Un cadáver en la biblioteca (14 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Este último se acercó ahora a Harper, sacudiéndose ceniza negra de las manos.

—Una faenita bastante concienzuda —dijo—. Parte de un pie y el zapato es aproximadamente lo único que se ha salvado. Yo, personalmente, sería incapaz de asegurar en ese instante si el cadáver era el de un hombre o una mujer, aunque supongo que obtendremos alguna indicación por los huesos. Pero el zapato es uno de esos, de correa, como los que usan las colegialas.

—Ha desaparecido una colegiala del condado vecino —dijo Harper—, muy cerca de aquí. Una muchacha de dieciséis años o así.

—Entonces, seguramente será ella —contestó el médico—. ¡Pobre criatura!

Harper preguntó, inquieto:

—¿No estaba viva cuando...?

—No; no lo creo. No se ve señal de que intentara apearse. El cuerpo estaba caído sobre el asiento... con el pie asomado. Estaba muerta cuando la pusieron allí, en mi opinión. Luego fue incendiado el coche para destruir pruebas comprometedoras.

Hizo una pausa y preguntó:

—¿Me necesita usted ya?

—No lo creo, gracias.

—Bien; me marcho, pues.

Se dirigió a su coche. Harper se acercó al lugar en que uno de sus hombres, un sargento especializado en casos automovilísticos, estaba trabajando.

Éste alzó la cabeza.

—Es un caso muy claro, jefe. Se roció todo el coche con gasolina y luego se le prendió fuego. Hay tres latas vacías en el seto.

Un poco más allá, otro hombre ordenaba cuidadosamente pequeños objetos sacados de entre los restos del automóvil. Había un zapato negro, chamuscado, de cuero y, con él, trozos de ennegrecido material. Al acercarse Harper, su subordinado alzó la mirada y exclamó:

—Vea esto, jefe. Creo que ya no existe duda.

Harper tomó el pequeño objeto en la mano. Dijo:

—¿Un botón del uniforme de una exploradora?

—Sí, señor.

—Así —asintió Harper—, tiene usted razón. No parece haber duda ya.

Era un hombre bueno, bondadoso, y se sintió levemente mareado. Primero Keene y ahora aquella niña: Pamela Reeves.

Se dijo para sí, como se preguntara anteriormente:

"¿Qué ha venido a descargar sobre Glenshire?"

El paso siguiente era telefonear al jefe de policía de su propio condado primero y, después, ponerse en contacto con el coronel Melchett. La desaparición de Pamela Reeves había ocurrido en Radforshire, aun cuando su cadáver había sido hallado en Glenshire.

La misión que había de cumplir a renglón seguido no era muy agradable. Tenia que comunicarles la noticia a los padres de Pamela Reeves.

2

El superintendente Harper contempló pensativo la fachada de Braeside al tocar el timbre de la puerta principal.

Una casita primorosa, un jardín muy lindo de media hectárea aproximada. Una clase de viviendas que se habían construido bastante por todo el campo durante los últimos veinte años. Militares retirados, empleados del Estado jubilados... esa clase de gente. Gente agradable y decente. Lo peor que podría decirse de ella sería que quizá resultase un poco aburrida. Se gastaban todo el dinero que podían en la educación de sus hijos. No la clase de gente que uno asociaría con una tragedia. Y ahora la tragedia les había alcanzado. Exhaló un suspiro.

Le hicieron pasar inmediatamente a una salita donde un hombre erguido, de bigote entrecano y una mujer con los ojos enrojecidos por el llanto se pusieron en pie de un brinco al verle entrar. La señora Reeves preguntó con avidez:

—¿Trae usted noticias de Pamela?

Luego retrocedió, como si la mirada de conmiseración que le dirigió el superintendente hubiese sido un golpe. Harper dijo:

—Lo siento; pero van a tener que prepararse ustedes a recibir noticias.

—Pamela... —tartamudeó la mujer.

El comandante Reeves preguntó con viveza:

—¿Le ha sucedido algo... a la criatura?

—Sí, señor.

—¿Quiere decir con eso que ha muerto?

La señora Reeves exclamó:

—¡Oh, no, no...!

Y estalló en sollozos. El comandante rodeó a su esposa con un brazo y la trajo hacia sí. Le temblaban los labios, pero miró interrogador a Harper, que movió afirmativamente la cabeza.

—¿Un accidente?

—No ha sido eso exactamente, comandante Reeves. Se la encontró en un automóvil incendiado que habían abandonado en una cantera.

Su asombro era evidente.

La señora Reeves dio rienda suelta a su dolor y se dejó caer en el sofá, rendida, exánime, sollozando amargamente.

Dijo el superintendente.

—Si quieren ustedes que aguarde unos minutos...

El comandante inquirió con viveza:

—¿Qué significa esto? ¿Un crimen?

—Eso parece, caballero. Por eso quisiera hacerles unas preguntas, si es que la cosa no resulta demasiado dura para usted.

—No, no; tiene usted razón. No debe perderse un instante si lo que usted insinúa es cierto. Pero no puedo creerlo. ¿Quién iba a querer hacer daño a una criatura como Pamela?

Harper dijo con estolidez:

—Ya ha denunciado usted a la policía local las circunstancias de la desaparición de su hija. Salió de aquí para asistir a una reunión de exploradores y la esperaban ustedes de vuelta a la hora de cenar. ¿Es cierto eso?

—Si.

—¿Había de regresar en un autobús? Tengo entendido que, según relato de sus compañeras, cuando se acabó la reunión Pamela anunció que iba a entrar en Danemouth para hacer unas compras en los Almacenes Woolworth y que tomaría el autobús más tarde. ¿Le parece a usted ésa una forma de proceder normal?

—Oh, sí. A Pamela le gustaba mucho ir a los Almacenes Woolworth. Iba con frecuencia a Danemouth a comprar. El autobús sale de la carretera real, a cosa de un cuarto de milla de aquí.

—Y, ¿no tenía otros planes, que usted sepa?

—Ninguno.

—¿No había de entrevistarse con nadie en Danemouth?

—No, estoy seguro de que no. Lo hubiese dicho. La esperábamos de vuelta para cenar. Por eso, cuando se hizo tan tarde y no se hubo presentado, telefoneamos a la policía. Era contrario a su carácter retrasarse así.

—¿Su hija no tenía amistades indeseables... es decir, amistades que ustedes no aprobaran?

—No; jamás se dio un caso de esa clase.

La señora Reeves dijo, lacrimosa:

—Pam era una criatura. Era muy joven para su edad. Le gustaba jugar y todo eso. No era precoz en forma alguna.

—¿Conocen ustedes a un tal Jorge Barlett que se aloja en el Hotel Majestic en Danemouth?

—Nunca he oído ese nombre —dijo el comandante.

—¿No cree usted que le conociera su hija?

—Estoy completamente seguro de que no le conocía. Segurísimo.

Agregó vivamente:

—¿Qué papel desempeña ese hombre en el asunto?

—Es el propietario del coche
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en que fue hallado el cadáver de su hija.

La señora Reeves exclamó:

—¡En tal caso debe...!

Harper se apresuró a decir:

—Denunció la desaparición de su coche a primera hora de hoy. Se encontraba en el patio del hotel a la hora de comer ayer. Cualquiera podía habérselo llevado.

—Pero, ¿no vio quién se lo llevaba?

El superintendente negó con la cabeza.

—Entran y salen docenas de coches durante todo el día. Y el
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es una de las marcas más populares.

La señora Reeves exclamó:

—Pero, ¿no estarán haciendo ustedes nada? ¿No están intentando encontrar al... al diablo que hizo eso? ¡Mi niña... oh, mi niñita! ¿No la quemarían viva, verdad? ¡Oh! ¡Pam, Pam...!

—No sufrió, señora Reeves. Le aseguro que ya estaba muerta cuando incendiaron el coche.

Reeves preguntó:

—¿Cómo la mataron?

Harper le dirigió una mirada expresiva.

—No lo sabemos. El fuego ha destruido toda prueba de esa clase.

Se volvió hacia la mujer.

—Créame, señora Reeves, estamos haciendo todo lo que nos es posible. Es cuestión de comprobaciones. Tarde o temprano encontraremos a alguien que vio a su hija ayer en Danemouth y que pueda decirnos quién la acompañaba. Todo eso requiere tiempo. Recibiremos docenas, centenares de informes acerca de una exploradora que ha sido vista aquí, allí y en todas partes. Es cuestión de indagar y de paciencia...; pero no tema, acabaremos averiguando la verdad.

La señora Reeves preguntó:

—¿Dónde... dónde está? ¿Puedo ir a ella?

De nuevo miró el superintendente al marido.

—El médico forense se está encargando de todo eso. Propongo que su esposo me acompañe ahora y atienda cualquier cosa que pueda haber dicho Pamela... algo a lo que... quizá no prestara usted atención de momento, pero que pudiera derramar luz sobre el asunto. Ya sabe lo que quiero decir... cualquier palabra casual, o cualquier frase. Esa es la mejor manera en que puede ayudarnos.

Cuando los dos hombres se dirigían a la puerta, Reeves dijo, señalando una fotografía:

—Ahí la tiene.

Harper la miró con atención. Era un grupo de jugadoras de hockey. Reeves señaló a Pamela en el centro del equipo.

"Una buena muchacha", pensó Harper, al contemplar el rostro de la niña, que llevaba trenzas. Comprimió los labios al recordar el carbonizado cadáver hallado en el coche. Se juró a si mismo que el asesino de Pamela Reeves no se convertiría en uno de los misterios sin solución de Glenshire. Jamás descansaría hasta haber cazado al hombre o la mujer que le hubiese quitado la vida.

Capítulo XI

Un día o dos más tarde el coronel Melchett y el superintendente Harper se contemplaron mutuamente, sentados uno a cada lado de la gran mesa de despacho del primero. Harper había acudido a Much Benham para efectuar consultas.

Melchett dijo en tono lúgubre:

—Bueno, pues ya sabemos dónde estamos... o, mejor dicho, dónde no estamos.

—"Dónde no estamos" expresa el caso con mayor exactitud.

—Hay dos muertes que tener en cuenta. Dos asesinatos. Rubi Keene y la niña Pamela Reeves. No quedó gran cosa para identificarla, pobre criatura, pero sí lo bastante. El zapato no se quemó; ha sido reconocido como suyo por su padre; y hay ese botón de un uniforme de exploradora. Un asunto diabólico, superintendente.

Harper contestó:

—Tiene usted razón.

—Me alegro de que sea cosa segura que estaba ya muerta antes de que fuera incendiado el coche. La forma en que yacía, cruzada en el asiento, lo demuestra. Probablemente le darían un golpe en la cabeza a la infeliz.

—O la estrangularían quizá —dijo Harper.

Melchett le miró con viveza.

—¿Cree usted eso?

—Hay asesinos así, por lo menos.

—Lo sé. He visto a los padres... La madre de la pobre chica está loca de dolor. Todo el asunto es terrible. El punto que hemos de decidir es: ¿están relacionados los dos asesinatos?

—Yo diría que sí.

—Y yo también.

El superintendente pasó revista a los datos conocidos, contándolos con los dedos.

—Pamela Reeves asiste a la reunión de exploradoras en Danebury Down. Dicen las compañeras que parecía normal y alegre. No regresó a Medschester en autobús con tres compañeras. Les dijo que iba a entrar en Danemouth, ir a Woolworth y tomar el autobús desde allí. La carretera real que conduce a Danemouth desde Danebury Down describe una curva bastante grande tierra dentro. Pamela Reeves atajó cruzando dos prados, un sendero y un camino, con lo que iría a salir a las proximidades del Hotel Majestic. Para ser exactos, el camino pasa por el lado del hotel. Es posible, por consiguiente, que viera u oyera algo... algo relacionado con Rubi Keene... que podría resultar peligroso para el asesino. Por ejemplo, podía haberle oído al asesino citarse con Rubi Keene para las once de aquella noche. Se da cuenta de que aquella colegiala le ha oído, y decide sellarle los labios.

Dijo el coronel:

—Eso es suponiendo que el asesinato de Rubi Keene fuera premeditado y no espontáneo.

El superintendente asintió.

—Yo creo que lo fue. Parece como si debiera de haber sido todo lo contrario: repentina violencia hija de un acceso de ira o de celos... pero empiezo a creer que no es así. No veo, si no, cómo puede explicarse la muerte de la niña Reeves. Si ésta fue testigo del crimen, sería muy tarde por la noche, allá por las once. ¿Y qué iba a estar haciendo ella por los alrededores del Hotel Majestic a semejantes horas? ¡Si a las nueve sus padres empezaban a experimentar ansiedad porque aún no había vuelto!

—Cabe la posibilidad de que fuera a ver a alguien en Danemouth sin conocimiento de su familia ni de sus amigas y que su muerte no tenga absolutamente nada que ver con la otra.

—Sí, señor; pero yo no lo creo así. Fíjese que hasta la anciana esa, la señorita Marple, se dio cuenta en seguida de que ambos hechos estaban relacionados. Preguntó inmediatamente si el cadáver hallado en el coche era el de la exploradora desaparecida. Es una viejecita muy lista. Estas ancianas lo son, a veces. Perspicaces, ¿sabe? Ponen el dedo en la llaga en seguida.

—La señorita Marple ha hecho eso más de una vez —dijo el coronel Melchett con hosquedad.

—Y además hay la cuestión del coche. Se me antoja a mí que eso relaciona el asesinato definitivamente con el Hotel Majestic.

Era el automóvil de Jorge Barlett.

De nuevo se encontraron las miradas de los dos hombres. Melchett dijo:

—¿Jorge Barlett? ¡Podría ser! ¿Qué opina usted? ¿Se le ocurre algo?

Harper volvió a recitar varios puntos concretos.

—A Rubi Keene se la vio por última vez en compañía de Jorge Barlett. Él dice que ella se marchó a su cuarto (cosa confirmada por el hallazgo en la alcoba del vestido que había llevado); pero, ¿volvió ella a su cuarto y se mudó con el fin de salir con él? ¿Habrían acordado más temprano salir juntos...? ¿Lo habrían discutido, por ejemplo, antes de cenar y les habría oído Pamela Reeves por casualidad?

Melchett dijo:

—No denunció haber perdido el automóvil hasta la mañana siguiente, y aun entonces sus declaraciones fueron bastantes nebulosas. Aseguraba no poder recordar con exactitud cuándo lo había visto por última vez.

—Pudiera ser habilidad. Según yo lo veo, ese hombre es una persona muy lista que finge ser un imbécil o... o es un imbécil de verdad.

—Lo que necesitamos —dijo Melchett— es un móvil. Según está la cosa, no parece él haber tenido motivo alguno para matar a Rubi.

—Sí; ahí es donde nos atascamos siempre. El móvil. Todos los informes recibidos del
Palais de la Danse
de Brixwell son negativos, según tengo entendido.

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