Un rey golpe a golpe (35 page)

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Authors: Patricia Sverlo

Tags: #Biografía, Histórico

CAPÍTULO 16

DE AMORES Y OTRAS BATALLAS

Siguiendo la tradición de los Borbones

Allá cada cual con sus aventuras, que el propósito de este libro no es moralizar en cuestiones de cama. Pero la historia de los amores de Juan Carlos todavía es más larga y compleja que la de sus barcos. En el capítulo 6 ya hemos visto la primera parte de los que se podrían considerar «romances» de juventud —dicho de manera fina —, poco antes del matrimonio con la princesa Sofía de Grecia. Ahora veremos la segunda parte, que se corresponde con la etapa de casado. Aun cuando, insistía, lo que interesa no es en absoluto repasar su vida privada con espíritu de escándalo de prensa rosa (en su caso, azul). Es una revisión de la hipocresía con que se incumplen algunas normas esenciales de la monarquía. Los fundamentos monárquicos incluso han llegado al diccionario, invadiendo acepciones de términos como «bastardo», «morganático»… Y de esto tienen que responder. Se agradecería, por ejemplo, la sinceridad a la hora de asumir responsabilidades con respecto a los hijos. Aunque Juan Carlos no se haya querido pronunciar respecto a su presunta hija ilegítima con Olghina de Robiland, al fin y al cabo está perfectamente asumido que en las casas reales haya algún hijo bastardo. El mismo Don Juan, por ejemplo, no tuvo demasiados problemas en reconocer públicamente un secreto de dominio público, al invitar a su hermano ilegítimo cuando cumplió 80 años, celebrados en el Pardo, Leandro Ruiz de Moraga, que con propiedad se habría de llamar Leandro Borbón Ruiz, que era hijo de Alfonso XIII y una actriz de teatro, Carmen Ruiz Moraga, de la cual el monarca había sido amante durante años; era, por lo tanto, tío del rey Juan Carlos I.

Al margen de esto, el pueblo español ha demostrado suficientes veces que no se escandaliza de la legendaria promiscuidad que a lo largo de los siglos ha caracterizado, como si fuera un mal genético, tanto a los representantes masculinos como a los femeninos de los Borbones. Carlos III ya advertía a su hijo, el futuro Carlos IV: «Hijo mío, las princesas también pueden ser putas».

Precisamente a la que sería su esposa, su prima María Luisa de Borbón, «mujer que buscaba a los gallardos guardias recién llegados para satisfacer sus apetitos», se le atribuyó una larga lista de amantes, en la que figuraron, entre muchos otros, Manuel Godoy, el conde de Teba y Agustín de Lancaster. El hijo y sucesor de Carlos IV, Fernando VII, también fue famoso por sus «muchos y desordenados apetitos», aunque no le gustaba solazarse con las damas de la corte y prefería salir disfrazado por la noche en compañía del duque de Alagó, «siendo las hembras con quienes el amanolado monarca gustaba de platicar y juntarse mozas de rompe y rasga, de mucho trapío y poco señorío, que en los barrios bajos gozaban de renombre», según cuentan las crónicas de la época. La vida adúltera de su hija y sucesora al trono, Isabel II, también fue tema de lavadero para todo el mundo, y está probado que los rumores no se debían siempre a la maledicencia. Alfonso XII también salía muchas veces de palacio, acompañado del inseparable duque de Sesto, a recorrer burdeles. Y dejó el legado de su fogosidad a Alfonso XIII, que, al poco tiempo de haber empezado a reinar, apareció en los papeles, en un semanario parisiense, por los primeros pasos de una relación amorosa con una soprano llamada Genoveva Vix. El caso de Juan Carlos no hace sino continuar una tradición familiar.

Resulta prácticamente imposible presentar una nómina completa de las distinguidas por los favores reales. Tal y como explican las personas más próximas, como las ocasiones de conocer gente que tiene el monarca son más bien escasas, suele quedar deslumbrado por las mujeres que ve en televisión y, cuando esto sucede, solicita a mediadores que se las presenten. Esto de ser rey parece que, por lo general, funciona bastante bien, y el éxito de la operación suele estar asegurado. Sus aventuras, casi siempre poco exclusivistas, suelen durar poco tiempo. O bien se mantienen durante años pero de manera intermitente, intercalándose las unas con las otras. Fueron frecuentes desde los primeros años de casado, pero el ímpetu sexual del monarca no disminuyó con los años y continuó en plena madurez, y todavía hoy, aunque ya tenga edad de disfrutar de una plácida jubilación.

Preocupado por mantener una buena imagen, a partir de los 50 años empezó a tapar su incipiente calvicie con dos pequeños postizos intercambiables que le cubrían la tonsura, y se sometió a varios tratamientos de rejuvenecimiento y embellecimiento (sobre todo, para arreglar unos dientes incisivos superiores demasiado pequeños que entenebrecían su sonrisa), combinados con ejercicio físico para mantenerse en forma.

El resultado global de todo esto lo pudo comprobar casi todo el mundo, cuando el 20 de mayo de 1995 la revista italiana Novel 2000 publicaba las fotos del rey desnudo sobre la cubierta del yate Fortuna, cuando tenía 57 años, «en espléndida soledad». Las instantáneas se habían tomado, según la revista, tras la boda de la infanta Elena (en marzo de 1995), cuando el monarca se relajaba del trasiego cotidiano en el mar después de habérselo quitado todo menos la gorra; aunque, según otras fuentes, eran más antiguas (de 1989, concretamente). Los paparazzi ya habían pillado antes a unos cuantos príncipes herederos (entre otros, Alberto de Mónaco), pero nunca antes ni después a un rey coronado. Y como demostraba un bronceado uniforme, estaba habituado a hacerlo, aunque a la Casa Real le faltó tiempo para decir que era «por prescripción facultativa» para exponer al sol las cicatrices de la intervención quirúrgica que en 1985 le había extirpado parte del testículo izquierdo como consecuencia de un golpe. De todos modos, en las imágenes no se veía tan detalladamente.

Más bien se ofrecían con bastante pudor, y a mucha distancia, «las reales rotundidades a los besos del sol», como decía el texto del reportaje.

Y pese a que el semanario atizaba el morbo anunciando que Juan Carlos mostraba «las joyas más escondidas de la Corona española» cuando maniobraba para cambiar de postura, los más mirones no pudieron satisfacer su curiosidad para comprobar si, también en este aspecto, don Juan Carlos era comparable a su antepasado Fernando VII, llamado el Deseado, que, como se sabe, «asustaba a sus cónyuges con el desproporcionado volumen de sus atributos». En España no se pudieron ver las fotos porque la misma agencia que las vendió en Italia a Novel 2000 las cedió por una abundante cantidad a un semanario que prefirió guardarse la exclusiva en un cajón, vaya usted a saber por qué.

Pero el tema trascendió de todos modos y hubo reacciones para todos los gustos. Algunos entusiastas juancarlistas, guiados más por la imaginación que por la comprobación de lo que la revista italiana había publicado realmente, escribieron comentarios halagadores sobre el miembro viril de nuestro rey. Antonio Burgos, por ejemplo, se dejó llevar y dijo: «Con estas fotos hemos podido comprobar, así, fehacientemente, que don Juan Carlos tiene la entrepierna tan bien amueblada como demostró el 23-F». Francisco Umbral exclamaba en una columna suya: «¡Albricias con el desnudo real! El Rey ha demostrado tener el mandato condicional». Y hasta el ultraconservador Jaime Campmany recitaba en la Cope: «Dicen que el Rey en las fotos / sale con muy buena cara, / y tres palmos más abajo / lo que viene da la talla […] así que al ver la bandera / que el Fortuna quita izada / salió de la espuma Venus / exclamando: ¡Viva España!»

Pero dejémonos de frivolidades, porque la entrepierna y las amantes del rey sólo interesan en este libro en relación con la vida política del país, que ahí es nada. Por un lado, porque la falta de discreción real ha podido llevar alguna vez secretos de Estado, ocultos con mucho cuidado a la opinión pública, al dormitorio de las amantes que, además, tuvieron la precaución de dejar constancia de los detalles en cintas de vídeo o de cassette. Por otro lado, en un plano más general, por los episodios de censura ilegal, por diferentes mecanismos, que han rodeado a las aventuras del monarca, y que pongan de relieve la clase de democracia que la monarquía nos quiere ofrecer.

Una esposa «profesional»

Si Sofía no sabía cómo era Juan Carlos antes de casarse —cosa improbable, porque seguro que la fama lo precedía, y más en la etapa desmesurada de «chungas», «gabrielas» y «olghinas», incluyendo escándalos de paternidades no deseadas, justo antes de la boda —, enseguida tuvo la oportunidad de descubrirlo. Como ya hemos comentado, no hacía ni un año que se habían casado cuando el Parlamento griego empezó a preguntarse si había hecho un buen negocio con la dote de la princesa, ante lo que se anunciaba como una separación inminente. Pero Sofía siempre fue, como dice de ella el rey, en una expresión que a ella no le gusta porque suena a otra cosa, una «gran profesional». Esto era lo que le gustaba a Franco de la princesa: que se lo tragaba todo, con un sufrimiento silencioso, como una reina, educada para soportar cualquier sacrificio por razones de Estado. Y además, sabía estar en las audiencias privadas del rey con sus colaboradores, e incluso meter baza para apoyar las decisiones más militarotas que Juan Carlos haya tomado nunca, sobre todo en la etapa de Alfonso Armada, con quien Sofía supo conectar tan bien, en la Secretaría de La Zarzuela.

Llevaba la realeza en la sangre. Hija de rey y hermana de rey, en su árbol genealógico hay dos emperadores alemanes, ocho reyes de Dinamarca, cinco reyes de Suecia, siete zares de Rusia, un rey y una reina de Noruega, una reina de Inglaterra y cinco reyes de Grecia. La monarquía, sea cual sea, es su verdadera patria. Y, además, siempre se ha sentido un poco extranjera, incluso en su propio país de origen. En el palacio real ateniense nunca se habló griego. Sofía aprendió el alemán como primera lengua y el inglés como segunda. Y sólo en tercer lugar, el griego. Ahora bien, España no es un país que le guste especialmente y cuando quiere estar a gusto, coge un billete de Iberia, su paquete de sandwiches vegetales preparados en La Zarzuela, porque no le gusta la comida de avión, y se va a Londres, donde se siente mucho más cómoda. Con el tiempo, la pareja real se avino a una relación poco ruidosa, formal y «profesional» para las cosas importantes. En un viaje oficial que hicieron a Chile, en octubre de 1990, un diario local (el
Fortín Mapocho
) dedicó la portada a destacar que les habían tenido que reservar dos habitaciones diferentes en el Hotel Crown Plaza de Santiago en el que se alojaban: «Los reyes harán tuto (sic) camas separadas», decía el titular. Aquí también se ha publicado que, desde hace años, en La Zarzuela disponen de aposentos bastante alejados el uno del otro. Ella duerme en la segunda planta, y él en un apartamento en la primera. Por no compartir, ni siquiera comparten aficiones, y mucho menos con respecto a la música. Juan Carlos, al parecer, disfruta de las rancheras y de la canción italiana marchosa al estilo de Rafaella Carrá, o la latina de Paloma San Basilio; mientras que a ella le gusta la música clásica, sobre todo cuando el intérprete es de peso. Siempre había sentido una especial debilidad por Rostropovic, que, a sabiendas del aprecio que le tiene la reina, siempre que pasaba de gira por Madrid, cumplía como un rito el homenaje privado de ofrecerle, al final del concierto, la partitura para violoncelo en sí menor de Dvorak. Una vez, Sofía llegó a interrumpir un viaje oficial a California (EEUU), para asistir a una lección magistral que el maestro daba en la capital del Estado español. Un avión especial de Los Angeles fue a recogerla, mientras el rey se quedaba en su sitio continuando la visita.

Con todo, aunque el pacto de la prensa siempre vistió al matrimonio de armonía, y ellos interpretaron el papel de cónyuges felices con discreción, a lo largo de los ya cerca de 40 años de matrimonio la tormenta ha estallado unas cuantas veces. Sofía ha declarado alguna vez que no recuerda que él le hubiera dicho nunca «te quiero». La primera bronca conocida de Juan Carlos y Sofía tuvo lugar al cabo de pocos meses de la coronación, a comienzos de 1976. En aquella ocasión la cosa trascendió porque a Sofía se le ocurrió coger a los niños e irse con bastante ajetreo a Madrás (India), donde en aquel momento residían su madre, la ex-reina Federica, y su hermana Irene. El viaje se justificó oficialmente por motivos de salud de Federica. Otra fuga sonada de la reina se produjo en vísperas de su aniversario de boda, el 14 de mayo de 1991, cuando se fue a los Andes bolivianos con su prima Tatiana Radziwill, que precisamente había sido dama de honor en la boda.

La prensa publicó una foto en la que se la veía cabalgando en una mula. Pero sería difícil, casi imposible, intentar enlazar estos sucesos con lo que se sabe de las relaciones extramatrimoniales de Juan Carlos en cada uno de estos momentos históricos. En la lista inacabable se cruzan las unas con las otras. Al parecer, a finales de los setenta y principios de los ochenta, tuvo una aventura con una conocida vedette de Totana (Murcia), que le había presentado el entonces presidente Adolfo Suárez.

Pero también, simultáneamente o alternándolas, con otra rubia famosa, procedente de Italia, que entonces triunfaba en la televisión española. Después vino, en los primeros ochenta, el flirteo con una popular cantante española, a quien iba a visitar en moto a su casa, en Majadahonda, cerca de Madrid. Pero con la de Totana no había roto del todo, y retomó la relación a comienzos de los noventa, época en que rompieron definitivamente, cosa que provocó una violenta reacción por parte de la vedette.

Poco antes de aquella ruptura, el rey inauguró otra relación con una decoradora catalana, que duró varios años y, al parecer, fue más seria que las otras. Aunque al mismo tiempo, en otros líos amorosos suyos, tuvo un breve encuentro con una periodista extranjera, que iba a La Zarzuela y se sentaba encima de la mesa tan vivaracha y con unas minifaldas tan cortas, que la reina se irritó hasta el punto de marcharse en medio de una entrevista que la familia real había concedido a la intrépida reportera.

En medio de todo este sacramental, en 1992 se desencadenó la crisis matrimonial que estuvo a punto de traspasar el ámbito familiar para convertirse en una cuestión de Estado. Se ha escrito mucho sobre la supuesta conjura para derribar a Juan Carlos y obligarlo a abdicar en favor de su hijo, el príncipe heredero Felipe. Y no faltaron veladas alusiones a que el jefe de la Casa Real, Sabino Fernández Campo, en connivencia con la reina Sofía, apoyaba la idea. A Sabino, algunas personas —Mario Conde fundamentalmente, pero no sólo él— le acusaron explícitamente de filtrar información comprometida a la prensa para dinamitar la imagen pública del rey. De la reina no se dijo tanto, pero sí que estaba a punto de hacerle perder la paciencia, aunque lejos de la historia de un ataque de nervios. Sofía mantenía la suficiente frialdad para no olvidar los deberes del Estado y sustituir al monarca en actos oficiales como la apertura de la reunión de la Cumbre Iberoamericana de Guadalupe, Cáceres, mientras la prensa publicaba que él se divertía de vacaciones en Suiza. Y también para ocuparse de gestiones tan delicadas como la censura del diario
Claro
, que el mes de agosto pretendía publicar cómo ella misma había frustrado el noviazgo de Isabel Sartorius con el príncipe Felipe, al enterarse de que un hermano de la joven había estado detenido en Argentina por consumo de cocaína, y que la madre de los dos había sido investigada en relación con el narcotráfico por el juez de la Audiencia Nacional Carlos Bueren. El tema de la conjura todavía continuó varios años por otras razones (al margen del entorno de La Zarzuela, con José María Ansón de protagonista), antes de deshincharse definitivamente. Por ahora es un tema tabú del cual ni los más atrevidos osan decir nada. Fuera como fuese, Juan Carlos y Sofía tuvieron la oportunidad de rehacer su imagen llorando juntos en los entierros y en contadas apariciones públicas en que se los veía cogidos del brazo.

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