Un rey golpe a golpe (36 page)

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Authors: Patricia Sverlo

Tags: #Biografía, Histórico

Fantasmas del pasado

Corría el año 1986 cuando ciertos fantasmas del pasado vinieron a sitiar al rey nuevamente. La relación amorosa con la condesa italiana Olghina de Robiland ya hacía muchos años que se había acabado, pero este año, al parecer abrumada por problemas económicos, Olghina reapareció. Ahora bien, no fue a ver el monarca, que se sepa, sino a Jaime Peñafiel, ex-director de la revista
Hola
, reportero especializado en la familia real para viajes oficiales y otros saraos y, en aquellos momentos, que era lo que interesaba a la Robiland, director de
La Revista
, una nueva publicación que luchaba por hacerse sitio en la prensa del corazón. Olghina tenía para vender una serie de 47 cartas del monarca escritas de puño y letra, fechadas entre los años 1956 y 1960. Decía que lo importante era que aquellos documentos no se perdieran para la historia, que el pueblo español tenía derecho a conocer una de las facetas más tiernas y encantadoras de su monarca. Según la descripción de Peñafiel, que no fue precisamente piadoso con ella, la condesa ya tenía sesenta años largos y era, a estas alturas de la vida, «poco agraciada físicamente, de aspecto desaliñado y con una miopía que la obligaba a utilizar gafas como culos de vasos». Le costaba imaginar qué era lo que su rey podía haber visto en ella, pero por las cartas no había ninguna duda.

Cuando el periodista recibió la oferta, se puso en contacto con Sabino Fernández Campo, que estaba en Oviedo y volvió pitando a Madrid para ver qué contenían aquellas cartas. Sabino y Peñafiel ya habían tenido algunos contactos anteriormente, porque el secretario de la Casa Real se ocupaba personalmente de tratar con los periodistas, sobre todo para negociar qué clase de cosas se podían publicar sobre el rey, y cuáles otras resultaban del todo inconvenientes. Y Sabino, tras leer las cartas, llegó a la conclusión de que aquélla era una de las cosas que no se podían publicar de ninguna manera. Cuando informó a Juan Carlos, que confirmó la autenticidad de los documentos y de la historia que explicaba la condesa, Sabino pidió a Peñafiel que las comprara, pagando lo que pedía, 8 millones. Pero no para publicarlas, sino para hacerlas desaparecer del mapa. Aunque, claro está, esto último no lo debía contar a la condesa. Siempre dispuesto a hacer un servicio a la patria, Peñafiel cerró el trato con la Robiland 24 horas después, en el apartamento del mismo Sabino en el Centro Colón. Pero, naturalmente, el patriotismo de Peñafiel no llegaba al extremo de querer hacerse cargo de los gastos de la operación. El dinero, en fajos de billetes de cinco mil pesetas, los había sido entregado previamente al periodista por Prado y Colón de Carvajal. En cuanto cobró, Olghina se fue a Roma con los dineros en la maleta y Peñafiel envió las cartas a La Zarzuela. Sin embargo, la ex-amante del rey se sintió frustrada porque las cartas no salieron a la luz; así, pues, poco después las volvió a vender (esta vez, las fotocopias que había hecho antes del trato con Peñafiel) a la revista italiana
Oggi
, que publicó una serie de cuatro capítulos sobre el tema, añadiendo fotografías de la hija que supuestamente había tenido con el entonces príncipe, y hacía constar otros documentos a los que había tenido acceso la revista, como un diario íntimo de Olghina y un cheque firmado por Juan Carlos por una cantidad indeterminada de dinero, aun cuando no especificaba mucho más sobre el asunto. Pero parece que esto no la contentó lo suficiente, y la condesa de Robiland, poco después, en 1991, publicó un libro de memorias, que se tituló
Sangue blue
, en el que todavía iba un poco más allá con respecto a los detalles de la aventura con «don Juanito».

Marta y los decretos falsos

Aparte de las supuestas maniobras, nunca probadas, para impulsar la renuncia de Juan Carlos al trono, aquel año 1992 —de triste recuerdo para la reina— dejó el nombre propio de Marta Gayá grabado en las páginas impresas de varios medios de comunicación, que por primera vez hablaron de una amante del rey con una tranquilidad inusitada, cosa que provocó otros turbulencias políticas de alcance diverso. Tras 30 años de matrimonio y una lista de amantes a la cual nadie se aventura a poner cifras, el rey perdió la cabeza por la catalana Marta Gayá, reputada decoradora, divorciada de un importante empresario productor de galletas de quien tiene un hijo, alta y esbelta, de ojos verdes, siete años más joven que el rey y residente en la isla de Mallorca todo el año, en un lujoso chalé en La Mola, península para ricos y famosos. Se conocieron en 1990, aproximadamente, y pasaron juntos muchos fines de semana y otros períodos no vacacionales en que el monarca empezó a descuidar las obligaciones familiares e, incluso, las oficiales. En un principio sus encuentros eran protegidos con gran cautela, pero el enganche que tenían el uno por el otro se volvió tan intenso que el secreto duró poco. Sofía fue de las primeras personas en enterarse el viernes 29 de junio de 1990, en una cena que ofrecía el rey, en el Beach Club de Mallorca en honor de Karim Aga Khan y de Alberto de Mónaco, con ocasión de las regatas de la Copa del Rey. Asistían al convite unos 200 comensales, y cuando todos estaban ya sentados, como manda el protocolo, llegaron el rey, la reina y sus invitados ilustres. Pero todavía había una mesa vacía. Cuando estaban casi a los postres, se presentaron descortésmente tarde José Luis de Villalonga, Marta Gayá y el príncipe Tchokotua con su mujer, Marieta Salas. En lugar de enfadarse, el rey se levantó de la silla y fue a saludarles efusivamente, cosa que humilló a la reina. Los presentes comentaron que aquello había de estar previsto, y que era una clase de prueba del amor de Juan Carlos, quizás para hacer más o menos pública la relación con Marta Gayá. Porque no se podía explicar de otro modo la falta de delicadeza que había mostrado con la reina.

Por cierto, ésta fue la etapa en la que el rey decidió que Villalonga fuera su «biógrafo autorizado», aunque el escritor Baltasar Porcel ya tenía decenas de horas de conversación grabadas con el mismo propósito. El monarca interrumpió inesperadamente las conversaciones en La Zarzuela con Porcel y le pidió las cintas sin demasiadas explicaciones. Pero la aventura con Marta Gayá empezó a ser un problema más tarde. En primer lugar, porque las relaciones del monarca siempre habían sido más breves e intermitentes, y ésta empezaba a durar demasiado. Marta, una profesional seria, una señora respetable, no se prestaba fácilmente a una aventura pasajera. La relación parecía una cosa formal, y podía poner en peligro incluso la estabilidad del matrimonio real en un momento difícil a la edad de Juan Carlos, la cincuentena. Pero, sobre todo, se convirtió en un conflicto serio cuando las escapadas del rey empezaron a tener consecuencias políticas. Las turbulencias se iniciaron gracias a Felipe González, cuando el 18 de junio un periodista de
El País
le preguntó sí había consultado con el rey el nombramiento del ministro que sustituiría en Asuntos Exteriores a Francisco Fernández Ordóñez, tras la muerte de éste, y el presidente le contestó: «No he podido hacerlo porque el rey no está». Pero no había ningún viaje previsto en la agenda.
El País
publicó entonces que el monarca estaba en Suiza para someterse a un chequeo rutinario, pero Fernández Campo desmintió la noticia al día siguiente en la radio, y dijo literalmente sobre el viaje: «Bueno, lo que yo creo y lo que se me ha dicho es que está descansando, un pequeño descanso, descanso de montaña que le viene muy bien». La expresión «lo que se me ha dicho» desveló suspicacias de toda clase. Sabino habló por teléfono con el rey para que volviera a España a la mayor brevedad posible. Juan Carlos volvió apresuradamente el sábado 20 de junio por la mañana. Despachó con Felipe González antes del mediodía y comió en privado con el presidente de Sudáfrica, Fredierik De Klerk, que estaba en Madrid de visita oficial. Pero, aunque se perdía la celebración familiar del último aniversario de Don Juan, que cumplía 69 años, por la tarde ya estaba de nuevo en Suiza, en una localidad próxima a Saint-Moritz. La reina fue sola a cenar a la residencia del conde de Barcelona en Puerta de Hierro, y al día siguiente presidió, sustituyendo al monarca, la apertura de la Cumbre Iberoamericana. En suma, el rey fue a Suiza del 15 al 23 de junio, víspera de su santo, que tampoco contó con la tradicional celebración en el Campo del Moro. El rey no estaba por la labor. Ni siquiera fue a la tradicional reunión de la Asociación de la Prensa. Y, encima, el príncipe Felipe tampoco aparecía por ninguna parte. Según la explicación oficial, se estaba entrenando con el equipo olímpico de vela, pese a que otros relacionaban su ausencia con el gran disgusto que le había provocado la ruptura con Isabel Sartorius.

Y la polémica no se detuvo. Por el contrario, unos cuantos días después
El Mundo
destacó que, como consecuencia de la escapada, se había incurrido en un presunto delito de falsificación de documento público. En efecto, según el BOE el rey había firmado una ley en Madrid (la sanción real de la ley de creación de la Universidad de La Rioja) el día que estuvo en Suiza (el 18 de junio).

«O el lugar es falso, o la fecha es falsa o la firma es falsa», afirmaba
El Mundo
. Y además advertía que, aunque el rey no está sujeto a responsabilidad según la Constitución, el presunto delito se correspondía, atendiendo al Código Penal, con una pena de entre 6 y 12 años de prisión mayor. El columnista Javier Ortiz daba el golpe de gracia: «Lo mismo va la gente y se cabrea, y le da miedo pensar que tal vez un presidente de la República podría salirle más económico. No sería la primera vez que este país hiciera, por así decirlo, Borbón y cuenta nueva». Cuando parecía que ya todo se había calmado, en agosto la revista francesa
Point de Vue
publicaba la historia del rey con Marta Gayá. A raíz de lo que había publicado el diario español,
Point de Vue
había telefoneado a la clínica en la que el rey había estado supuestamente descansando en Suiza y les colgaron el teléfono apresuradamente. Estirando el hilo del secreto que se quería guardar, citaron fuentes próximas al monarca (del personal de La Zarzuela) para hablar, en concreto, de Marta Gayá como explicación del misterio; y también hacían referencia al asunto del príncipe con Sartorius, que «envenena desde hace tres años la atmósfera madrileña». Al día siguiente, lo reproducía
El Mundo
en una nota de portada, ampliada con más información en el interior. La nueva tormenta política esta vez se centró en la preocupación por descubrir la fuente que había filtrado la historia a la prensa. La cosa se iba enredando, y se citaban y se culpabilizaban unos a otros.

La primera en publicar algo, muy solapadamente, sobre el amor mallorquín del rey, había sido la revista
Tribuna
en 1990; el empujón siguiente lo habían dado Felipe González y
El País
en junio de 1992 y
El Mundo
se había hecho eco de la polémica;
Point de Vue
había tirado del hilo, y la historia había rebotado de nuevo en el Mundo, y después otra vez en
Tribuna
… En medio de todo este lío, y con la mayor rapidez posible,
El Mundo
eliminó la nota de la primera página en la segunda edición, y también suprimió algunos párrafos de la información del interior, lo que suavizaba y matizaba sus comentarios. Por ejemplo, la referencia de que
Point de Vue
era «la revista sobre la realeza más prestigiosa de Europa» se convirtió en algo más discreto: «La revista monárquica francesa». Pero Pedro J. Ramírez no se libraría así como así de la responsabilidad. De pronto y por sorpresa, el 19 de agosto,
Diario 16
difundió en su portada que el culpable de las filtraciones había sido Mario Conde. Y el rey habló personalmente con el banquero, que dijo que no tenía nada que ver. El rey también telefoneó a su amigo Giovanni Agnelli, presidente de Fiat y máximo accionista del grupo Rizzoli, propietario de la revista
Oggi
y del 45% del accionariado de
El Mundo
. Y Agnelli habló con el presidente de Rizzoli, y éste con Unidad Editorial, matriz empresarial del diario
El Mundo
, pidiendo la cabeza de Pedro J.. El director del diario madrileño salvó la piel de milagro, en una comida de conciliación entre Conde y el rey, en la que el mismo Pedro J. llegó cuando estaban a los postres, el 12 de septiembre de 1992. Para que la Casa Real le perdonara, Pedro J. Ramírez, a instancias de Mario Conde, se vio obligado a asegurar que en realidad quien había filtrado la información había sido Sabino Fernández Campo, cosa que después sirvió a Conde para insistir en recomendar al rey que lo cesara del cargo. Conde también pudo evitar que los socios italianos vendieran su paquete de acciones y abandonaran
El Mundo
. Y todo quedó solucionado, aunque nada se aclaró, porque después, el 24 de septiembre, la revista italiana
Oggi
todavía volvió a publicar un completo reportaje en el que explicaba otra vez toda la historia de Marta Gayá: «El rey de los juegos olímpicos es sorprendido en fuera de juego». Citaba a
Point de Vue
y adornaba el texto con numerosos comentarios críticos, sobre un monarca que estaba siendo «poco reflexivo», «menos diligente en sus obligaciones», «tan enamorado que parece un niño», etc. Está claro que la prensa extranjera no se rige por las mismas normas. Aquí, los artículos de
El Mundo
sobre el rey no aparecieron en el suplemento resumen de los principales temas publicados en los cinco primeros años de vida del diario y, desde luego, la aventura de publicar insensateces sobre el monarca no se repitió nunca jamás.
Tribuna
, a su vez, sustituyó al director, Julián Lago, por Fernando García Romanillos, que entendió que los temas de la Casa Real no hacían incrementar el número de lectores y, en cambio, le hacían perder publicidad. Y Sabino Fernández Campo salió por la puerta falsa de La Zarzuela muy poco después.

Historia de un chantaje

Bárbara Rey, reapareciendo como Olghina de un pasado esta vez no tan lejano, en 1997 protagonizó otro de los episodios más oscuros en la complicada trama de las aventuras amorosas del rey. La historia ya se ha publicado, dividida en diferentes partes, en libros y revistas diversos. Si bien todos los autores, atendiendo a las dificultades de un tema del cual en España sencillamente es mejor no hablar, han preferido no identificar a la vez a los dos protagonistas: o bien se hablaba de «el rey y la vedette », o bien de «Bárbara Rey y una alta personalidad del Estado». Una precaución que no hace sino poner en evidencia la escasez de libertades en que nos vemos obligados a movernos, y la hipocresía de un poder que establece normas ridículas de censura encubierta que no engañan a nadie. Aun cuando sea vox populi y, sin duda, todos los medios de comunicación dispongan de información sobrada, llena de pruebas y testigos, no por ello se publica. La historia de Bárbara Rey con el monarca comenzó en los primeros tiempos de la Transición. Se hicieron «amigos» por medio de Adolfo Suárez, en una etapa en que la vedette apoyaba al líder de UCD como mejor sabía (pidiendo el voto para la formación política en las campañas electorales). A Juan Carlos siempre le habían gustado las mujeres de rompe y rasga y, al parecer, aparte de sus largas piernas, disfrutaba especialmente de las delicias culinarias que la valenciana le preparaba en la barbacoa de su chalé.

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