—¡Qué dulce y qué cortés eres!
—Pareces haberme seguido hasta aquí.
—¡Quería decirte lo que pensaba de ti!
—Si crees poder dominarme, hija mía, estás en un error.
—Y si tú crees que puedes mandarme a tu antojo, te has equivocado.
Se miraron, retadores.
Éste fue el instante en que el coronel Melchett aprovechó la oportunidad. Carraspeó con ruido...
Basilio Blake se volvió rápidamente hacia él.
—Hola, me había olvidado de que estaba usted aquí. Ya va siendo hora de que se vaya con viento fresco, ¿verdad? Permítame que le presente... Dina Lee... el coronel Blimp, de la policía del condado. Y ahora que ha visto usted que mi rubia esta viva y en buen estado, coronel, quizá se decida a proseguir su trabajo relacionado con la prójima de Bantry. ¡Muy buenos días!
El coronel Melchett dijo:
—Le aconsejo que sea más cortés si no quiere encontrarse en dificultades, joven.
Y salió de la casa, muy colorado y furioso.
En su despacho de Much Benham, el coronel Melchett recibió y examinó los informes de sus subordinados.
—...conque todo parece bastante claro, jefe —estaba terminando de decir el inspector Slack—. La señora Bantry se sentó en la biblioteca después de cenar y se acostó poco antes de las diez. Apagó las luces al salir de la habitación y, al parecer, nadie entró allí después. La servidumbre se acostó a las diez y media, y Lorrimer, después de dejar la bandeja con las bebidas en el vestíbulo, se fue a la cama a las once menos cuarto. Nadie oyó nada anormal, salvo la doncella tercera, y ésta oyó demasiado. Gemidos, un grito espantoso, pasos siniestros y Dios sabe qué más. La doncella segunda, que comparte con ella una alcoba, dice que su compañera durmió toda la noche de un tirón, sin soltar un respingo siquiera. Son las que inventan cosas así las que nos dan tanto quehacer.
—¿Y la ventana forzada?
—Es trabajo de aficionado, según dice Simmons. Se hizo con formón corriente. No haría mucho ruido. Debiera haber un formón en la casa; pero nadie ha conseguido encontrarlo. Sin embargo, eso ocurre con mucha frecuencia cuando se trata de herramientas.
—¿Cree usted que se enteró alguno de la servidumbre?
De bastante mala gana el inspector replicó:
—No, señor. No creo que sepan nada. Todos parecían aturdidos y disgustados. Me inspiró desconfianza Lorrimer... Se mostró reticente, si comprende usted lo que quiero decir... pero no creo que haya nadie metido en el asunto.
Melchett movió afirmativamente la cabeza. Él no daba importancia a la reticencia de Lorrimer. El enérgico inspector Slack producía con frecuencia ese efecto en las personas a quienes interrogaba.
Se abrió la puerta y entró el doctor Haydock.
—Se me ocurrió asomarme aquí a darle una breve idea de la situación.
—Sí, sí, me alegro de verle. ¿Qué cuenta?
—No gran cosa. Lo que era de suponer. La muerte se produjo por estrangulación. El cinturón de seda de su propio vestido le fue echado al cuello y cruzado por detrás. Muy fácil y muy sencillo de hacer. No haría falta mucha fuerza... es decir, si pillaron a la chica por sorpresa. No hay señales de lucha.
—¿Y la hora de la muerte?
—Entre diez y doce de la noche.
—¿No puede precisar más?
Haydock sacudió negativamente la cabeza y sonrió.
—No quiero poner en peligro mi fama profesional. No más temprano de las diez, y no más tarde de las once.
—¿Y hacia qué hora se inclina la imaginación de usted?
—Escuche. Había fuego en la chimenea. La habitación estaba caliente. Todo eso contribuía a retrasar el momento de quedarse rígido el cadáver.
—¿Puede usted decir alguna otra cosa de ella?
—Poco más. Era joven, diecisiete o dieciocho años en mi opinión. No había alcanzado la madurez en ciertos aspectos; pero tenía la musculatura bien desarrollada. Un cuerpo bastante sano. Y a propósito, era doncella.
Y saludando con una inclinación de cabeza, el médico salió del cuarto.
Melchett le dijo al inspector:
—¿Está usted seguro de que no se la ha visto jamás en Gossington antes?
—La servidumbre parece segura de ello. Hasta se indignó. Dicen que se hubieran acordado de ella, de haberla visto alguna vez por los alrededores.
—Supongo que sí. Una mujer de este tipo se distinguiría a una milla de aquí. Fíjese en la joven esa de Blake.
—¡Lástima que no haya sido ella! —dijo Slack—. Hubiéramos podido adelantar algo.
—Se me antoja que esa muchacha tiene que haber bajado de Londres —dijo el jefe de policía, pensativo—. No creo que encontremos indicio alguno en la localidad. Y, siendo así, supongo que haríamos bien en solicitar la ayuda de Scotland Yard. Es un caso para ellos, no para nosotros.
—Algo tiene que haberla traído aquí sin embargo —dijo Slack.
Y, agregó, tanteando:
—Yo creo que el coronel y la señora Bantry tienen que saber algo... Sé que son amigos suyos, jefe...
El coronel le dirigió una mirada fría. Dijo con dureza:
—Puede usted tener la seguridad de que estoy teniendo en cuenta todas las posibilidades. Todas las posibilidades... ¿Supongo que habrá usted repasado la lista de personas denunciadas como desaparecidas?
Slack movió afirmativamente la cabeza. Sacó una hoja de papel escrito a máquina.
—Las tengo aquí. La señora Saunders, cuya desaparición se denunció hace una semana; morena de ojos azules, treinta y seis años. No es ésa... y sea como fuere, todo el mundo sabe, menos su marido, que se ha largado con un viajante de Leeds. La señora Marnard... ésta tiene sesenta y cinco años. Pamela Reeves, dieciséis, desapareció de su casa anoche. Había ido a una reunión de Exploradoras. Cabellos castaño oscuro en trenza, cinco pies, cinco pulgadas de estatura...
Melchett dijo con irritación:
—Hágame el favor de no leer detalles idiotas, Slack. Ésta no era una colegiala. En mi opinión...
Le interrumpió el timbre del teléfono. Fue allá.
—¿Diga...? Sí..., sí... Jefatura de Policía de Much Benham... ¿Cómo? Un momento...
Escuchó y escribió rápidamente. Luego dijo:
—Rubi Keene, dieciocho años, bailarina profesional, cinco pies cuatro pulgadas, esbelta, rubia platino, ojos azules, nariz respingona, se cree que lleva traje de noche blanco diamante y zapatos sandalias plateados. ¿No es eso? ¿Cómo...? no; no cabe la menor duda, creo yo. Mandaré a Slack inmediatamente.
Colgó el auricular y miró a su subordinado con decreciente excitación.
—Creo que hemos dado con ello. Hablaba la policía de Glenshire (Glenshire era el condado vecino). Muchacha denunciada como desaparecida del Hotel Majestic, en Danemouth.
—Danemouth —dijo el inspector Slack—. Eso ya es otra cosa.
Danemouth era un balneario de moda, situado en la costa, no muy lejos de allí.
—Sólo está a cosa de dieciocho millas de aquí —dijo el jefe—. La muchacha bailaba o no sé qué en el Majestic. No compareció a presentar su número anoche y la gerencia echaba chispas. Cuando siguió sin comparecer esta mañana, otra de las muchachas se alarmó, o tal vez fuera otra persona. No parece muy claro. Más vale que marche usted a Danemouth inmediatamente, Slack. Preséntese al superintendente Harper y coopere con él.
Siempre era del gusto del inspector Slack la actividad. Salir a toda marcha en un automóvil, imponer silencio groseramente a las personas que ardían en deseos de contarle algo, cortar en seco conversaciones so pretexto de urgente necesidad... todo eso era la sal de la vida para Slack.
En un tiempo increíblemente corto, por consiguiente, había llegado a entrevistarse con un gerente del hotel, aturdido y aprensivo; y dejándole luego con el dudoso consuelo de "hay que asegurarse primero de que es,
en efecto
, la muchacha de que se trata antes de levantar polvo", se hallaba camino de Much Benham de nuevo, acompañado de la más próxima pariente de Rubi.
Había conferenciado ya brevemente con Much Benham por teléfono antes de salir de Danemouth; de suerte que el jefe de policía estaba preparado para su llegada, aunque tal vez no para la breve presentación que hizo.
—Ésta es Josita, jefe.
El coronel Melchett miró fríamente a su subordinado. Le hacía el efecto de que Slack había perdido el juicio.
La joven que acababa de saltar del coche acudió en su ayuda.
—Ése es mi nombre profesional —explicó, con fugaz destello de dientes fuertes, blancos y hermosos—. Mi compañero y yo usamos los nombres de Raimundo y Josita, respectivamente; y, claro está, todo el hotel me conoce con el nombre de Josita. Mi verdadero nombre es Josefina Turner.
El coronel Melchett se ajustó a la situación e invitó a la señorita Turner a que se sentara, echándole entretanto una rápida mirada profesional.
Era una joven bien parecida, más cerca de los treinta que de los veinte años quizá, y su belleza dependía más del hábil maquillaje que de las facciones en sí. Parecía competente, de buen genio y gran sentido común. No era del tipo que pudiera calificarse jamás de hechicero, no obstante lo cual tenía atractivos en abundancia. Estaba maquillada muy discretamente y llevaba un traje oscuro de chaqueta. Aunque parecía disgustada y llena de ansiedad, no creyó el coronel que experimentara gran dolor.
Al sentarse, dijo:
—Parece demasiado horrible para ser verdad. ¿Cree usted que se trata de Rubi, en efecto?
—Me temo que eso es precisamente lo que tenemos que pedirle a usted que nos diga, y temo que le resulte un poco desagradable.
La señorita Turner preguntó, aprensiva:
—¿Tiene..., tiene... un aspecto muy horrible?
—La verdad... temo que la emocione un poco.
Le ofreció su pitillera y ella aceptó un cigarrillo, agradecida.
—¿Quiere... quiere que la vea inmediatamente?
—Creo que sería lo mejor, señorita Turner. Como comprenderá, de nada sirve el hacerle a usted preguntas mientras no tengamos la seguridad. Más vale pasar el mal rato de una vez, ¿no le parece?
—Bueno.
Tomaron el coche hasta el depósito.
Cuando Josita salió tras una breve visita, parecía bastante mareada.
—Es Rubi, en efecto —dijo con voz trémula—. ¡Pobre chica! ¡Cielos, sí que me siento rara! ¿No habrá —miró a su alrededor con nostalgia— un poco de ginebra?
No había ginebra, pero si coñac y, tras beber un trago, la señorita Turner recobró el aplomo. Dijo con franqueza:
—Le da a una un vuelco el corazón al ver una cosa así, ¿verdad? ¡Pobrecita Rubi! ¡Qué canallas son los hombres! ¿No le parece?
—¿Usted cree que fue un hombre?
Josita pareció desconcertarse un poco.
—¿No lo fue? Bueno, quiero decir... yo creí, naturalmente...
—¿Pensaba usted en algún hombre en particular?
Ella negó vigorosamente con la cabeza.
—No... yo no. No tengo la menor idea. Como es natural, Rubi no me lo hubiera dicho si...
—Si, ¿qué?
Josita vaciló.
—Pues... si..., si hubiese tenido relaciones con alguien.
Melchett le dirigió una mirada aguda. No dijo más hasta que estuvieron de vuelta en el despacho.
—Ahora, señorita Turner, deseo oír toda la información que pueda usted darme.
—Sí, naturalmente. ¿Por dónde quiere que empecemos?
—Quisiera conocer el nombre completo y las señas de la muchacha, el parentesco que la unía a usted con ella y todo lo que de ella sepa.
Josefina Turner movió afirmativamente la cabeza. Melchett vio confirmada su opinión de que la joven no experimentaba gran dolor. Estaba impresionada y angustiada; pero nada más. Habló sin dificultad:
—Se llamaba Rubi Keene... Ése era su nombre de guerra, claro está. El verdadero era Rosita Legge. Su madre era prima hermana de la mía. La he conocido toda la vida; pero no demasiado bien, si comprende lo que quiero decir... Tengo muchos primos, unos en el comercio, otros en el teatro... Rubi se estaba preparando para ser bailarina. Tuvo algunos contratos buenos el año pasado en pantomimas y todo eso. No con compañías de primera, pero si con compañías buenas de provincias. Desde entonces ha estado contratada como una de las parejas de baile en el
Palais de la Danse
, en Bixwell, del Sur de Londres. Es un sitio decente y cuidaban mucho de la muchacha; pero no se gana gran cosa.
Hizo una pausa. El coronel Melchett movió afirmativamente la cabeza.
—Y ahora —prosiguió Josefina— entro yo. He dirigido el baile y el
bridge
en el Majestic de Danemouth durante tres años. Es una buena plaza, bien pagada y agradable de desempeñar. Se encarga una de la clientela en cuanto entra... La estudia una, claro está, y adivina sus aficiones. A algunos les gusta que los dejen en paz y otros se sienten muy solos y quieren divertirse. Intenta una reunir a la gente adecuada para organizar partidas de
bridge
y todo eso... y se encarga de que los jóvenes bailen. Se requiere algo de tacto y de experiencia.
Melchett volvió a asentir con un gesto. Opinaba que aquella muchacha sabría desempeñar muy bien su cargo. Tenía modales agradables y amistosos y era perspicaz sin llegar a ser intelectual de una manera absoluta.
—Aparte de eso —continuó Josita—, hago un par de bailes de exhibición todas las noches con Raimundo. Raimundo Starr... el jugador de tenis profesional, y bailarín profesional también. Bueno, pues da la casualidad de que este verano resbalé sobre una roca cuando me bañaba un día y me torcí un tobillo.
Melchett había observado ya que cojeaba levemente.
—Claro está, eso puso fin al baile para mi durante una temporada, lo que resultaba un poco engorroso. No quería que el hotel buscase a otra que ocupara mi lugar. Siempre existe el peligro —durante unos momentos los ojos azules aceraron su mirada; era la hembra luchando por la existencia—, de que le estropeen a una la combinación, como comprenderá. Conque me acordé de Rubi v propuse a la gerencia que se la hiciera ir a ella. Yo seguiría encargándome de recibir a la clientela, organizar las partidas de cartas y todo eso. Rubi se cuidaría del baile nada más. Quería conservarlo todo dentro de la familia, ¿comprende?
Melchett aseguró que comprendía.
—Bueno, pues se mostraron conformes; conque telegrafié a Rubi y ella bajó. Era una oportunidad para ella. De más categoría que todo lo que había hecho antes. Eso fue hace cosa de un mes.