Un cadáver en la biblioteca (8 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Capítulo VI
1

Ni el conserje de noche ni el dependiente del bar resultaron de gran ayuda. El conserje recordaba haber telefoneado al cuarto de la señorita Rubi Keene poco antes de medianoche sin obtener respuesta. No se había fijado en si el señor Barlett entraba o salía del hotel. Muchos señores y señoritas habían entrado y salido porque la noche era hermosa. Y había puertas laterales en el corredor aparte de la del vestíbulo principal. Estaba bastante seguro de que la señorita Keene no había salido por la puerta principal; pero, si había bajado de su cuarto, que estaba en el primer piso, había una escalera al lado mismo de la habitación y una puerta al final del pasillo que conducía a la terraza lateral. Hubiera podido salir fácilmente por allí sin ser vista. No se cerraba con llave hasta terminar el baile, ya a las dos de la madrugada.

El dependiente recordaba que el señor Barlett había estado en el bar la noche anterior, pero no podía asegurar a qué hora. A mediados de la noche en su opinión. El señor Barlett se había sentado junto a la pared con cara de tristeza. No sabía cuánto tiempo había estado allí. Había habido mucho trasiego de gente de la calle y del mismo hotel. Se había fijado en el señor Barlett, pero no podía dar idea exacta de la hora en modo alguno.

2

Cuando salían del bar, les abordó un niño de unos nueve años de edad. Rompió a hablar muy de prisa, excitado.

—Oigan, ¿son ustedes detectives? Yo soy Pedro Carmody. Fue mi abuelo el señor Jefferson el que telefoneó a la policía lo de Rubi. ¿Son de Scotland Yard? No les importará que yo les hable, ¿verdad?

El coronel Melchett parecía a punto de contestar con brusquedad; pero el superintendente Harper intervino. Habló con benignidad y cordialmente.

—No te preocupes, muchacho. Te interesa, naturalmente, ¿verdad?

—Ya lo creo que sí. ¿Le gustan las novelas policíacas? A mí, sí. Las leo todas. Y tengo el autógrafo de Dorothy Sayers, y de Agatha Christie, y de Dickinson Carr, y de H. C. Bailey. ¿Se publicará el asesinato en los periódicos?

—Ya lo creo que se publicará en los periódicos —respondió con ceño el superintendente.

—Es que voy a volver al colegio la semana que viene, ¿sabe...? y les diré a todos que yo la conocía... que la conocía de verdad
muy bien
.

—¿Qué opinabas de ella, eh?

Pedro lo pensó.

—Pues, verá; no me era muy simpática. Yo creo que era una muchacha bastante estúpida. Mamá y tío Marcos tampoco sentían por ella mucha simpatía. Sólo el abuelo. Y a propósito: mi abuelo quiere verles. Edwards les anda buscando.

Harper murmuró animador:

—¿Conque tu mamá y tu tío Marcos no le tenían mucha simpatía a Rubi Keene? ¿Por qué?

—Oh, no lo sé. Siempre andaba entrometiéndose. No les gustaba que el abuelo se preocupara tanto por ella y le tuviese tantas atenciones. Supongo —agregó Pedro alegremente— que se alegrarán de que haya muerto.

Harper le miró pensativo. Preguntó:

—¿Les oíste tú... eh... decir eso?

—Eso exactamente, no. Tío Marcos dijo: "Bueno, por lo menos, esa es una solución." Mamá dijo: "Sí, pero una solución horrible." Tío Marcos dijo que no había por qué ser hipócritas.

Los hombres se miraron. En aquel instante se acercó a ellos un hombre afeitado, bien vestido, con traje azul.

—Perdonen, señores. Soy el ayuda de cámara del señor Jefferson. Está despierto ya y me ha mandado en busca de ustedes porque tiene muchas ganas de verles.

Volvieron a subir a la serie de habitaciones de Conway Jefferson. En la sala Adelaida Jefferson hablaba con un hombre alto, inquieto, que se paseaba nervioso por el cuarto. Se volvió bruscamente para ver a los recién llegados.

—Ah, sí. Me alegro de que hayan venido. Mi suegro ha estado preguntando por ustedes. Está despierto ahora. Procuren mantenerle tan tranquilo como sea posible, ¿quieren? No goza de muy buena salud. Es un milagro, en realidad, que esta impresión no le haya mandado al otro barrio.

Harper dijo:

—No tenía yo idea de que anduviera tan mal de salud como todo eso.

—Ni él mismo lo sabe —contestó Marcos Gaskell—. Padece del corazón. El médico advirtió a Adelaida que no se le debía excitar ni sobresaltar demasiado. Insinuó más o menos claramente, que podría alcanzarle la muerte en cualquier momento. ¿Verdad, Adi?

La señora Jefferson asintió con la cabeza. Dijo:

—Es increíble que haya logrado reponerse de la manera que lo ha hecho.

Melchett respondió con sequedad:

—El asesinato no es precisamente un incidente apaciguador. Tendremos todo el cuidado que nos sea posible.

Mientras hablaba había estado estudiando a Marcos Gaskell. No le encontró muy simpático. Un rostro osado, sin escrúpulos, como el de un halcón. Uno de esos hombres que suelen salirse con la suya y a quienes las mujeres admiran.

—Pero no es la clase de hombre de quien yo me fiaría —pensó el coronel—. Sin escrúpulos, he aquí la descripción exacta. La clase de hombre capaz de todo...

3

En la alcoba que daba al mar, Conway Jefferson estaba sentado en un sillón de ruedas, junto a la ventana.

Tan pronto como se hallaba uno en el cuarto con él, se daba cuenta del poder y magnetismo de aquel hombre. Era como si las heridas que le habían convertido en inválido hubieran dado por resultado concentrar la vitalidad del destrozado cuerpo en un foco más pequeño e intenso.

Tenía una hermosa cabeza, levemente canosa la roja cabellera. El rostro era áspero y potente, muy atezado, y los ojos de un azul sorprendente. No se observaba en él huella alguna de enfermedad ni debilidad. Las profundas arrugas que surcaban su semblante eran huellas de sufrimiento, mas no de debilidad. Aquél era un hombre que jamás despotricaría contra la suerte, sino que la aceptaría y seguiría adelante hasta la victoria.

Dijo:

—Me alegro de que hayan venido.

Su rápida mirada les examinó. Le dijo a Melchett:

—¿Usted es el jefe de policía de Radfordshire? Bien. ¿Y usted el superintendente Harper? Siéntense. Hay cigarrillos sobre la mesa.

Le dieron las gracias y se sentaron. Melchett dijo:

—Tengo entendido, señor Jefferson, que tenía usted interés por la difunta.

Una rápida y retorcida sonrisa cruzó el arrugado rostro.

—Sí... ¡todos le habrán dicho eso! Bien; no es un secreto. ¿Qué le ha contado mi familia?

Miró rápidamente de uno a otro al hacer la pregunta.

Fue Melchett quien respondió.

—La señora Jefferson nos dijo muy poca cosa fuera de que la charla de la muchacha le divertía a usted y que era una especie de protegida suya. Sólo hemos hablado media docena de palabras con el señor Gaskell.

Conway Jefferson sonrió.

—Adi es una mujer muy discreta, bendita sea. Marcos probablemente hubiese hablado con mayor claridad. Creo, Melchett, que será mejor que le cuente algunas cosas detalladamente. Es importante para que comprenda usted mi actitud. Y para empezar, es necesario que haga historia, volviendo a la gran tragedia de mi vida. Hace ocho años, perdí a mi mujer, a mi hijo y a mi hija en un accidente de aviación. Desde entonces he sido como un hombre que ha perdido la mitad de sí mismo... y no me refiero a mi estado físico, por cierto. Yo era hombre muy casero, muy amante de mi familia. Mi nuera y mi yerno han sido buenos conmigo. Han hecho todo lo posible por ocupar los lugares que dejaron vacantes los de mi propia sangre. Pero me he dado cuenta, sobre todo en estos últimos tiempos, que tienen, después de todo, sus propias vidas que vivir.

»Conque ha de comprender que esencialmente soy un hombre solo. Me gustan los jóvenes. Disfruto en su compañía. Una o dos veces he llegado a pensar en adoptar a algún muchacho o alguna muchacha. Durante el pasado mes me hice muy amigo de la criatura que ha muerto. Era natural... tan ingenua. Charlaba y charlaba de su vida y de su experiencia... del teatro, de sus viajes con algunos cómicos de la legua, de su vida con papá y mamá cuando era niña, en pensiones baratas. ¡Una vida tan distinta a la que yo he conocido! Sin quejarse jamás; sin encontrarla nunca miserable. Una muchacha natural, resignada trabajadora, sin mancilla, y encantadora. No una señora quizá; pero a Dios gracias, no era ordinaria ni tampoco "aseñoritada".

»Cada día le cobré más afecto a Rubi, y decidí, señores, adoptarla legalmente. Se convertiría, según la Ley, en hija mía. Espero que eso explicará lo mucho que me preocupaba por ella y los pasos que di en cuanto me enteré de su inexplicable desaparición.

Hubo una pausa. Luego el superintendente Harper, cuya voz exenta de emoción quitaba a la pregunta toda posibilidad de ofender, inquirió:

—¿Me es lícito preguntar qué dijeron a eso su nuera y su yerno?

Jefferson respondió rápidamente:

—¿Qué podían decir? No les gustaría mucho, quizás. Es la clase de cosa que despierta prejuicios. Pero se portaron muy bien... sí, muy bien. No es como si dependieran de mí, como ustedes comprenderán. Cuando mi hijo Francisco se casó, le doné inmediatamente la mitad de mi fortuna. Soy partidario de eso. No hay que dejar que los hijos aguarden a que uno haya muerto. Quieren el dinero cuando son jóvenes, no cuando han llegado a la edad madura. De igual manera, cuando mi hija Rosamunda se empeñó en casarse con un hombre pobre, le asigné una importante cantidad de dinero, que pasó a manos del marido al morir ella. Conque, como verán ustedes, eso simplificaba el asunto desde el punto de vista económico.

—Comprendo, señor Jefferson —dijo el superintendente.

Se notaba, no obstante, cierta reserva en su tono. Conway Jefferson no la dejó pasar.

—Pero no está usted de acuerdo, ¿eh?

—No soy quién yo para decirlo, señor Jefferson; pero sé por experiencia que las familias no siempre proceden razonablemente.

—Es posible que tenga usted razón, superintendente; pero ha de recordar que el señor Gaskell y la señora Jefferson no son en rigor familia mía. No nos unen lazos de sangre.

—Eso, claro, es muy distinto —reconoció Harper.

Durante unos minutos bailó la risa en los ojos de Conway Jefferson.

Dijo:

—¡Eso no quiere decir que no me creyeran un viejo imbécil! Esa sería la reacción de la mayoría de las personas. Pero no estaba siendo imbécil. Soy buen psicólogo. Con un poco de educación y refinamiento, Rubi Keene hubiera podido ocupar un lugar en cualquier parte.

Melchett dijo:

—Me temo que estamos siendo algo impertinentes y curiosos; pero es importante que conozcamos todos los hechos. ¿Tenía la intención de cuidar del porvenir de la muchacha... es decir, asignarla una cantidad, pero no lo había hecho aún?

Jefferson respondió:

—Comprendo adonde quiere usted ir a parar... la posibilidad de que alguien saliera beneficiado con la muerte de la muchacha. Pero nadie hubiera salido beneficiado. Las formalidades necesarias para adoptarla legalmente habían sido iniciadas, pero no estaban terminadas aún.

Melchett habló lentamente:

—Así, pues, ¿si a usted le sucediera algo...?

Dejó la frase sin completar. Conway Jefferson respondió en seguida.

—¡No es fácil que me suceda a mi nada. Estoy impedido, pero no soy, en rigor, un inválido. Aun cuando a los médicos les guste poner la cara muy larga y aconsejar que no cometa excesos... ¡Cometer excesos! ¡Soy más fuerte que un caballo! No obstante, no desconozco las fatalidades de la vida... ¡Dios Santo! ¡Razón tengo para conocerlas! El hombre más sano puede morir de repente, sobre todo en estos tiempos de accidentes en las carreteras. Pero he previsto ese caso. Hice un testamento hace diez días.

—¿Sí?

El superintendente se inclinó hacia delante.

—Dejé la cantidad de cincuenta mil libras esterlinas en fideicomiso para Rubi Keene hasta que cumpliera los veinticinco años, edad a la que debía serle entregado el capital.

El superintendente se inclinó hacia adelante.

Lo mismo hizo el coronel Melchett, Harper dijo casi con severidad:

—Esa es una cantidad muy crecida, señor Jefferson.

—En estos tiempos, si que lo es.

—¿Y se la legaba usted a una muchacha a la que sólo había conocido hacía algunas semanas?

Brilló la ira en sus ojos de vivido azul.

—¿Es preciso que repita tanto las cosas? No tengo familia alguna mía... ni sobrinos, ni sobrinas, ni primos lejanos siquiera. Hubiera podido dejárselo a la beneficencia. Prefiero legárselo a un individuo —rió—. ¡La Cenicienta convertida en princesa en una noche! ¡Un padrino en lugar de una hada madrina! ¿Por qué no? El dinero es mío. Lo gané yo.

—¿Había algún otro legado?

—Uno pequeño para mi ayuda de cámara Edwards... y el residuo a Marcos y a Adi por partes iguales.

—¿Ascendería a mucho, y perdone, el residuo?

—Probablemente, no. Es difícil decirlo con exactitud, ya que los valores sufren alzas y bajas. La cantidad que representaría, después de pagar derechos reales y otras minucias seria probablemente entre cinco y diez mil libras esterlinas.

—Ya...

—Y no vaya usted a creer que les trataba mal. Como dije, hice un reparto de mis bienes al casarse mis hijos. Me quedé para mi, en realidad, una cantidad muy pequeña. Pero después... después de la tragedia, necesitaba algo para distraerme la imaginación. Me lancé a los negocios. En mi casa de Londres hice instalar una línea particular poniendo en comunicación mi alcoba con mi despacho. Trabajé con tesón... me ayudaba a no pensar y me hizo adquirir el convencimiento de que mi... mi mutilación no me había vencido. Me apliqué al trabajo —su voz se hizo más profunda. Hablaba más para sí que para su auditorio—; y por Dios sabe qué sutil ironía, todo lo que hice me salió bien. Las especulaciones más arriesgadas tenían éxito. Si jugaba me sonreía la fortuna. Todo lo que yo tocaba se convertía en oro. Supongo que ese fue el irónico sistema escogido por la Fatalidad para restablecer el equilibrio.

Los surcos de los sufrimientos volvieron a marcarse en su semblante.

—Conque, como verán, la cantidad de dinero que le legaba a Rubi era indisputablemente mía y podía disponer de ella a mi antojo.

Melchett se apresuró a decir:

—Indudablemente, am¡go mío. Eso no lo discutimos ni un solo instante.

Conway Jefferson dijo:

—Me alegro. Ahora quiero hacer yo algunas preguntas a mi vez, si me permite. Quiero saber... más acerca de este terrible asunto. Lo único que sé es que ella... que la pequeña Rubi, fue hallada estrangulada en una casa a unas veinte millas de distancia de aquí.

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