Un cadáver en la biblioteca (18 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Esa no aprenderá a jugar nunca.

—Todo esto debe ser lo más aburrido para usted —dijo la señorita Marple.

—Lo es a veces. Sobre todo a fines de verano. Durante algún tiempo el pensar en la paga le anima a uno, pero ni eso logra estimular la imaginación final.

El superintendente se puso en pie. Dijo bruscamente:

—Pasaré a buscarla dentro de media hora, señorita Marple. ¿Le parece bien?

—Muy bien, gracias. Estaré preparada.

Harper se fue. Raimundo se quedó mirando tras él. Luego preguntó:

—¿Desean algo de mí?

—Siéntese —dijo sir Enrique—. ¿Quiere un cigarrillo?

Le ofreció la pitillera, preguntándose al mismo tiempo por qué experimentaba cierta sensación de prejuicio contra Raimundo Starr. ¿Sería simplemente porque era profesor de tenis y bailarín profesional? Si tal era el caso, no seria por el tenis, sino por el baile. Los ingleses, decidió sir Enrique, desconfiaban de todo hombre que bailara demasiado bien. Aquel hombre se movía con demasiada gracia. Ramón... Raimundo..., ¿cuál sería su nombre? Hizo la pregunta bruscamente.

Al otro pareció caerle en gracia.

—Ramón fue el nombre primitivo profesional. Ramón y Josita... Se daba la sensación así de que se trataba de una pareja española. Luego hubo una especie de prejuicio contra todo lo extranjero... Conque me convertí en Raimundo... muy británico...

La señorita Marple dijo:

—¿Y su nombre es en realidad muy distinto?

Él sonrió.

—Me llamo Ramón, en efecto. Mi abuela era argentina, ¿comprende...? Pero mi nombre de pila es Tomás. ¿Verdad que es prosaico?

Se volvió a sir Enrique.

—Usted es del Devonshire, ¿verdad, caballero? ¿De Stande? Mi familia vivía por allí, en Alsmonston.

El rostro de sir Enrique se animó.

—¿Es usted uno de los Starr de Alsmonston? No había pensado en esa posibilidad.

—No... no creí que lo pensara.

Había algo de amargura en su voz.

Sir Enrique dijo con cierto embarazo:

—Mala suerte... ah... y todo eso.

—¿El que hubiera de vender la casa después de pertenecer trescientos años a la familia? Sí que lo fue bastante. Sin embargo, los de nuestra clase han de desaparecer, supongo. Hemos dejado de ser útiles al mundo. Mi hermano mayor marchó a Nueva York. Está metido en el negocio editorial y le va bien. Los demás estamos dispersados por todo el Globo. Es difícil encontrar trabajo hoy en día cuando lo único que puede decir uno a su favor es que ha recibido una educación universitaria. A veces, si tiene uno suerte, le ofrecen trabajo de encargado de recibir a los viajeros en un hotel. Los modales universitarios sí tienen aplicación allí. La única colocación que yo pude conseguir fue de encargado de la exportación de una casa de lampistería, fontanería y artículos sanitarios. Para vender baños soberbios de porcelana color de melocotón y de color de limón. Tenía unas salas enormes; pero como yo nunca me sabia el precio de los artículos ni cuándo podían ser entregados, acabaron despidiéndome.

»Las únicas cosas que sí que sabía hacer eran bailar y jugar al tenis. Me contrataron en un hotel de la Costa Azul. Allí se ganaba dinero. Me iba bastante bien. Hasta que un día oí a un coronel, un coronel de verdad, increíblemente viejo, inglés hasta la médula y que siempre estaba hablando de la India. Se acercó al gerente y le preguntó a voz en grito:

“—¿Dónde está el
gigoló
? Quiero encontrar al
gigoló
. Mi esposa y mi hija quieren bailar, ¿sabe? ¿Dónde está el tipo ese? ¿Cuánto le clava a uno por bailar? Es el
gigoló
a quien busco.

Raimundo prosiguió:

—Fue una estupidez molestarme, pero me molesté, dejé la colocación. Vine aquí. Menos sueldo, pero trabajo más agradable. Casi todo se reduce a enseñar tenis a mujeres redondas que nunca, nunca, nunca podrán jugarlo. A eso y a bailar con las hijas de clientes adinerados a las que nadie quiere por pareja. Bueno, la vida es así, supongo. ¡Perdonen que les haya estado contando lástimas!

Rió. Le destellaron los blancos dientes, sonrieron sus ojos. Pareció de pronto sano, feliz y exuberante de vida.

Dijo sir Enrique:

—Me alegro de haber tenido esta ocasión. Tenia ganas de hablar con usted.

—¿Acerca de Rubi Keene? No puedo ayudarle. No sé quién la mató. Sabia muy poco de ella. No me hizo depositario de sus confidencias.

La señorita Marple preguntó:

—¿La encontraba usted simpática?

—No gran cosa. Pero tampoco la encontraba antipática.

Dijo sir Enrique:

—Conque... ¿no puede sugerir nada?

—Me temo que no... Se lo hubiera dicho a Harper de haber podido. A mi se me antoja uno de esos crímenes de baja estofa... sin indicios, sin móviles.

—Dos personas tenían motivos para cometerlo —dijo la señorita Marple.

Sir Enrique la miró vivamente.

Raimundo pareció sorprendido.

—¿De veras?

La señorita Marple miró con insistencia a sir Enrique, y éste dijo a regañadientes:

—La muerte de esa muchacha beneficia probablemente a la señora Jefferson y al señor Gaskell en unas cincuenta mil libras esterlinas.

—¿Cómo? —Raimundo pareció sobresaltado de verdad... y más que sobresaltado... trastornado—. Pero eso es absurdo... completamente absurdo... La señora Jefferson... ninguno de los dos puede haber tenido nada que ver con el asunto. Resultaría increíble pensar en semejante cosa.

La señorita Marple tosió. Dijo con dulzura:

—Me temo, ¿sabe?, que es usted un poco idealista.

—¿Yo? —rió—. ¡No lo crea! Soy un cínico rematado!

—El dinero —dijo la señorita Marple— constituye un móvil muy poderoso.

—Tal vez —asintió Raimundo, con calor—; pero no admito que ninguno de esos dos estrangulara a una muchacha a sangre fría...

Sacudió negativamente la cabeza.

Luego se puso en pie.

—Aquí está la señora Jefferson. Viene a tomar su lección. Llega tarde —su voz tenia un dejo humorístico—. Viene con diez minutos de retraso.

Adelaida Jefferson y Hugo McLean caminaban rápidamente hacia ellos.

Excusándose sonriente por su retraso, la señora Jefferson siguió hasta el campo. McLean se sentó en el banco. Después de preguntar cortésmente si a la señorita Marple le molestaría el humo, encendió la pipa y fumó unos minutos en silencio, observando a los jugadores.

Dijo por fin:

—No comprendo para qué quiere tomar lecciones Adi. Jugar un partido, sí. Nadie se divierte jugando al tenis más de lo que me divierto yo. Pero, ¿por qué tomar
lecciones
?

—Quiere llegar a jugar mejor —sugirió sir Enrique lentamente.

—No es mala jugadora —respondió Hugo—. Lo bastante buena por lo menos. ¡Qué rayos! ¡No piensa tomar parte en ningún campeonato!

Guardó silencio un minuto o dos. Luego dijo:

—¿Quién es ese Raimundo? ¿De dónde salen esos profesionales? A mi me parece un extranjero.

—Es uno de los Starr del Devonshire —contestó sir Enrique.

—¿Cómo? ¿De veras?

Sir Enrique movió afirmativamente la cabeza. Era evidente que la noticia le resultaba desagradable a McLean. Puso peor cara que nunca.

—No sé por qué me mandó llamar Adi a mí. No parece haberla afectado en absoluto este asunto. En su vida ha tenido mejor aspecto. ¿Por qué mandarme llamar?

Sir Enrique preguntó, con cierta curiosidad:

—¿Cuándo le mandó llamar?

—Oh... ah... cuando sucedió todo esto.

—¿Cómo lo supo usted? ¿Por teléfono o por telegrama?

—Por telegrama.

—Por simple curiosidad..., ¿cuándo fue expedido el telegrama?

—Pues, no lo sé exactamente.

—¿A qué hora lo recibió usted?

—No lo recibí exactamente. Si quiere que le di a la verdad, me telefonearon su contenido.

—Pues, ¿dónde estaba usted?

—Había salido de Londres la tarde anterior. Estaba en Danebury Head.

—¡Cómo...! ¿Aquí cerca?

—Sí; es curioso, ¿verdad? Recibí el mensaje cuando regresé de un partido de golf y vine aquí inmediatamente.

La señorita Marple le miró pensativa. El hombre parecía abochornado, molesto. Dijo ella:

—He oído decir que se está muy bien en Danebury Head y que no es muy caro.

—No; no es caro. No hubiera podido permitirme el lujo de alojarme allí si lo hubiera sido. Es un sitio pequeño y delicioso.

—Hemos de darnos un paseo hasta allí algún día —dijo la señorita Marple.

—¿Eh? ¿Cómo? Oh... ah... sí; yo en su lugar lo haría —se puso en pie—. Más vale que haga un poco de ejercicio... para abrirme el apetito.

Se alejó con cierta rigidez.

—Las mujeres —dijo sir Enrique— tratan a sus devotos admiradores muy mal.

La señorita Marple sonrió sin responder.

—¿Le produce a usted la sensación de ser tenaz? —inquirió sir Enrique—. Me gustaría saberlo.

—Un poco limitado en sus ideas quizá —dijo la señorita Marple—; pero con posibilidades, creo yo... oh, con posibilidades indudablemente.

Sir Enrique se levantó a su vez.

—Ya es hora de que me vaya a hacer mi parte. Veo que la señora Bantry viene aquí a hacerle compañía.

4

La señora Bantry llegó sin aliento y se dejó caer en el asiento.

—He estado hablando con las camareras. Pero de nada sirve. ¡No he descubierto en absoluto nada más! ¿Crees tú que esa muchacha puede haber tenido de verdad relaciones con alguien sin que todo el mundo en el hotel estuviera enterado?

—Ése es un punto muy interesante, querida. Yo diría rotundamente que no. ¡
Alguien
lo sabe, ten la completa seguridad de ello, si es verdad! Pero tiene que haber hecho las cosas con mucha habilidad.

La atención de la señora Bantry había vagado hacia el campo de tenis. Dijo con aprobación:

—Adi está haciendo grandes progresos en tenis. Es un joven muy atractivo ese profesional. Adi está la mar de linda. Aun es una mujer atractiva... No me sorprendería nada que se volviera a casar.

—Será una mujer rica también cuando se muera el señor Jefferson —dijo la señorita Marple.

—¡Oh, no tengas siempre una mentalidad tan desagradable, Juana! ¿Por qué no has resuelto este misterio ya? No parecemos hacer el menor progreso. Yo creí que lo sabrías
inmediatamente
.

La señora Bantry hablaba en tono de reproche.

—No, no, querida. No lo supe inmediatamente... Tardé algún tiempo.

La señora Bantry la miró con sobresalto.

—¿Quieres decir con eso que sabes ahora quién mató a Rubi Keene?

—¡Oh, si! Eso lo sé.

—Pero, Juana, ¿quién es? ¡Dímelo en seguida!

La señorita Marple sacudió la cabeza con firmeza.

—Lo siento, Dorotea, pero eso no resultaría bien.

—¿Por qué no resultaría bien?

—Porque eres tan indiscreta... Irías por ahí diciéndoselo a todo el mundo... O si no lo decías, lo
insinuarías
.

—No lo creas. No se lo diría ni al gato.

—La gente que usa esa frase es la que nunca cumple su promesa. Es inútil, querida. Queda mucho camino que andar aún. Hay muchas cosas que siguen siendo muy oscuras. ¿Recuerdas cuando me opuse tanto a que la señora Patridge recaudara para la Cruz Roja y no pude decir
por qué
? Pues fue porque se le contrajo la mano de la misma manera que se le contraía a mi doncella Alicia cuando la mandaba a pagar los libros. Siempre pagaba un chelín de menos y les decía que podían agregarlo a la cuenta de la semana siguiente. Y eso fue, claro está, lo que hizo la señora Patridge exactamente, sólo que en mayor escala. Setenta y cinco libras esterlinas fueron las que ella malversó.

—Déjate ahora de la señora Patridge —dijo la señora Bantry.

—Es que tenía que explicarte mis razones. Y si quieres, te
insinuaré
algo acerca de lo que quieres saber. El error en este caso es que todo el mundo ha sido excesivamente
crédulo
. No puede una permitirse el lujo de creerse todo lo que la gente diga. Cuando hay algo sospechoso yo no creo a nadie. Y es porque conozco la naturaleza humana muy bien.

La señora Bantry guardó silencio unos minutos. Luego dijo, en distinto tono de voz:

—Te lo dije, ¿verdad?, que no veía por qué no había de divertirme en este asunto. ¡Un asesinato de verdad en mi casa! La clase de cosa que no volverá a ocurrir.

—Espero que no.

—Y yo también. Con una vez basta. Pero es mi asesinato, Juana. Quiero sacarle toda la diversión posible.

La señorita Marple le dirigió una mirada.

La señora Bantry le preguntó retadora:

—¿No me crees, Juana?

Dijo la señorita Marple con dulzura:

—Claro que sí, Dorotea, si tú me lo aseguras.

—Sí; pero tú nunca crees lo que te dice la gente, ¿verdad? Acabas de decirlo tú misma. Bueno, pues tienes muchísima razón.

La voz de la señora Bantry adquirió de pronto un dejo de amargura. Dijo:

—No soy tonta del todo. Podrás creer, Juana, que no sé lo que están diciendo por todo Saint Mary Mead... ¡por toda la comarca! Están diciendo todos, todos sin excepción, que no hay humo sin fuego; que si la muchacha fue hallada en la biblioteca de Arturo, Arturo tiene que saber algo del asunto. Están diciendo que la muchacha era la amante de Arturo... que era su hija ilegítima... que le estaba haciendo víctima de un
chantaje
... ¡Están diciendo todo lo que se les ocurre! Y continuarán así. Arturo no se dará cuenta al principio... No sabrá lo que ocurre. Es tan buenazo y tan tonto, que jamás creería que la gente fuera capaz de pensar semejantes cosas de él. Le harán desprecios, le mirarán por encima del hombro, y se irá dando cuenta poco a poco. Y de pronto quedará horrorizado y herido en lo más profundo de su alma. Y callará como una ostra y se limitará a
aguantar
día tras día el tormento.

»Es precisamente por todo lo que le va a ocurrir a él por lo que he venido aquí a husmear y desenterrar todos los datos que pueda acerca del asunto. ¡Es preciso aclarar este misterio! De lo contrario, la vida de Arturo quedará truncada... y me niego a consentir que ocurra esto. ¡Me niego! ¡Me niego! ¡Me niego!

Calló un momento y agregó luego:

—No
consentiré
que el pobre sufra los tormentos del infierno por algo que no hizo. Ésa es la única razón de que viniera yo a Danemouth y le dejara a él solo en casa: vine a descubrir la verdad.

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