Cuando en septiembre del año 2000 el rey, acompañado por Fraga Iribarne, visitó el Real Club Náutico de Sanjenjo (Pontevedra) para la presentación oficial del equipo español de la Sardinia Cup, se emocionó al ver que habían trasladado el viejo velero Giralda de su padre, que llevaba dos años atracado en la Escuela Naval de Marín. Aquel viaje por las costas gallegas no fue memorable sólo para él. También emocionó a los habitantes de la isla de Ons durante la visita real de 48 horas, gracias a la cual pudieron disfrutar de suministro eléctrico durante dos días completos. En un principio, con la novedad, los vecinos sintieron extrañeza y curiosidad. El último día que Juan Carlos estuvo con ellos, esperaron hasta las 2 de la madrugada para ver qué pasaba. Pero 7 horas después de que el rey se hubiera ido, cortaron el suministro de nuevo. Ante las protestas, Medio Ambiente explicó que el regalo no había sido para los isleños, sino para atender a las necesidades de seguridad de las autoridades, siguiendo las recomendaciones de la Casa Real. Díez Yañez, el conselleiro responsable, dijo: «No somos ni Fenosa, ni una compañía eléctrica». Y es que la isla de Ons, a una hora en barco desde Bueu, tiene unas 80 viviendas, cuyos habitantes sólo disfrutan de ocho horas diarias de luz eléctrica, y el resto del tiempo se las han de apañar con generadores privados, lámparas de gas o velas. Durante mucho tiempo desearon que el monarca volviera.
El primer barco que tuvo Juan Carlos, el Sirimiri, se lo trajeron los Reyes Magos en 1947, el primer año que pasó en Estoril. En realidad, como el mismo Juan Carlos descubrió años más tarde, los reyes magos no existen y el pequeño crucero de regata, construido aquel mismo año por Udondo, había sido un regalo de los monárquicos de Bilbao a Don Juan, que lo cedió a sus hijos para que fueran aprendiendo a navegar y acostumbrándose a eso de recibir regalos caros.
Una vez adulto y ya coronado, en 1976, cuando empezó a veranear en aguas mallorquinas, Juan Carlos estrenó su primer Fortuna, que a duras penas era una barcaza en comparación con los barcos de otros ilustres veraneantes de la isla, como los magnates Giovanni Agnelli o Raul Gardini, y, sin duda, con el del rey Fahd de Arabia Saudí. Precisamente con este último el rey de España ya había empezado a «intermediar» en negocios petroleros y otros asuntos; el saudí, que se dio cuenta de que a Juan Carlos se le ponían los dientes largos cuando veía su barco, le regaló el segundo Fortuna en el año 1979. Había sido construido en Estados Unidos y disponía de todos los adelantos técnicos del momento. Tan apañado como su padre, Juan Carlos vendió el primero a quien entonces era jefe de la Casa Real, el marqués de Mondéjar. El regalo del rey Fahd no figuró en la declaración de Hacienda, que ya en aquella época el monarca empezaba a presentar como un español más, porque oficialmente el barco era de titularidad del Patrimonio Nacional, la institución que se hacía cargo de mantenerlo. Este segundo Fortuna dio mucho juego durante casi diez años, pero en 1988 ya empezó a presentar pequeños problemas. El 13 de agosto, con Carlos de Inglaterra a bordo, cuando viajaban de Maó a Palma, tuvo una avería y tuvieron que remolcarlo dos pesqueros. Aquello no daba una buena imagen de la monarquía y a partir de entonces ya empezaron a pensar en sustituirlo. Pero, a falta de otro regalo de Fahd, que entonces lo que quería era cobrar el famoso crédito de 100 millones de dólares, la cosa se planteaba difícil.
Entonces era ministro de Defensa Narcís Serra, y cuando el rey le habló del asunto del barco, lo primero que se le ocurrió fue la peregrina idea de pagarlo con 1.000 millones de los fondos reservados. Pero aquel pensamiento no gustó y no prosperó. Lo de los fondos reservados estaba bien para los GAL, pero era necesario no mezclar las cosas. De todos modos, ese mismo año el Patrimonio Nacional decidió vender el barco y construir otro nuevo con cargo al Estado. Se llegaron a editar folletines para la venta del Fortuna, gestionada por una compañía británica, con un precio que se había establecido en 900 millones de pesetas. El 19 de julio de 1989 Patrimonio adjudicó a los astilleros Mefasa (Mecanización y Fabricación SA), la naviera de Avilés propiedad de Paco Sitges, amigo íntimo del rey, la construcción del nuevo yate, presupuestado oficialmente en 1.200 millones de pesetas. Eran los años dorados de Mefasa, que a la vez estaba construyendo el Alejandra, de Mario Conde, en el mismo astillero que el del rey. El barco que se había proyectado para la familia real era una embarcación de lujo, diseñada por el británico Don Shead, el mejor del mundo, con un motor de 9.200 caballos y capaz de lograr 45 nudos de velocidad. El mismo rey viajaba a menudo a Avilés para supervisar la construcción y también la reina, encargada de elegir las tapicerías.
Pero cuando ya estaba prácticamente acabado, en junio de 1991, la Casa Real anunció por sorpresa que renunciaba a adquirirlo. Nunca se pudo aclarar la razón, aunque circularon varias versiones. La oficial fue que, previendo la crisis económica que se acercaba, ante los gastos fastuosos de la Expo 92 y los Juegos Olímpicos de Barcelona, Juan Carlos renunciaba voluntariamente al yate como un gesto de sobriedad. Según otra, se atribuía a Sabino Fernández Campo, que ya era jefe de la Casa Real, la recomendación de hacerlo, para mejorar la imagen de placer y derroche que el monarca había dado durante los últimos tiempos en Mallorca, que el verano anterior había salido a la luz en algunos reportajes periodísticos inusualmente críticos. Pero hubo más versiones, que también llegaron a las páginas de varios medios de comunicación. En una tercera explicación, se decía que Juan Carlos se había tenido que adaptar de mal grado a un presupuesto oficial apretado, que el barco se le hacía pequeño antes de estrenarlo, y que había preferido posponer la compra para una ocasión mejor; es decir, aguantar con el viejo hasta que se pudiera comprar el que realmente quería.
El cuarto relato completaba el anterior, e iba un poco más allá, ya que incorporara nuevos datos sobre unos créditos blandos de Mario Conde a Mefasa. El banquero, que en aquellos años disfrutaba de la plena confianza y amistad del monarca, muy de mal grado del jefe de la Casa del Rey, a quien no le cayó bien nunca, prácticamente había comprado los astilleros de Francisco Sitges en marzo de 1990. Y, según especulaban algunos medios, a partir de entonces la construcción del barco del rey había pasado a tener una serie de añadidos (en concreto unas turbinas que aumentarían la velocidad de la embarcación) que no estaban incluidos en el presupuesto, y que, sin embargo, no se reflejaban en las cuentas oficiales. Como aquello era muy irregular y les podía estallar en las manos en cualquier momento, la Casa del Rey obligó a que se renunciara al barco.
Según una quinta y última versión, simplificación y compendio de la anterior, Mario Conde habría querido regalar el nuevo yate Fortuna al rey, con la intención de ganarse su amistad. Y el monarca habría declinado el ofrecimiento con cortesía. Fuera como fuese, Patrimonio Nacional acabó vendiendo el barco nuevo en lugar del viejo, por 1.235 millones que se destinaron al pabellón Real de la Expo y a las obras del Palacio Real y La Zarzuela. Lo compró una empresa británica (Boxing Investments Limited), y lo rebautizó como Corona del Mar. En principio se tenía que destinar a yate de alquiler para millonarios que se pudieran permitir pagar más de un millón de pesetas diarias.
Pero, al parecer, inmediatamente pasó, casi desde el mismo astillero, a las manos de una adinerada gallega que residía en Miami, viuda del propietario de las conservas Pescanova. El viejo Fortuna, que tras el episodio de la venta fallida todavía parecía más viejo a los ojos del monarca, continuó teniendo averías varios años. Fueron especialmente escandalosas las de Semana Santa y el verano de 1995, con explosiones de los motores y humaredas en el sistema propulsor. Pero fue reparado en los Estados Unidos, con cargo al Patrimonio Nacional, y la familia real tuvo que ir tirando con el mismo barco un poco más.
Para el que sería el último yate del rey, por el momento, los planos (y los planes) existieron mucho antes que el dinero necesario para pagarlo. Juan Carlos estaba dispuesto a hacerlo de su propio bolsillo sí hacía falta y en 1993 empezó por encargar el diseño. Pero aquello no podía ser, entre otras cosas porque habría que explicar de dónde procedía el capital. Oficialmente, podía decir que era herencia de Don Juan… Pero esto era imposible, porque aquella herencia no era nada: un piso en Estoril y un par de millones. Otra opción era aceptar la oferta de una serie de empresarios mallorquines del sector turístico, que se lo querían regalar, repitiendo el modelo de quienes habían regalado palacios a su abuelo, para que veraneara en las zonas respectivas y fuese un reclamo para el turismo. Esta idea, que ya era vieja, había sido rechazada en su día taxativamente por Sabino Fernández Campo, como jefe de la Casa Real, que entendía que aceptar esta clase de obsequios suponía una deuda con los empresarios que el monarca, como jefe de Estado, no podía asumir. Pero una vez que Sabino salió de La Zarzuela, la alternativa volvió a cobrar vida. Al parecer a Mario Conde se le ocurrió pulir un poco las formas, e hizo que las aportaciones de los empresarios se canalizaran a través de una tasa creada por ley por el Gobierno balear; de este modo, el regalo tendría el aspecto de una «cesión pública», como lo era el palacio de Marivent, la residencia de la familia real en Palma, cedido por la Diputación provincial. Pero tras la pérdida de influencia de Conde, a consecuencia de la intervención del Banesto, la idea fue retomada sin él de una manera bastante marrullera.
En la primavera de 1996 diversos medios de prensa empezaron a preparar el ambiente para el cambio de yate con la publicación de reportajes sobre el calamitoso estado del Fortuna, cada vez más propenso a tener averías en alta mar absolutamente impropias de la categoría del rey de España. Las malas lenguas dicen que el capitán del barco, el inglés Richard Cross, que llegó a España recomendado por el ex-rey Constantino de Grecia, hermano de Sofía, también había tenido bastante que ver con todos aquellos contratiempos tan oportunos, que acabaron de convencer a España de que le tenía que comprar un barco nuevo al rey. La gota que colmó el vaso fue la avería, real o inventada, con el matrimonio Clinton a bordo, mientras estaban en Palma de Mallorca, visita relámpago antes de acudir a la reunión cumbre de la Alianza Atlántica que se tenía que celebrar en Madrid a continuación. Renovados los votos de los empresarios turísticos de la comunidad balear, los Escarrer y otros constituyeron la denominada Fundación Turística y Cultural Isla de Baleares, que reunió a 26 socios con el compromiso de que cada uno aportara 100 millones de pesetas para el barco del rey. En total, 2.600 millones, a los cuales se sumarían 460 más provenientes de fondos públicos, a iniciativa del entonces Gobierno del PP en Mallorca. En una oscura operación que se ocultó a la opinión pública, pero que fue denunciada un tiempo después por la oposición autonómica de IU, el entonces presidente, Jaume Matas, había obligado a las entidades de Fomento del Turismo de Mallorca, Menorca e Ibiza a subscribir acuerdos que contribuyeran a pagar el barco, con unas cantidades que después les serían devueltas mediante subvenciones del Ejecutivo regional durante los cuatro años siguientes. Con todo, la colecta de más de 3.000 millones de pesetas se quedó corta, ante un presupuesto disparado hacia una cifra casi cinco veces superior, tras dos años de obras, cambios, remodelaciones y más cambios. Como los empresarios de Mallorca no habían previsto que el presupuesto subiera tanto, tuvieron que acabar participando la mayor parte de los bancos y grandes empresas del país (Repsol y BBV, entre muchos otras). Los motores del nuevo barco fueron financiados, al parecer, por una sociedad instrumental de Aga Khan. Se construyó en los astilleros de Bazán, en Cádiz. Esta vez no se recurrió a Mefasa, porque el presidente, el gran amigo del monarca Paco Sitges, en aquellos momentos se sentaba en el banquillo de los acusados del caso Banesto y no era cuestión de asociarlo con el nombre del monarca.
El Fortuna III, estrenado finalmente en verano del año 2000, tiene 41,3 metros de eslora y una anchura de 9,2 metros, todo ello multiplicado por los tres niveles de cubiertas. Para diseñarlo no se ha utilizado tecnología ni ingeniería estatal. La empresa norteamericana L. Blount and Associates ha sido la encargada de este aspecto tan importante y de controlar uno de los aspectos más cuidados del nuevo barco real: la velocidad. El casco del Fortuna se ha tratado de una manera especial para que las turbinas de la nave le proporcionen una velocidad de 70 nudos (alrededor de 130 km/h), cifra que envidiaría cualquiera de las patrulleras de la Guardia Civil o del servicio de Vigilancia Aduanera a la hora de perseguir narcotraficantes, y que ni mucho menos puede lograr el más moderno de los barcos de la Armada que la habrán de escoltar. El reto de la seguridad es precisamente el que más preocupó a la Policía, la Guardia Civil y la seguridad del Ministerio de Defensa durante el tiempo en que se construía. Antes de que empezaran las operaciones, el personal de Bazán que se había de ocupar de la obra fue seleccionado minuciosamente y todo obrero sospechoso de posiciones políticamente incorrectas fue destinado a tareas menos prestigiosas. La obsesión por la seguridad llegó hasta tal punto, que cotidianamente el personal de la Casa Real controlaba a los obreros que accedían a la embarcación para trabajar, y registraban las cajas de herramientas, las partidas de piezas e, incluso mediante un circuito cerrado de televisión, los alrededores del hangar donde se construía el barco. Lo que en principio fue considerado un privilegio por los trabajadores del astillero, ser los encargados de construir un barco de élite que podría atraer a posteriores armadores y de este modo combatir la precariedad económica de la factoría, poco a poco provocó un gran malestar en la plantilla. Los continuos cambios de opinión del rey y la reina causaron retrasos y estorbos en un trabajo que se ha prolongado dos años innecesariamente. Por ejemplo, todo el sistema de conducción del agua, que en principio era de acero inoxidable, se tuvo que cambiar por decisión real a PVC y, después, se volvió a la idea originaria. También se cambió varias veces la moqueta que cubre el suelo, diseñada y proporcionada igual que todos los elementos estéticos (incluyendo las fundas de los colchones, bordadas con escudos reales), por la firma italiana de llantas Celeste. No se han escatimado ni lujos ni tecnología. Los pasamanos de las barandillas de cubierta son de titanio y están valorados en más de 9 millones de pesetas. Todo el barco está insonorizado, los vidrios son blindados y dispone, además, de varias cámaras de televisión, dos de ellas submarinas, que permiten controlar a distancia todo lo que se acerque. A partir de la colocación del primer tornillo, todas las piezas que se fueron incorporando han sido rigurosamente pesadas por un operario de alta cualificación, de manera que en cada momento los encargados de la seguridad real sabían el peso de la embarcación. De este modo se podía descartar que se incorporaran elementos no deseados. Lo que hasta ahora no ha trascendido es cómo calibrarán los expertos del servicio de inteligencia el peso de las algas, el plancton y otros elementos marinos que se adhieren diariamente a toda embarcación flotante.