El coronel dijo:
—Comprendo. Y, ¿fue un éxito?
—Oh, sí —repuso, como quien no da importancia a la cosa—; Rubi cayó bien. No bailaba tan bien como yo; pero Raimundo es listo y la sacaba adelante, y era bastante mona además... esbelta, rubia y con cara infantil. Exageraba un poco el maquillaje... Siempre la andaba yo regañando por eso. Pero ya sabe usted lo que son las muchachas. Sólo tenia dieciocho años y a esa edad siempre exageran las cosas un poco. No resulta eso en sitio de categoría como el Majestic. Siempre le hablaba de ello y procuraba conseguir que fuera un poco más discreta.
Melchett preguntó:
—¿Gustaba a la gente?
—Oh, sí. Aunque, francamente, Rubi no era muy brillante en su conversación. Era un poco sosa. Caía mejor entre los jóvenes.
—¿Tenía algún amigo en particular?
La mirada de la muchacha se encontró con la suya, comprendiendo perfectamente el alcance de la pregunta.
—No en el sentido que usted quiere decir. O por lo menos, no que supiera yo. Pero claro está, ella no me lo hubiese dicho.
Durante un instante Melchett se preguntó por qué Josita no daba la impresión de ser una ordenancista. Pero se limitó a decir:
—Tenga la bondad de describirme cuándo vio usted a su prima por última vez.
—Anoche. Ella y Raimundo daban dos bailes de exhibición: uno a las diez y media y el otro a medianoche. Dieron el primero. Después de eso, vi que Rubi bailaba con uno de los jóvenes alojados en el hotel. Yo estaba jugando al
bridge
con unos señores en el salón. Hay una mampara de cristal entre el salón y la sala de baile. Ésa fue la última vez que la vi. Un poco después de medianoche. Raimundo se acercó agitado, preguntó por Rubi, dijo que no se había presentado y que era hora de empezar. ¡Lo que yo me enfadé! Esas cosas son las que irritan a la gerencia y son causa de que las muchachas sean despedidas. Subí con él al cuarto de ella, pero Rubi no estaba allí. Noté que se había mudado. El vestido que había llevado para bailar, una prenda rosa, que parecía de espuma, estaba tirada sobre una silla. Generalmente conservaba el mismo vestido puesto, a menos que fuera la noche del baile especial... es decir, los miércoles.
»No tenía la menor idea de dónde podía haberse metido. Hicimos que la orquesta tocara un
fox-trot
más; pero Rubi seguía sin aparecer. Conque le dije a Raimundo que bailaría yo con él. Escogimos un baile que no me castigara demasiado el tobillo y lo acortamos. No obstante lo cual, fue un poco fuerte para mí. Tengo el tobillo hinchado esta mañana. Y Rubi seguía sin aparecer cuando terminamos. Estuvimos en vela, esperándola, hasta las dos de la madrugada. Yo estaba furiosa con ella.
Su voz vibró levemente. Melchett notó el dejo de auténtica ira. Durante un momento se extrañó. La reacción era un poco más intensa de lo que justificaban los hechos. Tenia el presentimiento de que se había callado aposta. Dijo:
—Y esta mañana, cuando vio que Rubi no había vuelto y que su cama estaba sin deshacer, ¿fue usted a la policía?
Sabía por el breve mensaje telefónico de Slack desde Danemouth que Josita no había hecho tal cosa. Pero quería saber lo que diría ella.
Josita no vaciló. Dijo:
—No, señor. Yo no.
—¿Por qué no, señorita Turner?
Los ojos de Josita le miraron con franqueza. Contestó:
—Usted no lo hubiera hecho... en mi lugar.
—¿Cree que no?
—Tengo que pensar en mi empleo. Una de las cosas que ningún hotel desea es el escándalo..., sobre todo si es uno en que tenga que intervenir la policía. No creí que le hubiese sucedido nada a Rubi. ¡Ni un instante! Creí que habría hecho la tontería de largarse con algún joven. Suponía que acabaría volviendo... Y ¡tenía la intención de ponerla verde cuando lo hiciese! Las muchachas de dieciocho años son todas tan tontas...
Melchett fingió consultar sus notas.
—Ah, sí. Veo que fue un tal señor Jefferson el que avisó a la policía. ¿Es uno de los alojados en el hotel?
Josefina Turner contestó lacónicamente:
—Sí.
El coronel preguntó:
—¿Qué le impulsó al señor Jefferson a hacer eso?
Josita se estaba acariciando un puño de la chaqueta. Parecía estarse reprimiendo. El coronel volvió a experimentar la sensación de que le ocultaba algo. Dijo ella, con bastante hosquedad:
—Es un inválido. Se... se excita con facilidad... Porque es inválido, quiero decir.
Melchett no insistió. Preguntó:
—¿Quién era el joven con el que vio usted bailar a su prima?
—Se llama Barlett. Ha estado allí unos diez días.
—¿Eran muy amigos?
—No gran cosa, creo yo. No que yo supiera, por lo menos.
De nuevo sonó la singular nota de ira en su voz.
—¿Qué dice él?
—Dice que después del baile Rubi subió a darse polvos en la nariz.
—¿Fue entonces cuando se cambió de vestido?
—Supongo que si.
—Y, ¿eso es lo último que sabe de ella? ¿Después de eso Rubi...?
—Desapareció —dijo Josita—. Si, señor.
—¿Conocía la señorita Keene a alguien en Saint Mary Mead? ¿O en estos alrededores?
—No lo sé. Quizá si. Van muchos jóvenes a Danemouth y al Majestic procedentes de estos alrededores. Yo no tengo manera de saber dónde viven a menos que lo digan ellos.
—¿Ha oído usted mencionar el nombre de Gossington a su prima alguna vez?
—¿Gossington? —murmuró Josita, evidentemente perpleja.
—Gossington Hall.
Ella negó con la cabeza.
—En mi vida he oído ese nombre.
El tono en que lo dijo convencía. Y expresaba curiosidad también.
—Gossington Hall —explicó el coronel— es el lugar en que fue hallado el cadáver.
—¿Gossington Hall? —exclamó ella, mirándole con los ojos muy abiertos—. ¡Qué raro!
Melchett pensó para sí: "Extraordinario es el suceso, en efecto." Y en voz alta:
—¿Conoce usted a un coronel o una señora con el nombre de Bantry?
Josita volvió a negar con la cabeza.
—¿Y a un tal Basilio Blake?
La muchacha frunció el entrecejo.
—Me parece haber oído ese nombre. Si; estoy segura de que lo he oído... pero no recuerdo nada de ese Basilio Blake.
El diligente inspector Slack le pasó a su superior una hoja arrancada de su libro de notas. En ella iba escrito con lápiz:
El coronel Bantry cenó en el Majestic la semana pasada.
Melchett alzó la cabeza y su mirada se encontró con la del inspector. El jefe de policía se puso colorado. Slack era un hombre trabajador y celoso cumplidor de su deber y a Melchett le resultaba enormemente antipático. Pero no podía hacer caso omiso del reto. El inspector le estaba acusando tácitamente de favorecer a los de su propia clase social, de escudar a un antiguo compañero de Universidad.
Se volvió hacia Josita.
—Señorita Turner, yo quisiera que me acompañara usted a Gossington Hall, si no tiene inconveniente alguno.
Frío, retador, casi sin hacer caso de un murmullo de asentimiento de Josita, Melchett clavó su mirada en la de Slack.
Saint Mary Mead estaba pasando la mañana de más emoción que había conocido en mucho tiempo.
La señorita Wetherby, solterona nariguda acidulada, fue la primera en propagar la intoxicante información. Se presentó en casa de su amiga y vecina la señorita Hartnell.
—Perdona que venga a verte tan temprano, querida; pero pensé que a lo mejor no habrías oído la
noticia
.
—¿Qué noticia? —exigió la señorita Hartnell.
Tenía una voz profunda, de bajo, y visitaba infatigablemente a los pobres a pesar de cuantos esfuerzos hacían éstos por librarse de su presencia.
—La relacionada con el cadáver de la biblioteca del coronel Bantry... un cadáver de mujer...
—¿En la
biblioteca
del coronel?
—Sí. Es terrible, ¿verdad?
—¡Pobre mujer la suya! —dijo la señorita Hartnell, haciendo todo lo posible por disimular cuan grata le resultaba la noticia.
—En efecto, pobre mujer. No supongo que tuviera ella la menor idea...
La señorita Hartnell observó severamente:
—Pensaba demasiado en su jardín y no lo bastante en su marido. No hay que quitarle ojo a un hombre... ni un momento... —repitió con ferocidad.
—Lo sé. Lo sé. Es verdaderamente horrible.
—¿Qué diría Juana Marple? ¿Crees tú que sabría ella algo del asunto? Es tan perspicaz en esas cosas...
—Juana Marple se ha ido a Gossington.
—¡Cómo! ¿Esta mañana?
—Muy temprano. Antes de desayunar.
—¡Cielos! ¡Hay que ver...! Bueno, quiero decir que eso me parece a mí llevar las cosas
demasiado
lejos. Todos sabemos que a Juana le gusta meter las narices en todo... Pero a esto lo llamo yo... ¡indecente!
—Oh, pero es que la señora Bantry la mandó llamar.
—¿Que la señora Bantry la mandó llamar a ella?
—Vino el automóvil a buscarla. Lo conducía Muswell.
—¡Dios mío! ¡Qué cosa más singular!
Guardaron silencio unos minutos, asimilando la noticia.
—¿De quién era el cadáver? —exigió la señorita Hartnell.
—¿Sabes esa horrible mujer que viene con Basilio Blake?
—¿Esa rubia oxigenada? —la señorita Hartnell estaba un poco rezagada en cuestión de modas. Aún no había avanzado de la rubia oxigenada a la rubia platino—. ¿Esa que está a veces tumbada en el jardín desnuda como quien dice?
—Sí, querida. Ahí estaba... sobre la alfombra...
¡estrangulada!
—Pero, ¿qué quieres decir...?
¿En Gossington?
La señorita Wetherby movió afirmativa y expresivamente la cabeza.
—Entonces..., ¿el coronel Bantry también...?
Volvió a decir que sí la señorita Wetherby con la cabeza.
—¡Oh!
Hubo una pausa mientras las dos damas saboreaban aquella nueva adición al escándalo del pueblo.
—¡Qué mujer más malvada! —trompeteó la señorita Hartnell con ira implacable.
—De una moralidad completamente relajada, me temo.
—Y el coronel Bantry... un hombre tan simpático y discreto...
La señorita Wetherby dijo con verdadero deleite:
—Los más callados son con frecuencia los peores. Juana Marple dice eso siempre.
La señora Price Ridley fue una de las últimas en oír la noticia.
Rica y autoritaria viuda, vivía en una gran casa al lado de la vicaría. Conoció el suceso por boca de su doncellita Clara.
—¿Una mujer dices, Clara?
¿Hallada muerta sobre la alfombra del coronel Bantry?
—Sí, señora. Y dicen, señora, que no llevaba nada puesto, señora..., ¡ni un trapo!
—Basta, Clara; no es necesario entrar en detalles.
—No, señora. Y dicen, señora, que al principio creyeron que era la novia del señor Blake, señora... la que bajaba con él los fines de semana a la casa nueva del señor Booker. Pero ahora dicen que es una señorita completamente distinta, señora. Y el dependiente del pescadero dice que jamás se lo hubiera creído del coronel Bantry, señora..., no, cuando el coronel pasa con la bandeja para la colecta los domingos en la iglesia...
—Hay mucha maldad en el mundo, Clara —dijo la señora Price Ridley—. Que esto te escarmiente.
—Sí, señora. Mi madre nunca me deja que entre a servir en una casa donde haya un caballero.
—Puede usted retirarse, Clara —dijo la señora Price Ridley.
Sólo había un paso desde la casa de la señora Price Ridley hasta la vicaria.
La señora Price Ridley tuvo la suerte de encontrar al vicario en su estudio.
El vicario, hombre apacible, de edad madura, era siempre el último en enterarse de todo.
—¡Es una cosa tan terrible! —dijo la señora Price Ridley jadeando un poco, porque había ido bastante aprisa—. Me parece absolutamente necesario acudir a usted en busca de consejos, querido vicario.
El señor Clement pareció alarmarse. Preguntó:
—¿Ha sucedido algo?
—¿Que si ha sucedido algo? —exclamó la señora, repitiendo la pregunta con gesto dramático—. ¡El más horrible escándalo! Ninguno de nosotros tenia la menor idea de ello. Una mujer depravada, completamente desnuda, estrangulada sobre la alfombra, ante la chimenea del coronel Bantry.
El vicario la miró boquiabierto. Dijo:
—¿Se... se encuentra usted bien de salud?
—No me extraña que le cueste trabajo creerlo. Yo tampoco podía al principio. ¡La hipocresía de ese hombre! ¡Todos estos años!
—Tenga la bondad de contarme exactamente lo ocurrido.
La señora Price Ridley se lanzó a hacer un relato completo. Cuando hubo terminado, el señor Clement dijo apaciblemente:
—Pero no hay nada, ¿verdad?, que indique que el coronel Bantry tuviera nada que ver con ello.
—¡Oh, querido vicario! ¡Sabe usted tan poco del mundo! Pero voy a contarle una cosa. El jueves pasado, o ¿seria el jueves anterior? Bueno, da lo mismo... Yo iba a Londres en el tren con billete reducido. El coronel Bantry iba en el mismo coche. Me pareció muy abstraído. Y durante casi todo el camino estuvo parapetado tras el
Times
. Como si no quisiera hablar, ¿comprende?
El vicario expresó con un movimiento de cabeza su completa comprensión, y posiblemente su completo acuerdo con la acción del coronel.
—Al llegar a la estación de Paddington le dije adiós. Él había ofrecido buscarme un taxi; pero yo iba a tomar el autobús hasta Oxford Street. El coronel, sin embargo, alquiló un coche y le oí claramente decirle al conductor que le llevara
a... ¿a dónde cree usted?
El señor Clement la miró interrogador.
—¡A unas señas de
Saint John's Wood!
La señora Price Ridley hizo una pausa triunfal.
—Eso, en mi opinión, lo demuestra —dijo la señora Price Ridley.
El vicario siguió tan enterado como antes.
En Gossington, la señora Bantry y la señorita Marple estaban en la sala conversando animadamente.
—¿Sabes? —dijo la señora Bantry—. Me alegro de que se hayan llevado el cadáver. No es
agradable
tener un cadáver en casa.
La señorita Marple asintió con un movimiento de cabeza.
—Ya sé, querida. Comprendo perfectamente tus sentimientos.
—No puedes comprenderlos. Sería necesario para eso que hubieras tú tenido un cadáver en tu casa. Ya sé que tuviste uno en la casa de al lado una vez, pero eso no es lo mismo. Espero —prosiguió— que no le cogerá Arturo antipatía a la biblioteca. ¡Nos sentamos tanto en ella! ¿Qué estás haciendo, Juana?