—Exacto. En Gossington Hall.
Jefferson frunció el entrecejo.
—¿Gossington? Pero si ésa...
—Es la casa del coronel Bantry.
—¡Bantry!
¿Arturo Bantry?
Pero ¡si yo le conozco! ¡A él y a su esposa! Los conocí en el extranjero, hace años. No me daba cuenta de que vivían en esta parte del mundo. Pero si...
Se interrumpió. Harper dijo con voz serena:
—El coronel Bantry estuvo cenando aquí el martes de la semana pasada. ¿No lo vio usted?
—¿El martes? ¿El martes? No; regresamos tarde. Fuimos a Harden Head y cenamos por el camino al volver.
Preguntó Melchett:
—¿No le habló Rubi Keene de los Bantry?
Jefferson negó con la cabeza.
—Jamás. No creo que los conociera. Estoy seguro de que no les conocía. No conocía a nadie más que a gente de teatro y personas así.
Hizo una pausa y luego preguntó bruscamente:
—¿Qué dice Bantry del asunto?
—No se lo explica. Asistió a una reunión de conservadores anoche. El cadáver fue descubierto esta mañana. Dice que en su vida había visto a la muchacha.
Jefferson movió afirmativamente la cabeza.
—En verdad que parece fantástico.
Harper carraspeó.
—¿Tiene usted la menor idea de quién puede haber sido el culpable?
—¡Santo Dios! ¡Ojalá la tuviese! —Se le hincharon las venas de la frente—. ¡Es increíble! ¡Inimaginable! ¡Yo hubiera dicho que no podía suceder, de no haber sucedido!
—¿No tenía la muchacha ningún amigo... del pasado... ninguno que la rondara... o la amenazase?
—Estoy seguro de que no. Me lo hubiera dicho. Nunca tuvo novio. Me lo confesó ella misma.
El superintendente pensó:
"Sí; a ti te diría eso, no lo dudo. Pero, ¡habría que verlo!"
Conway Jefferson prosiguió:
—Josita sabría mejor que nadie si alguno la había rondado o molestado. ¿No puede ella ayudarles en su delicada labor?
—Dice que no.
Jefferson frunció el entrecejo.
—No puedo menos de creer —aseguró— que el crimen ese sea obra de un loco. La brutalidad del método empleado... el que se haya forzado la entrada de una casa de campo... todo el asunto es tan descabellado y sin sentido... Hay hombres así... hombres que parecen completamente cuerdos, pero que atraen con añagazas a muchachas... a veces niños... para quitarles la vida después. Supongo que son crímenes de origen sexual en realidad.
Dijo Harper:
—Ah, sí. Tales casos se dan; pero no tenemos noticias de que ande operando por los alrededores ningún maniático de esos.
Jefferson continuó:
—He estado pasando revista a los distintos hombres a quienes he visto en compañía de Rubi. Hombres alojados aquí y gente de fuera... hombres con los que ella había bailado. Todos ellos parecen bastante inofensivos... gente corriente. No tenía ningún amigo especial.
El rostro de Harper permaneció impasible, pero seguía notándose en sus ojos un brillo extraño, que Conway Jefferson no observó.
Era muy posible, pensó, que Rubi Keene hubiese tenido un amigo íntimo aun cuando Conway Jefferson no tuviese conocimiento de ello.
Nada dijo, sin embargo. El jefe de la policía le dirigió una mirada interrogadora y luego se puso en pie.
—Gracias, señor Jefferson. Eso es cuanto necesitamos de momento.
Jefferson inquirió:
—¿Me tendrán al corriente de los progresos que realicen ustedes?
—Sí, sí; permaneceremos en contacto con usted.
Los dos hombres salieron.
Conway Jefferson se recostó luego en su asiento.
Cayeron sus párpados velando el feroz azul de sus ojos. Pareció de pronto un hombre muy cansado.
Luego, al cabo de breves instantes, llamó:
—¿Edwards?
El ayuda de cámara salió inmediatamente del cuarto contiguo. Edwards conocía a su amo como nadie. Otros, aun los más allegados, sólo conocían su fuerza. Edwards conocía su debilidad. Había visto a Conway Jefferson cansado, desanimado, hastiado de la vida, derrotado momentáneamente por la aflicción y la soledad.
—¿Señor?
Dijo Jefferson:
—Póngase en comunicación con sir Enrique Clithering. Se encuentra en Melbourne Abbas. Dígale de mi parte que venga aquí hoy si le es posible en lugar de mañana. Dígale que es urgente.
Cuando se hallaron fuera de la habitación de Jefferson, el superintendente dijo:
—Bueno; ya tenemos un móvil.
—¡Hum! —murmuró Melchett—. Cincuenta mil libras esterlinas, ¿eh?
—Sí, señor. Se han cometido asesinatos por mucho menos que eso.
—Sí; pero...
El coronel dejó sin terminar la frase. Harper, sin embargo, le comprendió.
—¿No lo cree usted probable en este caso? Tampoco yo, si a eso viene. Pero hay que investigarlo no obstante.
—¡Oh, naturalmente!
—Si, tal como dice el señor Jefferson, el señor Gaskell y la señora Jefferson tienen cubiertas sus necesidades y perciben una buena renta, no es probable que se metieran a cometer un asesinato tan brutal —alegó Harper.
—En efecto. Será preciso investigar su situación económica, claro está. No puedo decir que me guste mucho el aspecto de Gaskell... Parece un hombre astuto y falto de escrúpulos..., pero de eso a que cometa un asesinato hay mucha distancia.
—Sí, sí, claro; como digo, no creo probable que el culpable sea ninguno de los dos. Y por lo que nos dijo Josita, no veo yo cómo hubiera sido humanamente posible que cometieran el crimen. Ambos estuvieron jugando al bridge desde las once menos veinte hasta medianoche. No; en mi opinión hay otra posibilidad más admisible.
Melchett dijo:
—¿Un pretendiente de Rubi Keene?
—Justo. Algún joven disgustado... no muy bien de la cabeza quizá. Alguien, diría yo, a quien conocía antes de venir aquí. Ese plan de adopción, si llegó a sus oídos, acabaría trastornándole por completo. Vio que iba a perderla, que la iban a trasladar a una esfera completamente distinta, y se volvió loco y ciego de rabia. Consiguió que saliera a encontrarse con él anoche, regañó con ella, perdió la cabeza y le quitó la vida.
—¿Y cómo fue a parar a la biblioteca de Bantry?
—Creo que eso es factible. Se hallaba fuera, en su coche, por entonces pongo por ejemplo. Recobró la cordura, se dio cuenta de lo que había hecho y su primer pensamiento fue buscar la manera de deshacerse del cadáver. Supongamos que se hallaran cerca de la verja de alguna casa grande en aquellos momentos. Se le ocurrió una idea: si la encontraran allí, toda la investigación giraría en torno de la casa y jamás se le relacionaría a él con el asunto. Rubi abultaba y pesaba poco. No le costaría trabajo cargar con ella. Tenia un formón en el automóvil. Abrió con su ayuda una ventana y dejó el cadáver sobre la alfombra delante del fuego. Tratándose de una estrangulación, no había manchas de sangre en el coche que pudieran comprometerle. ¿Comprende lo que quiero decir?
—Perfectamente, Harper. Todo ello es muy posible. Pero aún queda una cosa por hacer.
Chercher l'homme
.
—¿Cómo, cómo? Ah, muy bien.
El superintendente Harper aplaudió con exquisito tacto el chiste de su superior, aunque, debido a la excelencia del acento francés del coronel, casi se le pasó por alto el significado de las palabras.
—Oh... ah... oigan... ah... ¿po... podría hablar con ustedes unos instantes?
Era Jorge Barlett quien había salido al paso de los dos hombres.
El coronel Melchett, a quien el señor Barlett resultaba muy poco atractivo y que tenía vivos deseos de saber come le había ido a Slack en el registro del cuarto de la muchacha y en el interrogatorio de las doncellas, preguntó con brusquedad:
—Bien. ¿Qué desea...? ¿Qué desea?
El señor Barlett retrocedió un par de pasos abriendo y cerrando la boca, imitando inconscientemente las muecas de un pez encerrado en un acuario.
—Pues... ah... probablemente no será importante, ¿sabe? Se me ocurrió que debía decírselo. Si quiere que le diga la verdad, no puedo encontrar mi coche.
—¿Cómo que no puede encontrar su coche?
Tartamudeando mucho, el señor Barlett explicó que lo que quería decir era que no podía encontrar su coche.
Preguntó el superintendente:
—¿Quiere decir con eso que se lo han robado?
Jorge Barlett se volvió, agradecido, hacia la voz más plácida de Harper.
—Pues ahí está precisamente, ¿sabe? Quiero decir... cualquiera sabe, ¿verdad...? Quiero decir... a lo mejor se ha largado alguien en él sin malas intenciones, si usted me comprende.
—¿Cuándo lo vio usted por última vez?
—Pues verá... eso estaba intentando recordar... Tiene gracia lo difícil que resulta recordar las cosas, ¿verdad?
Melchett aseguró con frialdad:
—No resulta difícil, creo yo, para las personas de inteligencia normal. Entendí que me había dicho hace poco que el coche estaba en el patio del hotel anoche...
El señor Barlett fue lo bastante osado para interrumpir:
—Ahí está precisamente... ¿Estaba?
—¿Cómo que si estaba? Usted mismo dijo que sí. ¿No lo recuerda?
—Verá... quise decir que creía que estaba. Quiero decir... bueno, yo no me asomé a mirarlo, ¿comprende?
El coronel exhaló un suspiro. Hizo una llamada a toda su paciencia.
—Vamos a poner esto en claro de una vez. ¿Cuándo fue la última vez que vio usted... que lo vio con sus propios ojos, comprende... al coche? Y, a propósito, ¿de qué marca es?
—Un
Minoan 14.
—Y lo vio usted por última vez... ¿cuándo?
La nuez de Jorge Barlett bailó convulsivamente arriba y abajo de su garganta.
—He estado intentando pensar. Lo tuve antes de comer ayer. Pensaba dar un paseo en él por la tarde. Pero, sin saber por qué... ya sabe usted lo que ocurre... me quedé dormido. Luego, después del té, jugué un poco al tenis y todo eso y me di un baño a continuación.
—¿Y el coche estaba entonces en el patio del hotel?
—Supongo que sí. Es decir... ahí era donde lo había dejado yo. Se me había ocurrido, ¿sabe?, llevarme a alguien a dar un paseo. Después de cenar, quiero decir. Pero no era mi noche de suerte. No hubo nada que hacer. No saqué el cacharro de paseo después de todo.
Harper dijo:
—Pero, que usted supiera, ¿el coche seguía en el patio?
—Pues claro, naturalmente. Quiero decir... yo lo había dejado allí, ¿sabe?
—¿Se hubiera usted dado cuenta si no hubiese estado allí?
El señor Barlett negó con la cabeza.
—No lo creo, ¿sabe? Entraban y salían la mar de coches y todo eso... Coches
Minoan
a montones.
El superintendente asintió con la cabeza. Acababa de echar una mirada casual por la ventana. En aquel momento había por lo menos ocho
Minoan
14 en el patio; era el coche barato popular del año.
—¿No tiene usted la costumbre de encerrar el automóvil por la noche? —quiso saber el coronel.
—No suelo molestarme. Buen tiempo y todo eso, ¿sabe? ¡Cansa tanto meter un coche en el garaje!
El superintendente miró al coronel y dijo:
—Ya iré a reunirme con usted arriba, jefe. Voy a ver si encuentro al sargento Higgins para que se encargue de anotar los pormenores que le dé el señor Barlett.
—¡Bien, Harper!
El señor Barlett murmuró con ansiedad:
—Pensé que era mi deber decírselo, ¿sabe? Pudiera ser importante, ¿no?
El señor Prescott había proporcionado a su bailarina suplente cama y comida. Fuese lo que fuere la manutención, el cuarto era el más pobre que poseía el hotel.
Josefina Turner y Rubi Keene habían ocupado habitaciones en el fondo de un oscuro y miserable pasillo. Las habitaciones eran pequeñas, daban al Norte, hacia una parte del acantilado situado detrás del hotel y estaban guarnecidas con restos de muebles que treinta años antes habían representado lujo y magnificencia en las mejores habitaciones. Ahora que el hotel había sido modernizado y las alcobas equipadas con roperos incrustados en la pared, los enormes armarios ochocentistas de roble y caoba habían sido transferidos a los cuartos ocupados por la servidumbre o alquilados a los huéspedes en plena estación veraniega cuando todas las demás habitaciones del hotel estaban ocupadas.
Como vio Melchett en seguida, la posición del cuarto de Rubi Keene era ideal para salir del hotel sin ser vista y desgraciada a más no poder desde el punto de vista de arrojar luz sobre las circunstancias de la salida.
Al final del corredor había una escalera pequeña que conducía a un corredor igualmente oscuro de la planta baja. Allí había una puerta de cristales que daba a la terraza lateral del hotel, una terraza sin vistas y poco frecuentada. Se podía pasar de ella a la terraza principal de delante, o se podía bajar por un sendero serpenteante y salir a un camino que acababa desembocando en la carretera del acantilado más allá. Como su superficie era mala, rara vez se usaba.
El inspector Slack había estado muy ocupado acosando a las doncellas y examinando el cuarto de Rubi en busca de indicios. Había tenido la suerte de hallar el cuarto tal como la muchacha lo dejara la noche antes.
Rubi no había tenido la costumbre de madrugar. Su proceder normal, según descubrió Slack, era dormir hasta las diez o diez y media, y luego tocar el timbre para que le subieran el desayuno. Por consiguiente, como Conway Jefferson había ido a protestar a la gerencia muy temprano, la policía se había hecho cargo antes de que las doncellas hubiesen tocado la habitación. No habían llegado a bajar por el pasillo siquiera. Las otras habitaciones que allí había sólo se abrían para quitar el polvo una vez a la semana en aquella época del año.
—Todo eso es una ventaja hasta donde llega —explicó Slack con melancolía—. Significa que, si hubiera algo que encontrar, lo encontraríamos; pero no hay nada.
La policía de Glenshire había examinado ya el cuarto en busca de huellas dactilares; pero no habían hallado ninguna que no fuese posible ser explicada. Las de Rubi, las de Josita y las de las doncellas, una del turno de la mañana y otra del turno de la noche. También fueron halladas algunas huellas de Raimundo Starr; pero su presencia la había justificado él al no presentarse ésta a medianoche para el baile.
Había habido un montón de papeluchos en las gavetas de la mesa de caoba maciza del rincón. Slack acababa de clasificarlos cuidadosamente. Pero no había encontrado nada sugestivo. Facturas, recibos, programas de teatro, recortes de periódico, matrices de taquillaje, consejos de belleza arrancados de revistas... Entre las cartas había algunas de "Lil", una amiga del
Palais de la Danse
al parecer, en la que ésta comentaba las habladurías del salón de baile y decía que allí "echaban mucho de menos a Rubi".