Porque la señorita Marple, tras echar una mirada a su reloj, se estaba poniendo en pie.
—Estaba pensando marcharme a casa. Si no puedo hacer ninguna cosa por ti...
—No te vayas aún. Los de las huellas dactilares, los fotógrafos y casi todos los policías se han marchado ya; pero sigo teniendo el presentimiento de que puede suceder algo. Tú no querrás que se te escape nada.
Sonó el teléfono y fue a contestar. Volvió con la cara radiante.
—Ya te dije que ocurrirían más cosas. Era el coronel Melchett. Viene aquí con la prima de la pobre muchacha.
—¿Por qué será? —murmuró la señora Marple.
—Oh, supongo que para que vea dónde sucedió y todo eso.
—Para algo más que eso será, seguramente.
—¿Qué quieres decir, Juana?
—Pues que... tal vez... quiera que conozca al coronel Bantry.
La señora Bantry dijo vivamente:
—¿Para ver si le reconoce? Supongo... oh, sí; supongo que han de sospechar de Arturo.
—Me temo que sí.
—¡Como si Arturo pudiera tener nada que ver con el asunto!
La señora Marple guardó silencio. La señora Bantry se volvió hacia ella, acusadora.
—Y no me pongas como ejemplo al viejo general Henderson... o a algún horrible viejo por el estilo que mantenía a su doncella... Arturo no es así.
—No, no, claro que no.
—No; es que no lo es. Sólo es... a veces... un poco tonto con las muchachas bonitas que vienen a jugar al tenis. Un poco fatuo y machacón, ¿comprendes? Lo hace sin malicia. Y, ¿por qué no había de hacerlo? Después de todo —terminó diciendo la señora Bantry con paz nebulosa— yo tengo el jardín.
La señorita Marple sonrió.
—No debes preocuparte, Dorotea —dijo.
—No, no tengo la menor intención de hacerlo. No obstante lo cual, sí que me preocupo un poco. Y Arturo también. Le ha disgustado. Todos esos policías rondando por ahí... Se ha ido a la granja. El ver cerdos y todo eso le apacigua cuando está disgustado. Hola. Aquí están.
El coche del jefe de policía se detuvo a la puerta.
El coronel Melchett entró acompañado de una joven elegantemente vestida.
—Ésta es la señorita Turner, señora Bantry. La prima de la... la... víctima.
—Tanto gusto —dijo la señora Bantry, avanzando con la mano extendida—. Todo esto debe ser terrible para usted.
Josefina Turner dijo con franqueza:
—Sí que lo es. Nada de ello parece real. Es como una pesadilla.
La señora Bantry presentó a la señorita Marple.
Melchett preguntó, con aparente despreocupación:
—¿Está por aquí el bueno de su marido?
—Tuvo que ir a una de las granjas. Estará de vuelta pronto.
—Oh...
Melchett pareció desconcertado.
La señora Bantry le dijo a Josita:
—¿Le gustaría a usted ver dónde... ¿dónde ocurrió? O, ¿preferiría no verlo?
Josefina dijo tras un instante de pausa:
—Creo que me gustaría verlo.
La señora Bantry la condujo a la biblioteca, seguida del coronel Melchett y de la señorita Marple.
—Ahí estaba —anunció la señora Bantry con gesto dramático—, sobre la estera.
—¡Oh!
Josita se estremeció. Pero también dio muestras de perplejidad. Dijo, arrugando la frente:
—No puedo comprenderlo. ¡No puedo!
—Pues nosotros menos aún —aseguró la señora Bantry.
Josita dijo lentamente:
—No es la clase de sitio...
Y se interrumpió.
La señorita Marple manifestó su asentimiento con lo que había quedado a medio decir, mediante un dulce movimiento de cabeza.
—Eso —murmuró— es lo que precisamente, lo hace tan interesante.
—Vamos, señorita Marple —dijo el coronel Melchett, de buen humor— ¿no se le ocurre a usted una explicación?
—Oh, sí. Sí que se me ocurre una explicación —repuso la anciana—. Una explicación admisible. Pero claro, sólo se trata de una idea más. Tomasito Bond —continuó— y la señora Martin, nuestra nueva maestra de escuela. Fue a dar cuerda al reloj y saltó fuera una rana.
Josita Turner la miró extrañada. Cuando salían todos del cuarto, le preguntó a la señora Bantry:
—¿Está esa señora un poco mal de la cabeza?
—¡De ninguna manera! —exclamó indignada la señora Bantry.
Dijo Josita:
—Perdone. Creí que a lo mejor se imaginaba ser ella una rana o algo así.
El coronel Bantry entraba en aquellos instantes por la puerta excusada. Melchett le llamó y observó a Josefina Turner mientras hacía las presentaciones. Pero no sorprendió gesto alguno de interés ni señal de que le reconociese. Melchett exhaló un suspiro de alivio. ¡Al diablo con Slack y sus insinuaciones!
En contestación a una pregunta del coronel Bantry, Josita estaba contando la historia de la desaparición de Rubi Keene.
—Sería una preocupación terrible para usted, querida —dijo la señora Bantry.
—Estaba más furiosa que preocupada —aseguró Josita—. Yo no sabía entonces que le había ocurrido nada, claro está.
—Y, sin embargo —dijo la señorita Marple—, fue usted a la policía. ¿No fue eso... y usted perdone... un poco
prematuro
?
Josita dijo con avidez:
—¡Ah, pero no fui! Lo hizo, tan pronto lo supo, el señor Jefferson...
Dijo la señora Bantry:
—¿Jefferson?
—Sí; es un inválido.
—¿No será
Conway
Jefferson? ¡Si le conozco muy bien! Es un viejo amigo nuestro. Arturo, escucha... Conway Jefferson. Se aloja en el Majestic y fue él quien lo notificó a la policía: ¿No es eso una coincidencia?
Josefina Turner dijo:
—El señor Jefferson estuvo aquí el verano pasado también.
—¡Hay que ver! Y nosotros sin saberlo. No le he visto desde hace la mar de tiempo. ¿Cómo... cómo se encuentra actualmente?
Josita reflexionó.
—A mí me parece maravilloso. De veras... Verdaderamente maravilloso. Teniendo en cuenta las circunstancias, quiero decir. Siempre está alegre... siempre tiene un chiste a flor de labios.
—¿Está la familia allí con él?
—¿El señor Gaskell, quiere decir? ¿Y la señora Jefferson joven? ¿Y Pedro? Oh, sí.
Algo cohibía a Josefina Turner, frenaba su atractiva franqueza habitual. Al hablar de los Jefferson, había algo no del todo natural en su voz.
La señora Bantry dijo:
—Los dos son muy agradables, ¿verdad? Los jóvenes, quiero decir.
Josita contestó algo indecisa:
—Oh, sí... sí que lo son. Yo... nosotros... sí; sí que lo son, en realidad.
—Y, ¿qué —exigió la señora Bantry mirando por la ventana hacia el coche del jefe de policía que se alejaba— quería decir con eso? "Lo son, en realidad." ¿Crees tú, Juana, que hay algo...?
La señorita Marple se abalanzó sobre las palabras con avidez.
—¡Oh, sí...! ¡Sí que lo creo! ¡Es completamente
inconfundible
! Cambió inmediatamente cuando se hizo mención de los Jefferson. Había parecido natural hasta aquel momento.
—Pero, ¿qué crees tú que es, Juana?
—Mira, querida, tú los conoces. Lo único que yo presiento es que hay algo, como tú dices, de ellos que tiene alarmada a la joven esa. Y otra cosa. ¿No notaste que cuando le preguntase si no experimentó ansiedad al ver que había desaparecido la muchacha, te contestó que estaba furiosa? Y parecía furiosa... ¡furiosa de verdad! Eso se me antoja interesante, ¿sabes? Me da en los huesos quizá me equivoque, que ésta es su principal reacción ante la muerte de la muchacha. No le tenia el menor cariño, estoy segura. No le llora ni mucho menos. Pero sí que creo definitivamente que el pensar en esa muchacha, en Rubi Keene, la enfurece. Y aquí lo interesante es saber... ¿
por qué
?
—¡Ya lo averiguaremos! —aseguró la señora Bantry—. Iremos a Danemouth y nos alojaremos en el Majestic... Sí; tú también, Juana. Necesito un cambio de aires después de lo ocurrido aquí. Unos cuantos días en el Majestic... eso es lo que necesitamos, y conocerás a Conway Jefferson. Es encantador... encantador de verdad. Es la historia más triste que puedas imaginar. Tenía un hijo y una hija y al uno y al otro los quería entrañablemente. Los dos estaban casados, pero pasaban largas temporadas en casa de su padre. Su esposa era una mujer dulcísima también y él la adoraba. Volaban a casa desde Francia un año, y hubo un accidente. Se mataron todos: el piloto, la señora Jefferson, Rosamunda y Francisco. A Conway le quedaron las piernas tan mal heridas, que hubieron de amputárselas. Y ha sido maravilloso... ¡Su valor! ¡Su ánimo! Era un hombre muy activo y ahora es un inválido; pero jamás se queja. Su nuera vive con él... Era viuda cuando Francisco Jefferson se casó con ella y tenía un hijo del primer matrimonio. Pedro Carmody. Los dos viven con Conway. Marcos Gaskell, marido de Rosamunda, está allí también la mayor parte del tiempo. Fue una tragedia horrible.
—Y ahora —dijo la señorita Marple— hay aún otra tragedia...
Dijo la señora Bantry.
—Oh, sí..., sí..., pero no tiene nada que ver con los Jefferson.
—¿No...? Fue el señor Jefferson quien lo notificó a la policía.
—En efecto..., ¿sabes, Juana? Sí que es curioso todo eso...
El coronel Melchett se hallaba frente a frente con un gerente del hotel muy disgustado. Le acompañaba el superintendente Harper, de la policía de Glenshire, y el inevitable inspector Slack, este último bastante enfadado con la deliberada usurpación del caso por parte del jefe de policía.
El superintendente Harper tendía a mostrarse apaciguador con el lacrimoso señor Prescott, y el coronel Melchett daba muestras de aspereza y brutalidad.
—Cuando una cosa no tiene remedio, hay que apechugar con ella —decía con brusquedad—. La muchacha ha muerto... estrangulada. Tiene usted suerte de que no la estrangularan en su propio hotel. Esto sitúa la investigación en un condado distinto y ahorra muchísimas molestias y publicidad a su establecimiento. Pero hay que hacer ciertas indagaciones, y cuanto antes las llevemos a cabo, mejor para todos. Puede confiar en que seremos discretos y en que obraremos con tacto. Conque le propongo que se deje de rodeos y vaya derecho al grano. ¿Qué sabe usted exactamente de esa muchacha?
—Yo no sabía nada... ni una palabra. Josita la trajo aquí.
—¿Lleva Josita aquí mucho tiempo?
—Dos años... no; tres.
—¿Y le gusta?
—Sí; Josita es una buena muchacha... una muchacha muy agradable. Competente. Tiene don de gentes y sabe apaciguar las discusiones. El bridge, como usted sabe, es un juego en que se hieren con tanta facilidad los caracteres vidriosos...
El coronel Melchett expresó su total asentimiento con un gesto. Su esposa era muy aficionada al bridge, pero lo jugaba muy mal. El señor Prescott continuó:
—Josita tenía mucha habilidad en eso de calmar los ánimos. Sabía manejar muy bien a la gente... Era agradable, pero inflexible, si comprende usted lo que le quiero decir...
Melchett volvió a asentir con un movimiento de cabeza. Ahora sabía lo que le había recordado la señorita Josefina Turner. A pesar del maquillaje y de la elegancia de su porte, tenia marcadas reminiscencias de institutriz.
—Confío en ella —prosiguió el señor Prescott, tornándose quejumbroso—. ¿Por qué diablos se puso a jugar encima de rocas resbaladizas de una forma tan estúpida? Tenemos una playa muy bonita aquí. ¿Por qué no podía bañarse en ella? ¡Resbalar, caer y torcerse el tobillo! ¡Qué manera de portarse conmigo! Le pago para que baile y juegue al bridge y se encargue de que todos se piertan y sean felices... no para que vaya a bañarse donde hay rocas y se tuerza el tobillo. Las bailarinas debieran tener mucho cuidado con sus tobillos y no correr riesgos. Me molestó muchísimo. No había derecho a que el hotel sufriera las consecuencias de su estupidez.
Melchett cortó en seco el relato.
—Y..., ¿entonces propuso ella que viniera su prima?
Prescott asintió a regañadientes.
—Sí, señor. La idea no me pareció mala. Aunque claro está, yo no tenia la menor intención de meterme en más gastos. Estaba dispuesto a mantener a la muchacha y nada más. Si quería cobrar algo, tendría que entendérselas con Josita y así se acordó. Yo no sabía una palabra de la muchacha.
—Pero..., ¿dio buen resultado?
—Eso sí. No parecía mala chica. Era muy joven, es cierto... algo ordinaria quizá para un sitio de esta categoría; pero se portaba bien. Bailaba bien. Gustaba a la gente.
—¿Bonita?
Había sido difícil deducir esto de la hinchada y azulada cara del cadáver.
El señor Prescott estudió la pregunta.
—Así, así —dijo al fin—. La cara un poco chupada, ¿comprende? No hubiera valido gran cosa sin maquillaje. Pero con ayuda de éste conseguía parecer bastante atractiva.
—¿Tenía muchos admiradores?
—Sé dónde quiere usted ir a parar —el señor Prescott se excitó—. Yo nunca vi nada. Nada de particular. Uno o dos muchachos la rondaron un poco... pero eso era normal, como quien dice. Nadie de quien pudiera sospecharse un estrangulamiento en mi opinión. Se llevaba bien con la gente de más edad por añadidura... Se hacía simpática por su charla... Parecía una criatura, ¿comprende? Eso les pertía.
El superintendente Harper insinuó con voz profunda y melancólica:
—¿Al señor Jefferson, por ejemplo?
El gerente movió afirmativamente la cabeza.
—Sí. Al hablar de gente de más edad estaba pensando en el señor Jefferson precisamente. Acostumbraba sentarse a su lado y con la familia muy a menudo. A veces la llevaba a dar un paseo. Al señor Jefferson le gusta mucho la gente joven y se mostraba muy bueno con ella. No quiero que haya malas interpretaciones. El señor Jefferson está impedido. No puede ir muy lejos... sólo a donde puede llevarle el sillón de ruedas. Pero siempre le gusta ver cómo se pierte la gente joven... Presencia los partidos de tenis, los baños y todo eso... y da fiestas a la juventud aquí. La juventud le gusta, como he dicho, y no está ni pizca de amargado como bien podía estarlo. Un caballero muy popular, y en mi opinión, de un carácter muy hermoso.
—¿Y se interesaba por Rubi Keene?
—Creo que le distraía su conversación.
—¿Compartía la familia la simpatía que la muchacha le inspiraba?
—Siempre se mostró la familia muy amable con ella.
Dijo Harper:
—¿Y fue él quien denunció su desaparición a la policía?