Sir Enrique se preguntaba, al subir la escalera, qué sería lo que había motivado el urgente mensaje de su amigo. Conway Jefferson no era la clase de hombre que llamara urgentemente a nadie. Algo fuera de lo corriente debía haber sucedido, decidió sir Enrique.
Jefferson no perdió tiempo andándose por las ramas. Dijo:
—Me alegro de que hayas venido. Edwards, dale de beber a sir Enrique. Siéntate, hombre. No habrás oído nada, supongo. ¿No dicen nada los periódicos todavía?
Sir Enrique sacudió negativamente la cabeza, despertada su curiosidad.
—¿Qué sucede?
—Un asesinato. Yo estoy complicado en el asunto. Y tus amigos los Bantry también.
—¿Arturo y Dorotea Bantry? —exclamó Clithering con incredulidad.
—Sí. El cadáver fue hallado en su casa.
Jefferson relató los hechos concisamente y con claridad. Sir Enrique le escuchó sin interrumpirle. Ambos hombres estaban acostumbrados a hacerse cargo de lo esencial de una cosa inmediatamente. Sir Enrique, durante su época de comisario de la Policía Metropolitana, había sido famoso por su facilidad de comprensión y su rapidez de reaccionar.
—Es un caso extraordinario —contestó, cuando hubo terminado el otro—. ¿Qué crees tú que pintan los Bantry en el asunto?
—Eso es lo que me preocupa. Se me antoja, Enrique, que el hecho de que yo les conozca puede tener algo que ver con el asunto. Esa es la única relación que encuentro yo. Según tengo entendido, ninguno de los dos había visto a la muchacha antes. Eso es lo que dicen, y no hay motivo para no creerles. Es muy improbable que la conocieran. Por consiguiente, no existe la posibilidad de que la muchacha fuera atraída con añagazas y que su cadáver fuera dejado con mala intención en casa de unos amigos míos.
Clithering dijo:
—Me parece un poco cogido por los pelos eso.
—Es posible, sin embargo —insistió el otro.
—Sí; pero improbable. ¿Qué quieres tú que haga yo?
Conway Jefferson dijo, con amargura:
—Soy un inválido. Disimulo el hecho... me niego a enfrentarme con él... pero ahora no tengo más remedio que reconocerlo. No puedo ir de un lado para otro como quisiera, haciendo preguntas, investigando. Tengo que quedarme aquí y agradecer humildemente los trozos de información que la policía quisiera servirme. Y, a propósito, ¿conoces por casualidad a Melchett, jefe de policía de Radfordshire?
—Sí; le he visto en otras ocasiones.
Algo se agitó en la mente de sir Enrique. El recuerdo de un rostro y una figura que había observado, sin ver, al cruzar el salón. Una anciana erguida, cuyo rostro le era conocido. Y guardaba relación con la última vez que viera a Melchett...
—¿Quieres decir con eso que deseas que haga de detective aficionado? No es ésa mi especialidad.
Contestó Jefferson:
—Tú no eres un aficionado, ahí está la cosa.
—Ni soy profesional ya. Me he retirado.
—Eso simplifica el asunto.
—Quieres decir que si aún estuviese en Scotland Yard, no podría entrometerme, ¿no es eso? Y tienes muchísima razón.
—Tu experiencia —dijo Jefferson— te da derecho a interesarte en el asunto, y si ofrecieras cooperación de alguna clase, te la agradecerían.
Clithering dijo, lentamente:
—La ética profesional me lo permitiría, estoy de acuerdo. Pero, ¿qué es lo que quieres exactamente, Conway? ¿Averiguar quién mató a esa muchacha?
—Eso precisamente.
—¿No tienes aún la menor idea de quién puede haber sido?
—No.
Dijo sir Enrique, muy despacio:
—Probablemente, no me creerás; pero tienes a una persona experta en esclarecer misterios sentada abajo, en el salón en este instante. Alguien que es más hábil en eso que yo y que, probablemente, puede conocer algunos detalles locales.
—¿De qué estás hablando?
—Abajo, en el salón, junto a la tercera columna de la izquierda, hay sentada una anciana de rostro dulce, apacible, una solterona cuya mente ha sondeado las profundidades de la iniquidad humana. Se llama señorita Marple. Procede del pueblo de Saint Mary Mead, que se encuentra a una milla y media de Gossington; es amiga de los Bantry... y cuando de crímenes se trata, no tiene rival, Conway.
Jefferson le miró durante unos instantes, frunciendo el entrecejo.
—Estás bromeando.
—Te equivocas. Mencionaste a Melchett hace un momento. La última vez que vi a Melchett, había ocurrido una tragedia en el pueblo. Una muchacha que se había suicidado ahogándose. La policía sospechaba, con razón, que no se trataba de un suicidio, sino de un crimen. Creían saber quién era el autor. Entonces vino a verme la señorita Marple la mar de agitada. Tenía miedo, decía, de que fueran a ahorcar a una persona inocente. No tenía ella pruebas, pero sabía quién lo había hecho. Me entregó un pedazo de papel con un nombre escrito. Y ¡vive Dios, Jefferson, que tenía razón!
Conway Jefferson frunció aún más el entrecejo. Gruñó, con incredulidad:
—Intuición femenina, supongo.
Y era escéptico su tono.
—No; ella no lo llama así. Pretende que se trata de conocimientos especializados.
—¿Y qué significa eso?
—Nosotros también usamos eso en la policía, Jefferson. Se comete un robo y generalmente tenemos una idea bastante exacta de quién ha sido el autor... si pertenece a los delincuentes profesionales, claro está. Sabemos qué clase de ladrón obra de una manera determinada. La señorita Marple posee una serie interesante, aunque ocasionalmente trivial, de sucesos paralelos; paralelos los llama ella, y nosotros podríamos llamarlos semejanzas, sacadas de la vida rural.
Jefferson inquirió, con escepticismo:
—¿Qué puede ella saber de una muchacha que se ha criado en un ambiente teatral y que probablemente jamás ha estado en un pueblo en su vida?
—Creo —respondió Clithering con firmeza— que posiblemente tendrá ideas.
La señorita Marple se ruborizó de placer al ver que sir Enrique Clithering se acercaba a ella.
—Oh, sir Enrique, es una verdadera suerte encontrarle a usted aquí.
Sir Enrique era galante.
—Para mí es un gran placer.
—Es usted muy amable —murmuró la anciana, sonrojándose.
—¿Está usted hospedada aquí?
—Si quiere que le diga la verdad, sí que estamos hospedadas aquí las dos.
—¿Las dos?
—La señora Bantry está aquí también —le miró vivamente—. ¿Ha oído la noticia? Sí; ya veo que sí. Es terrible, ¿verdad?
—¿Qué hace Dorotea Bantry aquí? ¿Está su marido también?
—No. Como es natural, cada uno de ellos reaccionó de una manera distinta. El coronel Bantry, pobre hombre, se encierra en el estudio o baja a una de las granjas en cuanto ocurre algo así. Como las tortugas, ¿sabe? Meten la cabeza dentro del caparazón y esperan que nadie se fijará en ellas. Dorotea, claro, es
completamente
distinta.
—Es más, Dorotea —dijo sir Enrique, que conocía bastante bien a su amiga— casi se está divirtiendo, ¿verdad?
—Pues... ah... sí, pobrecilla.
—¿Y la ha traído a usted para que haga los milagros?
La señorita Marple dijo, sin inmutarse:
—A Dorotea le pareció que un cambio de aires le iría bien y no quería venir aquí sola —su mirada se cruzó con la suya y en sus ojos bailó la risa—. Pero, claro está, la interpretación que da usted a su proceder es rigurosamente exacta. Es un poco embarazoso para mí porque, claro está, yo no sirvo para nada.
—¿No tiene ideas? ¿No hay paralelos rurales?
—No estoy muy enterada del asunto aún.
—Creo poder remediar yo eso. Voy a llamarla a usted a consulta, señorita Marple.
Le describió brevemente el curso de los acontecimientos. La señorita Marple le escuchó con interés.
—¡Pobre señor Jefferson! —dijo—. ¡Qué historia más triste! Esos accidentes, tan terribles... Dejarle a él vivo, sin piernas, parece más cruel que haberle matado también.
—En efecto. Por eso le admiran tanto sus amigos... por la firmeza con que ha seguido adelante, venciendo al dolor moral y físico y sobreponiéndose a su estado.
—Sí; es magnífico.
—La única cosa que no puedo comprender es su repentino afecto por la muchacha. Es posible, claro, que tuviese cualidades notables.
—Lo más probable es que no —dijo la señorita Marple, con placidez.
—¿Usted no lo cree?
—No creo que sus cualidades tuvieran nada que ver con el asunto.
Sir Enrique dijo:
—La advierto a usted que no se trata de un viejo degenerado.
—¡Oh, no, no! —la señorita Marple se puso como la grana de colorada—. Yo no insinuaba tal cosa ni por asomo. Lo que intentaba decir, expresándome muy mal, ya lo sé, era que andaba buscando una muchacha inteligente y simpática para que ocupara el lugar de su difunta hija... Y esa muchacha vio la oportunidad que se le presentaba y quiso aprovecharla, poniendo en ello sus cinco sentidos. Eso parece muy poco caritativo, ya lo sé; pero ¡he visto tantos casos así! La criada del señor Harbottle, por ejemplo. Una muchacha muy corriente, pero callada y con buenos modales. La hermana del señor Harbottle tuvo que ausentarse para cuidar a un pariente moribundo, y a su regreso encontró a la criada completamente fuera de su centro, sentada en la sala, hablando y riendo, y sin llevar su gorrito ni su delantal. La señorita Harbottle le habló con bastante brusquedad y la muchacha se mostró impertinente. Y luego el viejo señor Harbottle la dejó completamente estupefacta porque le dijo que opinaba que ella ya le había administrado la casa bastante tiempo y que había decidido cambiar de administradora.
»¡Lo que se escandalizó el pueblo! Pero la pobre señorita Harbottle tuvo que irse a vivir a unas habitaciones
incomodísimas
en Eastbourne. La gente dijo cosas, claro está; pero no creo que hubiese intimidad de ninguna clase... Sólo era que el viejo encontró mucho más agradable tener a una muchacha joven y alegre que le dijese cuan inteligente y divertido era, que a una hermana que le andaba señalando continuamente sus defectos, aun cuando fuera una buena administradora.
Hubo un momento de pausa, luego prosiguió:
—Y luego hubo el señor Badger, propietario de la droguería. Colmó de atenciones a la joven que trabajaba en su sección de objetos de tocador. Le dijo a su esposa que tenían que considerarla como hija suya y hacerla ir a vivir con ellos a su casa. La señora Badger no era de la misma opinión ni mucho menos.
Sir Enrique dijo:
—Si se hubiera tratado de una muchacha de su propio nivel social... la hija de un amigo...
La anciana le interrumpió:
—Oh, es que eso no hubiera sido, ni con mucho, tan satisfactorio desde su punto de vista. Es como el caso del rey Cofetu y la pordiosera
[2]
. Si uno es un anciano que se siente muy solo y muy cansado y si, además, la propia familia de uno le ha estado descuidando... —hizo una breve pausa—; bueno, pues el proteger a alguien que quedará abrumado por la magnificencia y la munificencia de uno (esto es expresarlo con cierto dramatismo, pero espero que comprenderá usted lo que quiero decir); bueno, pues eso es mucho más interesante. Le hace a uno sentirse una persona mucho más grande... ¡un monarca benéfico! Es más probable que quede deslumbrado el objeto de tal munificencia, y eso, claro está, le proporciona a uno una sensación agradable.
Hizo una pausa y agregó luego:
—El señor Badger, ¿sabe?, le compró a su dependienta unos regalos verdaderamente fantásticos: una pulsera de diamantes y una radiogramola muy cara. Retiró del Banco muchos de sus ahorros para hacerlo. Sin embargo, la señora Badger, que era una mujer mucho más astuta que la señorita Harbottle (el matrimonio, claro está,
ayuda
), se tomó la molestia de averiguar unas cuantas cosas. Y cuando el señor Harbottle supo que la muchacha tenía relaciones con un joven muy indeseable que tenía algo que ver con hipódromos, y que había empeñado la pulsera para darle dinero a él... Bueno, se asqueó y la cosa pasó sin peligro. Y le regaló a la señora Badger un anillo de brillantes la Nochebuena siguiente.
Los ojos agradables y perspicaces se clavaron en los de sir Enrique. Éste se preguntó si lo que la anciana había dicho debía tomarse como indirecta. Quiso saber:
—¿Está sugiriendo, acaso, que de haber habido algún hombre en la vida de Rubi Keene la actitud de mi amigo hacia ella hubiera podido cambiar?
—Es muy probable que hubiera cambiado. A lo mejor, dentro de un año o dos, habría querido cuidarse de prepararle él mismo un matrimonio... aunque lo más probable es que no... Los caballeros son, generalmente, bastante egoístas. Pero desde luego creo que si Rubi Keene había tenido novio tendría muy buen cuidado de no decir una palabra de ello.
—Y, ¿el novio pudiera haberse mostrado resentido por eso?
—Supongo que ésa es la solución más plausible. Se me antojó, ¿sabe?, que su prima, la joven que estuvo en Gossington esta mañana, parecía estar verdaderamente furiosa con la muerte. Lo que usted me ha contado explica el
porqué
. Sin duda tenia la esperanza de sacarle buen producto al asunto.
—Es decir, que la considera usted una joven sin sentimientos, ¿no es eso?
—Tal vez sea éste un juicio demasiado severo. La pobre muchacha había tenido que ganarse la vida y no puede usted pedirle que se muestre sentimental nada más que porque una mujer y un hombre que se hallan en buena posición (según me dice usted, es el caso de la señora Jefferson y el señor Gaskell) van a verse privados de otra importante cantidad de dinero a la que, en realidad, no tienen el menor derecho moral. Yo diría que la señorita Turner es una joven perspicaz, ambiciosa, de buen genio y con considerable
jóie de vivre
. Algo —agregó la señorita Marple— como Jessica Golden, la hija del panadero.
—¿Qué le ocurrió a ella? —preguntó intrigado, sir Enrique.
—Se hizo institutriz y se casó con el hijo de su amo, que había vuelto de la India a casa con permiso. Creo que fue una buena esposa para él.
Sir Enrique procuró librarse de las redes de tan fascinadoras derivaciones del asunto. Preguntó:
—¿Existe algún motivo, cree usted, para que mi amigo Conway Jefferson haya adquirido, de pronto, ese "complejo de Cofetu", si es que le gusta a usted darle ese nombre?
—Pudiera haber existido.
—¿En qué sentido?
La señorita Marple dijo, vacilando un poco: