Ahogó una protesta de su cuñada.
—Es inútil. Adi; sé lo que sientes. Yo siento lo mismo. Y ¡no pienso fingir! Pero, al propio tiempo, si entienden lo que quiero decir, estoy la mar de preocupado por Jeff. El golpe ha sido rudo para él. Lo ha tomado muy a pecho. Yo...
Calló y miró hacia las puertas que conducían del salón a la terraza.
—¡Vaya, vaya... mira quién está ahí! ¡Qué mujer más poco escrupulosa eres, Adi!
La señora Jefferson miró por encima del hombro, soltó una exclamación y se puso en pie con las mejillas levemente encendidas. Cruzó rápidamente la terraza y se acercó a un hombre alto, de edad madura y cara delgada, morena, que miraba con incertidumbre a su alrededor.
La señora Bantry preguntó:
—¿No es ése Hugo McLean?
Marcos Gaskell contestó:
—Hugo McLean, en efecto, alias Guillermo Dobbin. El mismo.
La señora Bantry murmuró:
—Es muy fiel, ¿verdad?
—De una fidelidad perruna —contestó Marcos—. Adi no tiene más que silbar, y Hugo acude al trote, de cualquier parte del globo terráqueo. Siempre tiene la esperanza de que algún día se casará con él. Y probablemente lo hará.
La señorita Marple les miró con cara radiante. Exclamó:
—Comprendo. ¿Un amor romántico?
—Como los buenos de antaño —le aseguró Gaskell—. Dura años ya. Adi es una mujer así.
Agregó, musitando:
—Supongo que Adi le telefonearía esta mañana. No me había dicho nada.
Edwards cruzó discretamente la terraza y se detuvo junto a Marcos.
—Perdone, señor. El señor Jefferson quisiera que subiese usted.
—Iré inmediatamente —respondió el hombre, poniéndose en pie de un brinco.
Se despidió de los otros con un movimiento de cabeza.
—Hasta más tarde —dijo, y se fue.
Sir Enrique se inclinó respetuosamente hacia la señorita Marple.
Preguntó:
—Bien. ¿Qué opina usted de los principales beneficiados por el crimen?
La señorita Marple respondió, pensativa, mirando a Adelaida Jefferson mientras que ésta hablaba con su viejo amigo.
—Yo diría, ¿sabe?, que es una madre muy amante.
—Sí que lo es —aseguró la señora Bantry—. Idolatra a Pedro.
—Es la clase de mujer a quien todo el mundo quiere. La clase de mujer que podría seguir casándose vez tras vez. No quiero decir que sea mujer
de un hombre...
eso es completamente distinto.
—Ya sé lo que quiere decir —dijo sir Enrique.
—Lo que quieren decir los dos —intervino la señora Bantry— es que sabe escuchar.
Sir Enrique rió. Dijo:
—¿Y Marcos Gaskell?
—¡Ah! —dijo la señorita Marple—, él es un hombre astuto.
—¿Paralelo rural, haga el favor?
—El señor Cargill, contratista de obras. Enredó a la mar de gente convenciéndola de que debían hacer ciertas reformas en su casa con las que jamás habían soñado. Y, ¡cómo supo cobrárselas! Pero siempre conseguía justificar sus cuentas con excusas plausibles. Un hombre astuto. Se casó con una mujer de dinero. Lo mismo hizo el señor Gaskell, según tengo entendido.
—Le quiere usted poco.
—Todo lo contrario. Le querrían la mayoría de las mujeres. Pero a mí no me engaña. Es una persona muy atractiva, en mi opinión. Aunque algo imprudente, quizá, por hablar tanto como habla.
—Imprudente es la palabra —asintió sir Enrique—. Marcos se va a meter en un lío como no ande con cuidado.
Un joven alto, moreno, vestido de blanco, subió los escalones de la terraza y se detuvo un instante observando a Adelaida Jefferson y a Hugo McLean:
—Y ése —dijo sir Enrique— es X, a quien podemos describir como parte interesada. Es el profesional del tenis y del baile: Raimundo Starr, pareja de Rubi Keene.
La señorita Marple le miró con interés. Dijo:
—Es muy bien parecido, ¿verdad?
—Supongo que sí.
—No sea absurdo, sir Enrique —dijo la señora Bantry—, no hay suposición que valga. Es bien parecido.
La señorita Marple murmuró:
—La señora Jefferson ha estado tomando lecciones de tenis, creo que dijo.
—¿Quieres decir algo con eso, Juana, o no quieres decir nada?
La señorita Marple no tuvo ocasión de contestar. El pequeño Pedro Carmody cruzó la terraza y se reunió con ellos. Se dirigió corriendo hacia sir Enrique.
—Oiga, ¿es usted detective también? Le vi hablar con el superintendente... El gordo es el superintendente, ¿verdad?
—Exacto, hijo mío.
—Y alguien me dijo que usted era un detective importantísimo en Londres. El jefe de Scotland Yard o algo así.
—El jefe de Scotland Yard suele ser un petimetre en las novelas, ¿verdad?
—¡Oh, no! Hoy en día no. El burlarse de la policía se ha pasado de moda ya. ¿No sabe usted aún quién cometió el asesinato?
—Me temo que aún no.
—¿Te diviertes mucho con todo esto, Pedro? —inquirió la señora Bantry.
—Pues sí, bastante. Resulta un cambio, ¿verdad? He estado rondando por ahí a ver si encontraba algún indicio; pero no he sido afortunado. Tengo un recuerdo, sin embargo. ¿Le gustaría verlo? Hay que ver, mamá quería que lo tirase. La verdad es que los padres de uno son un poco difíciles de tratar a veces.
Sacó del bolsillo una cajita de cerillas. La abrió y exhibió su precioso contenido.
—¿Ve?
Es una uña. ¡Una uña de la mano de ella!
Voy a ponerle una etiqueta que diga:
Uña de la mujer asesinada
. Y me la llevaré al colegio. Es un buen recuerdo. ¿No le parece?
—¿De dónde la sacaste? —inquirió la señorita Marple.
—Verá... fue una suerte en realidad. Porque, claro está, yo no sabía entonces que la iban a asesinar. Fue antes de la cena de anoche. Rubi se enganchó la uña en el chal de Josita y se la quebró. Mamá se la cortó, me la dio a mí y me dijo que la tirase al cesto de los papeles. Yo pensaba hacerlo, pero me la metí en el bolsillo y esta mañana me acordé de ella y miré a ver si aún la tenía, y seguía en el bolsillo. Conque ahora la guardo como recuerdo.
—¡Repugnante! —dijo la señora Bantry.
Pedro preguntó, con cortesía:
—¿De veras lo cree usted así?
—¿Tienes algún recuerdo más? —preguntó sir Enrique.
—No lo sé. Tengo algo que pudiera serlo.
—Explícate, jovencito.
Pedro le miró, pensativo. Luego sacó un sobre. Del interior extrajo un trozo de cinta parda.
—Es un pedazo de cinta del zapato de Jorge Barlett—explicó—. Vi sus zapatos a la puerta esta mañana y corté un trocito por si acaso pudiera servir de algo.
—Por si acaso, ¿qué?
—Por si acaso fuera el asesino, claro está. Él fue la última persona en verla, cosa que siempre resulta la mar de sospechosa, ¿sabe? ¿Cree usted que es hora de cenar ya? Tengo la mar de apetito. Parece tan largo el tiempo que hay desde la hora del té hasta la hora de la cena... ¡Hola! ¡Ahí está el tío Hugo! No sabía que mamá le hubiese pedido a él que viniera. Supongo que le llamaría ella. Siempre lo hace cuando se encuentra en un atolladero. Ahí viene Josita. ¡Eh, Josita!
Josita Turner, que cruzaba la terraza, se detuvo y pareció sobresaltarse al ver a la señora Bantry y a la señorita Marple.
La señora Bantry dijo agradablemente:
—¿Cómo está usted, señorita Turner? ¡Hemos venido a hacer de sabuesas!
Josita miró a su alrededor con embarazo. Dijo, bajando la voz:
—Es terrible. Nadie lo sabe aún. Quiero decir que aún no lo han publicado los periódicos. Supongo que cuando lo hagan, todo el mundo empezará a hacerme a mí preguntas, lo que resultará la mar de embarazoso. No sé lo que debiera decir.
Miró con cierta nostalgia a la señorita Marple, que contestó:
—Sí, me temo que va a ser una situación muy difícil para usted.
Josita se conmovió un poco ante aquellas palabras de simpatía.
—Es que, ¿sabe?, el señor Prescott me dijo: "No hable del asunto." Y todo eso está muy bien, pero es seguro que todo el mundo me preguntará y una no puede desairar a la gente, ¿verdad? El señor Prescott me dijo que esperaba que me sentiría capaz de continuar como de costumbre... y no lo dijo de una manera muy agradable. Conque, claro, quiero hacer todo lo que pueda. Y la verdad es que no veo yo por qué me han de echar la culpa de todo a mí.
Sir Enrique dijo:
—¿Le importa a usted que le haga una pregunta con toda franqueza, señorita Turner?
—Oh, pregúnteme usted lo que quiera.
—¿Ha habido disgusto alguno entre usted, la señora Jefferson y el señor Gaskell con motivo de todo esto?
—¿Con motivo del asesinato quiere decir?
—No; no me refiero al asesinato.
Josita se retorció los dedos. Dijo con cierta brusquedad:
—Mire, lo ha habido y no lo ha habido, si es que usted me comprende. Ninguno de los dos ha dicho nada. Pero creo que me echaban a mí la culpa... por haberse encaprichado tanto el señor Jefferson con Rubi, quiero decir. No era culpa mía, sin embargo, ¿no le parece? Esas cosas suceden y jamás había soñado por anticipado con que pudiera suceder. Que... quedé estupefacta.
Sus palabras sonaban con lo que parecía una sinceridad innegable.
Sir Enrique dijo bondadosamente:
—Lo creo. Pero, ¿y una vez que
hubo
sucedido?
Josita irguió la cabeza.
—Fue una verdadera suerte, ¿no le parece? Todo el mundo tiene derecho a que le favorezca la suerte alguna vez.
Miró de una a otro con aire de reto y luego continuó su camino y entró en el hotel.
Pedro dijo, con aire de juez:
—Yo no creo que lo hiciese
ella
.
La señorita Marple murmuró:
—Es interesante ese pedazo de uña. Me había estado preocupando a mí... cómo explicar las uñas.
—¿Uñas? —dijo sir Enrique.
—Las uñas de la difunta —explicó la señora Bantry—. Eran
cortísimas
y, ahora que lo dice Juana, claro que era un poco improbable. Una muchacha así suele tener verdaderas garras por uñas.
La señorita Marple dijo:
—Pero, claro, si se arrancó una, es posible que se recortara las otras para que hicieran juego. ¿Encontraron recortes de uñas en su cuarto? Me gustaría saberlo.
Sir Enrique la miró con curiosidad.
—Se lo preguntaré al superintendente Harper cuando vuelva.
—Cuando vuelva, ¿de dónde? —inquirió la señora Bantry—. No habrá marchado a Gossington, ¿eh?
Sir Enrique contestó con voz solemne:
—No; ha habido otra tragedia. Un coche incendiado en una cantera.
La señorita Marple contuvo el aliento.
—¿Había alguien en el coche?
—Me temo que sí..., sí.
La señorita Marple dijo, pensativa:
—Supongo que será la exploradora cuya desaparición se denunció... Paciencia... no, Pamela Reeves.
Sir Enrique la miró fijamente.
—Y, ¿cómo se le ocurre a usted pensar eso, señorita Marple?
Las mejillas de la anciana se tiñeron levemente de carmín.
—Pues... se anunció por "radio" que faltaba de su casa... desde anoche. Y vivía en Dageleigh Vale. Eso no está muy lejos de aquí. Y se la vio por última vez en la reunión de la Organización Femenina de Exploradores en Danebury Downs. Eso está muy cerca. Es más, tendría que pasar por Danemouth para volver a su casa. Conque encaja bastante bien, ¿no le parece? Quiero decir que a lo mejor vio... y oyó... algo que no se quería que oyese ni viese nadie. Si ocurrió eso, claro está, resultaría peligrosa para el asesino y habría que... eliminarla. Dos cosas así tienen que estar relacionadas: ¿no lo cree?
Sir Enrique bajó la voz.
—¿Cree usted... en un segundo asesinato?
—¿Por qué no? —La plácida mirada se encontró con la suya—. Cuando una persona ha cometido un asesinato, no retrocede ante otro, ¿no le parece? Ni ante un tercero siquiera.
—¿Un tercero? ¿No creerá usted que se va a cometer un tercer asesinato, supongo?
—Lo creo posible... Sí, creo que es muy posible.
—Señorita Marple —dijo sir Enrique—, usted me asusta. ¿Sabe quién va a ser asesinado?
Replicó la anciana:
—Tengo una idea bastante aproximada.
El superintendente Harper contempló el montón de metal chamuscado y retorcido. Un automóvil incendiado siempre resulta un espectáculo desagradable, aun cuando no lo empeorara la presencia de un cadáver chamuscado y ennegrecido.
La Cantera de Venn era un lugar apartado, lejos de toda vivienda humana. Aunque sólo se encontraba, en realidad, a dos millas de Danemouth en línea recta, se llegaba a ella por uno de esos caminos estrechos, retorcidos, llenos de surcos y baches, poco más que un camino de herradura, que no conducía a ninguna parte más que a la propia cantera. Hacía mucho tiempo ya que no se trabajaba en la cantera y las únicas personas que se internaban por aquel camino eran los ocasionales visitantes que acudían en busca de zarzamoras. Como lugar para abandonar un coche resultaba ideal. El automóvil no se hubiera encontrado en mucho tiempo a buen seguro, de no haber sido porque quiso la casualidad que el resplandor del incendio fuera visto por Alfredo Biggs, labriego que iba camino de su trabajo.
Alberto Biggs seguía allí, aun cuando todo lo que tenía que contar había sido oído algún tiempo antes; pero siguió repitiendo el emocionante relato con cuantos adornos se le iban ocurriendo.
—¡Maldita sea mi estampa!, me dije, ¿qué diablos es eso? Un resplandor. Un resplandor en el cielo. Puede ser una hoguera, me dije; pero, ¿a quién se le iba a ocurrir encender una hoguera en la Cantera de Venn? No, me dije, digo: es un gran incendio, eso es seguro. Pero, ¿qué rayos puede ser?, me dije. No hay ninguna casa ni granja por ese lado. Digo, dije: está por la Cantera de Venn, dije, ahí es donde está, seguro. No sabia exactamente lo que debía hacer; pero viendo que el policía Gregg llegaba en aquel momento en su bicicleta, le dije lo que había visto. Se había apagado para entonces, pero le dije. Un resplandor muy grande en el cielo, le dije. Quizá sea un almiar, le dije. Pero nunca se me ocurrió que pudiera ser un automóvil... y mucho menos que se pudiera estar quemando vivo alguien dentro. Es una tragedia horrible.
La policía de Glenshire había estado trabajando aprisa. Se habían hecho fotografías, tomándose cuidadosamente nota de la posición del cuerpo carbonizado antes de que el forense hubiera dado principio a su propia investigación.