esté con la ocasión. El año pasado, ¿sabe?, salimos de excursión a las Peñas del Serantor y merendamos allí. Le hubiera sorprendido ver cuan fuera de lugar estaban los vestidos que llevaban las muchachas. Vestidos de seda fina, zapatos de charol, adornadísimos sombreros algunas de ellas... Para escalar rocas y andar por entre aulagas y brezos... Y los jóvenes se pusieron los mejores trajes que tenían. Claro está, el andar por carretera es distinto. Para eso casi hay un uniforme... y las muchachas no parecen darse cuenta que el pantaloncito corto les sienta muy mal, a menos que sean muy bien formadas.

El superintendente dijo con lentitud:

—Y usted cree que Rubi Keene...

—Yo creo que se hubiera dejado puesto el vestido que llevaba... el de color rosado. Sólo se lo hubiese cambiado de haber tenido uno más nuevo aún.

Preguntó Harper:

—¿Qué explicación le da usted a eso, señorita Marple?

Contestó la anciana:

—No he encontrado una explicación aún. Pero no puedo menos de pensar que es importante.

3

Dentro de la jaula de alambre, la lección de tenis que Raimundo Starr estaba dando había terminado.

Una mujer gruesa, de edad madura, emitió unos cuantos chirridos de agradecimiento, recogió una chaqueta azul celeste y empezó a caminar hacia el hotel.

Raimundo gritó unas palabras alegres tras ella. Luego se volvió hacia el banco en que estaban sentados los tres espectadores. Llevaba las pelotas de tenis en una redecilla que le colgaba de la mano y la raqueta debajo del brazo. La expresión alegre y riente desapareció de su rostro como si se la hubiera borrado con una esponja. Parecía cansado y preocupado.

—Eso se acabó por lo menos.

Luego volvió a aparecer la sonrisa, aquella sonrisa encantadora, juvenil, expresiva, que tanto armonizaba con su atezado rostro y moreno y ágil garbo.

Sir Enrique se preguntó qué edad tendría aquel hombre. ¿Veinticinco, treinta, treinta y cinco? Resultaba imposible adivinar. Raimundo dijo, sacudiendo un poco la cabeza:

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