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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Un cadáver en la biblioteca (19 page)

—Ya lo sé, querida —contestó la señorita Marple—. Para eso estoy yo aquí también.

Capítulo XIV
1

En un cuarto tranquilo del hotel, Edwards estaba escuchando respetuosamente a sir Enrique Clithering.

—Quiero hacerle ciertas preguntas, Edwards; pero antes de empezar deseo que comprenda con claridad mi posición aquí. Fui en otros tiempos comisario de policía de Scotland Yard. Ahora me he retirado a la vida privada. Su amo me mandó llamar cuando ocurrió esta tragedia. Me suplicó que usara mi habilidad y mi experiencia para descubrir la verdad.

Sir Enrique hizo una pausa.

Edwards, con los pálidos e inteligentes ojos fijos en su interlocutor, inclinó la cabeza.

—Comprendo, sir Enrique.

Clithering continuó lenta y deliberadamente:

—En todos los casos policíacos hay necesariamente mucha información que se oculta o retiene. Se retiene por diversas razones... porque está relacionada con un escándalo de familia, porque se considera que no tiene nada que ver con el asunto, porque significaría una situación embarazosa para las personas interesadas.

De nuevo dijo Edwards:

—En efecto, sir Enrique.

—Supongo, Edwards, que ahora comprenderá usted claramente todos los puntos principales de este asunto. La difunta estaba a punto de convertirse en hija adoptiva del señor Jefferson. Había dos personas interesadas en que esto no sucediera. Esas dos personas son la señora Jefferson y el señor Gaskell, la nuera y el yerno del señor Jefferson.

Apareció en los ojos del ayuda de cámara un momentáneo destello. Dijo:

—¿Me es lícito preguntar si recaen sospechas sobre ellos, señor?

—No se hallan en peligro de ser detenidos, si es eso lo que usted quiere decir. Pero es natural que la policía sospeche de ellos y que continúe sospechando
hasta que se esclarezca el asunto
.

—Es una situación desagradable para ellos, señor.

—Muy desagradable. Ahora bien, para averiguar la verdad es preciso conocer todos los datos relacionados con el caso. Mucho depende... y tiene que ser así... de las relaciones, palabras y gestos del señor Jefferson y de su familia. ¿Qué sentimientos experimentaron, qué exteriorizaron, que cosas se dijeron? Le pido a usted, Edwards, información interior que sólo usted tendrá probablemente. Conoce usted los humores de su amo. Habiéndolos observado tantas veces, es muy posible que sepa cuál era la causa de los mismos. Le estoy preguntando esto, no como policía, sino como amigo del señor Jefferson. Es decir, si alguna de las cosas que usted me diga no fuera, en mi opinión, pertinente al caso, yo no se la comunicaría a la policía.

Hizo una pausa. Edwards dijo:

—Le comprendo, señor. Quiere que hable con entera franqueza... que diga cosas que, en el curso normal de los acontecimientos, no diría... y que, usted perdone, señor, ni usted mismo soñaría con escuchar siquiera.

Contestó sir Enrique:

—Es usted un hombre muy inteligente, Edwards. Eso es exactamente lo que quiero decir.

Edwards guardó silencio unos segundos. Luego empezó a hablar:

—Ni que decir tiene que conozco al señor Jefferson bastante bien ya. Llevo con él muchos años. Y le veo, no sólo, en escena, como quien dice, sino entre bastidores. A veces, señor, me he preguntado para mis adentros si es bueno que una persona luche contra el Destino de la manera que ha luchado el señor Jefferson. Lo ha pagado muy caro. Si a veces hubiera podido ceder, ser un viejo desgraciado, solo y quebrantado... bueno, quizá hubiera resultado mejor para él a fin de cuentas. Pero ¡es demasiado orgulloso para eso! Caerá luchando... ése es, desde luego, su lema. Pero eso, sir Enrique, trae consigo mucha reacción nerviosa. Parece un caballero de muy buen genio. Yo le he visto con accesos de violenta ira durante los cuales apenas le dejaba hablar la rabia. Y la cosa que siempre le sublevaba, señor, era el engaño...

—¿Dice usted eso pensando en algo determinado, Edwards?

—Sí, señor. ¿Me pidió usted, señor, que hablara con completa franqueza?

—Eso es lo que quiero.

—Pues bien, sir Enrique, en tal caso le diré que, en mi opinión, la joven con la que tanto se había encaprichado el señor Jefferson no merecía que se acordaran de ella. Era, hablando en plata, una muchacha ordinaria a más no poder. Y el señor Jefferson no le importaba a ella un bledo. Toda esa exhibición de afecto y gratitud era comedia pura. Yo no digo que hubiera maldad en ella... pero no era, ni con mucho, lo que el señor Jefferson pensaba de ella. Eso era curioso, porque el señor Jefferson se distinguía por su perspicacia. Rara vez se engañaba al juzgar a una persona. Pero después de todo un caballero no es ecuánime en sus juicios cuando se trata de una joven. La señora Jefferson, en quien había confiado siempre mucho para obtener simpatías, había cambiado mucho este verano. Él lo notó y lo sintió enormemente. Le profesaba mucho afecto, ¿sabe? Al señorito Marcos, sin embargo, nunca le tuvo mucha simpatía.

Comentó sir Enrique:

—Y sin embargo, le tenia siempre a su lado...

—Sí; pero era por amor a la señorita Rosamunda... a la difunta señora Gaskell. La adoraba. El señorito Marcos era el esposo de la señorita Rosamunda. Sólo pensaba en él como tal.

—¿Y si el señorito Marcos se hubiera casado otra vez?

—El señor Jefferson se hubiera puesto furioso.

Sir Enrique enarcó las cejas.

—¿Tanto como todo eso?

—No lo hubiera exteriorizado, pero se hubiese puesto furioso igual.

—¿Y si la señora Jefferson se hubiera casado otra vez?

—AI señor Jefferson no le hubiera gustado eso tampoco.

—Tenga usted la bondad de continuar, Edwards.

—Estaba diciendo, señor, que al señor Jefferson le dio la manía por esa muchacha. He visto ocurrir cosas así con frecuencia entre los caballeros a quienes he servido. Les coge como si fuera una especie de enfermedad. Quieren proteger a la muchacha, escudarla y colmarla de beneficios... y el noventa por ciento de las veces la muchacha sabe protegerse sola divinamente y anda con ojo avizor para aprovechar la oportunidad.

—Conque... ¿usted cree que esa Rubi Keene era una intrigante?

—Verá, sir Enrique, carecía de experiencia; era tan joven... pero poseía todo lo necesario para ser una buena intrigante una vez le cogía el ritmo a la cosa, como quien dice. Dentro de cinco años más hubiera sido una experta en eso.

—Me alegro de conocer la opinión que usted tiene de ella. Es de gran valor. Y ahora, ¿recuerda usted algún incidente en que este asunto fuera discutido entre el señor Jefferson y su familia?

—Hubo muy poca discusión, señor. El señor Jefferson dio a conocer sus propósitos y ahogó toda protesta. Es decir, ahogó los comentarios del señorito Marcos, que solía hablar muy claro. La señora Jefferson no dijo gran cosa... es una señora muy apacible... Sólo le instó a que no hiciera nada demasiado aprisa.

Sir Enrique movió afirmativamente la cabeza.

—¿Algo más? ¿Cuál fue la actitud de la muchacha?

El ayuda de cámara contestó, con evidente disgusto:

—Yo la calificaría de jubilosa, señor.

—¡Ah...! ¿Jubilosa dice usted? ¿No tenia usted motivo alguno para creer, Edwards, que... —trató de hallar una frase que resultara adecuada para Edwards— que... ah... estuviera enamorada de otro?

—El señor Jefferson no la pedía en matrimonio, señor. Sólo iba a adoptarla.

—Suprima usted el "de otro", y valga la pregunta.

El ayuda de cámara dijo lentamente:

—Sí que hubo un incidente, señor, del que yo fui testigo.

—Eso es una suerte. Cuénteme.

—Posiblemente carecerá de importancia, señor. Sólo fue que un día, al abrir la joven su bolso, se le cayó un retrato. El señor Jefferson lo cogió y dijo: "Hola, gatita, ¿quién es ése? ¿eh?"

»Era una instantánea de un joven moreno, de cabello desgreñado y corbata muy mal arreglada.

»La señorita Keene fingió no saber nada de ella. Contestó: "No tengo la menor idea, Jeffie. Ni la menor idea. No sé cómo puede haber venido a parar a mi bolso. ¡Yo no la metí en él!"

»El señor Jefferson no era tonto del todo. La contestación dejaba mucho que desear. Pareció enfadarse; frunció el entrecejo; y era ronca su voz al decir:

»—Vamos, gatita, vamos. Tú sabes divinamente quién es él.

»La muchacha cambió de táctica a toda prisa entonces, señor. Pareció asustarse y dijo: "Ahora le reconozco. Viene aquí a veces y he bailado con él. No sé cómo se llama. El muy estúpido debe haberme metido en el bolso su retrato algún día. ¡Esos chicos son más tontos que ellos solos!" Echó hacia atrás la cabeza, soltó una risita de conejo y cambió de conversación. Pero no era una explicación muy verosímil, ¿verdad? Y no creo que el señor Jefferson la aceptara del todo. La miró una o dos veces después de eso con ojos penetrantes, y a veces, si la muchacha había salido, le preguntaba dónde había estado a su regreso.

Preguntó sir Enrique:

—¿Ha visto usted por el hotel alguna vez al original de la fotografía?

—No, que yo sepa, señor. Claro está, yo ando poco por abajo, por las salas abiertas al público.

Sir Enrique asintió con la cabeza. Le hizo aún unas cuantas preguntas; pero Edwards no le pudo decir más.

2

En la comisaría de Danemouth el superintendente Harper estaba de conferencia con Jessica Davis, Florencia Small, Beatriz Henniker, María Price y Liliana Ridgeway.

Tenían todas la misma edad aproximadamente y una mentalidad casi uniforme. Entre ellas había de todo, desde la señorita provinciana, hasta la hija de labradores y de comerciantes. Todas ellas contaban la misma historia. Pamela Reeves había sido la misma de siempre. Nada le había dicho a ninguna de ellas, salvo que iba a los Almacenes Woolworth y que regresaría a casa en otro autobús.

En un rincón del despacho del superintendente había sentada una señora de edad. Las muchachas apenas se fijaron en ella. Si la vieron, debieron preguntarse quién podría ser. Desde luego no era una de las matronas de la policía. Posiblemente supondrían que, como ellas, sería una persona llamada allí para ser interrogada.

Salió la última muchacha. El superintendente se secó la frente, se volvió para mirar a la señorita Marple. Su mirada era interrogadora, pero no esperanzada.

La señorita Marple, sin embargo, anunció:

—Me gustarla hablar con Florencia Small.

Harper enarcó las cejas, pero asintió con un movimiento de cabeza y tocó el timbre. Se presentó un guardia. Harper ordenó:

—Florencia Small.

Volvió a presentarse la muchacha, acompañada del guardia. Era la hija de un labrador rico, una muchacha alta, de cabello rubio, boca con gesto de estupidez y ojos pardos asustados. Se retorcía la mano y parecía nerviosa.

El superintendente miró a la señorita Marple, que afirmó con la cabeza.

Harper se puso en pie. Dijo:

—Esta señora te hará unas preguntas.

Y salió del despacho, cerrando la puerta tras sí. Florencia dirigió una mirada inquieta a la señorita Marple. Sus ojos se parecían a los de uno de los becerros de su padre. La señorita Marple, mirándola cariñosamente, dijo:

—Siéntate, Florencia.

La muchacha se sentó, obediente. Sin darse ella misma cuenta, se sintió de pronto más a sus anchas, menos desasosegada. En lugar del ambiente extraño y aterrorizador de una comisaría encontraba ahora algo que le era más conocido: la voz de mando de alguien que estaba acostumbrada a dar órdenes. Dijo la señorita Marple:

—¿Has comprendido, Florencia, que es de enorme importancia que se conozca todo lo que hizo la pobre Pamela el día de su muerte?

Florencia murmuró que lo comprendía perfectamente.

—Y estoy segura que quieres hacer todo lo que puedas para ayudar, ¿verdad?

La mirada de Florencia expresaba cautela cuando contestó afirmativamente.

—El ocultar cualquier dato constituye una ofensa muy seria —prosiguió la anciana.

La muchacha se retorció los dedos, nerviosa. Tragó saliva un par de veces.

—Me hago cargo —dijo la señorita Marple— de que estás alarmada al verte obligada a entrar en contacto con la policía. Tienes miedo también de que se te culpe por no haber hablado más pronto. Posiblemente también temes que te culpen de no haber detenido a Pamela por entonces. Pero tienes que ser una muchacha valiente y confesar la verdad. Si te niegas a decir lo que sabes, será una cosa muy seria... muy seria... poco más o menos, igual que cometer
 perjurio
, y por so, como sabes, pueden meterte en la cárcel.

—Yo... yo no...

Dijo la señorita Marple con brusquedad:

—¡No mientas, Florencia! ¡Cuéntame toda la verdad inmediatamente! Pamela no iba a ir a comprar a los Almacenes Woolworth, ¿verdad?

Florencia se pasó la lengua por los resecos labios y miró implorante a la señorita Marple, como animal a punto de ser degollado.

—Era algo relacionado con las películas, ¿verdad? —inquirió la anciana.

Una expresión de intenso alivio y de temeroso respeto a la par cruzó el semblante de la muchacha. Desaparecieron todas sus inhibiciones.

—¡Oh, sí!

—Me lo figuraba. Ahora quiero que des todos los detalles.

Las palabras se le escaparon a Florencia a borbotones.

—¡Oh! ¡He estado más angustiada...! Y es que le había prometido a Pam que no le diría una palabra a nadie, ¿comprende? Y luego, cuando la encontraron quemada en ese automóvil... ¡Oh! ¡Fue horrible y creí que me moriría...! Me pareció que todo era culpa mía. Debí de haberla parado. Sólo que nunca pensé... no, ni un solo momento... que pudiera haber nada malo en ello... Y luego me preguntaron si había estado como siempre aquel día, y dije que sí antes de haber tenido tiempo de pensar. Y no habiendo dicho nada entonces, no vi cómo iba a poder decir nada después. Y después de todo, yo no sabía nada... no en realidad... sólo lo que Pam me contó.

—¿Qué te dijo Pam?

—Fue cuando íbamos a coger el autobús, camino de la reunión de exploradoras. Me preguntó si era capaz de guardar un secreto y yo dije que sí, y ella me hizo jurar que no lo diría. Iba a ir a Danemouth a que le hicieran una prueba cinematográfica después de la reunión. Había conocido a un productor de películas... recién llegado de Hollywood creo que era. Buscaba un tipo determinado y le dijo a Pam que ella era precisamente lo que él andaba buscando. Le advirtió, sin embargo, que no se hiciera ilusiones. No era posible hablar con seguridad, le dijo, hasta ver qué tal salía en persona en las fotografías. Podría resultar que no sirviera. Era un papel especial le dijo. Hacía falta una muchacha joven para desempeñarlo. Se trataba de una colegiala que cambiaba de personalidad con una artista de revista y hacía una carrera maravillosa. Pam ha trabajado en obras de teatro en el colegio y es muy buena actriz. Él le dijo que veía que sabía desempeñar muy bien un papel, pero que le haría falta un entrenamiento intensivo. No todo sería coser y cantar, le dijo. Tendría que trabajar mucho y muy duro. ¿Creía ella poder soportarlo?

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