Jesús Polanco, conocido popularmente como «Jesús del gran poder», tuvo una relación con el rey completamente diferente, que ni siquiera se tuvo que disfrazar de amistad para llegar a ser mucho más efectiva en la práctica que la de Mario Conde. Se le había empezado a recibir en La Zarzuela en 1990, precisamente por mediación de Conde. Pero fue después, en 1994, coincidiendo con la caída en desgracia del banquero, que pasó a ser una influencia decisiva. Mario Conde, sin proponérselo, tuvo bastante que ver en el ascenso de Polanco.
Todo empezó tras el ingreso en prisión del presidente del Banesto. Alcalá-Meco se había convertido en la sede de un selecto club del más alto nivel. Allí Conde tuvo noticias de lo que tramaba Javier de la Rosa. El banquero se enteró de que Manuel Prado, el amiguísimo del rey, había cobrado 100 millones de dólares de KIO gracias al financiero catalán, que pensaba utilizar la información, involucrando directamente a la Corona, para conseguir librarse de sus problemas con la justicia.
Muy preocupado, al salir de prisión Conde telefoneó a Fernando Almansa con la intención de informarle del caso. Pero el jefe de la Casa, como si el asunto no fuera con él, le remitió a la Asesoría Jurídica Internacional. «Pero ¿tú eres bobo?», le dijo Conde, que empezaba a dudar si había acertado al escoger a Almansa. El banquero consiguió hablar directamente con el monarca y, poco después, con el mismo Prado (en marzo de 1995, en el Hotel Villamagna). Pero Prado no quería que Conde se metiera donde no le llamaban y se limitó a negarlo todo. Se trataba de una mentira grosera nacida de la imaginación de Javier de la Rosa. Mario Conde, que todavía no se acababa de creer que el rey se hubiera olvidado de su amistad tan repentinamente, quería hacerle un favor previniéndole contra Manolo Prado. Pero no consiguió nada. Nadie podía hacer nada contra Prado en el entorno del monarca. Es la única persona de quien Juan Carlos, hasta ahora, no se ha desentendido, llegada la ocasión, para salvar su propio pellejo. Y, en cambio, Conde se ganó la enemistad del embajador real, que, por su parte y a su estilo, ya estaba dedicado a hacer gestiones para librarse de la inculpación en el caso KIO, de modo bastante marrullero, por cierto.
Por el momento, lo que interesa es que Prado buscó el apoyo de quien creyó que podía tener más poder para ayudarle: Jesús Polanco, con su potente aparato mediático, el grupo Prisa. Pero el paraguas del grupo de comunicación más influyente de España no era gratuito. Prado tuvo que ponerse en manos de Polanco, y le pasaba información de toda clase. El escándalo KIO sirvió en bandeja al amo de Prisa la posibilidad de convertirse en el verdadero poder fáctico del Estado, porque a partir de aquel instante dispuso de los secretos mejor guardados del monarca. Juan Carlos se había convertido en su patrimonio informativo de futuro. El PSOE, desde entonces, no tuvo complejos en lanzar veladas amenazas contra el monarca para resolver sus conflictos. La técnica consistía, básicamente, en atribuir a Mario Conde, o a otras personas, presuntos intentos de intimidación a la Corona, para sacar a la luz que disponía de información contra el rey sobre los mismos temas en que la opinión pública atacaba al Gobierno en aquel momento. Era una especie de advertencia de que, si caían ellos, también caería el rey. En septiembre de 1995,
El País
publicó que Mario Conde había pretendido dar un ultimátum al Gobierno con los centenares de microfilms que el coronel Perote se había llevado del CESID (que demostraban la íntima relación entre el Gobierno del PSOE y los GAL), y dejaba entrever que el rey también estaba en peligro. Poco después, el 10 de noviembre de 1995 (esta vez a través de
Diario 16
, pero con información que sólo podría haber aportado Manuel Prado), se lanzaba una nueva historia de «Chantaje al rey», por parte de Javier de la Rosa y, nuevamente, de Mario Conde, en una segunda entrega de lo que se interpretó como una conspiración para derrocar al Gobierno y a la monarquía.
Por ahora, es suficiente decir que la información con que el PSOE desafiaba indirectamente al monarca se podría resumir en dos ideas fundamentales: que el rey no era ajeno a la actividad de los GAL, y que el rey estaba involucrado en casos de corrupción económica (en particular, en el caso KIO). Aparte del apoyo incondicional del rey al PSOE en las batallas políticas que le tocó entablar, como consecuencia de los ases informativos que se guardaba en la manga, Polanco consiguió, además, que la Casa Real interviniera en su favor en el caso de Sogecable, convirtiéndolo en una cuestión de Estado. Hace falta recordar que el juez Javier Gómez de Liaño había abierto diligencias contra la sociedad (del grupo Prisa) por presunta estafa con los depósitos de los abonados de Canal Plus. Pero cuando en mayo de 1997 citó a declarar a Juan Luis Cebrián, responsable directo como consejero delegado de Sogecable, Aznar empezó a recibir llamadas telefónicas del rey, muy preocupado por el asunto. Aznar y su equipo no tenían ningún interés, desde luego, en ayudar a Prisa (de hecho, Polanco y su entorno no han dejado de quejarse de que era el Gobierno del PP quien tenía interés en meterlos en prisión), pero cedieron a las presiones. El vicepresidente Álvarez Cascos fue el encargado de hacer las gestiones oportunas con la ministra de Justicia, Margarita Mariscal, y de avisar al fiscal general del Estado para parar el tema. Y lo pararon. Las cosas funcionan así. El juez acordó suspender la comparecencia y pedir el amparo del Consejo General del Poder Judicial alegando coacciones. Y, como todo el mundo sabe, lo que consiguió fue acabar él mismo condenado por prevaricación. Tras quitarse de encima a Mario Conde (y de paso, a Francisco Sitges, otro buen amigo del rey, inculpado con el banquero en el caso Banesto), y con Prado completamente en sus manos, Polanco se ha convertido en la nueva influencia a tener en cuenta en el entorno del monarca.
Al parecer, también hubo un intento de desembarazarse de Fernando Almansa, en 1995, porque era amigo y testigo de Mario y podía seguir siéndole fiel. Pero al final, tras tratar con él, creyeron que no hacía falta. En efecto, Conde no había acertado demasiado a la hora de escoger. A pesar de su éxito fulgurante, el banquero, con su caída, acabó descubriendo que en realidad no contaba con ningún incondicional sincero. Los últimos años, los reyes se han hecho asiduos de las cenas y saraos organizados por Jesús Polanco. En uno de estos saraos, a finales de junio de 1999, celebrado en casa de Plácido Arango, íntimo amigo de Polanco, Juan Carlos y Sofía bailaron tras la cena, agarrados los dos como en los mejores tiempos, una ranchera lenta.
MANIOBRAS REALES EN LA GUERRA DE LOS GAL
Si nunca se ha podido llegar a establecer, al menos en el terreno judicial, la participación de Felipe González en los GAL, mucho menos se ha podido decir de la responsabilidad del rey Juan Carlos.
Sin embargo, se ha especulado sobre la posibilidad de que el monarca hubiera estado enterado desde el comienzo de las acciones del grupo terrorista organizado desde el Gobierno, y existen datos sobre su intervención, fundamentalmente dirigida a parar el proceso de investigación sobre algunas de las acciones llevadas a cabo por los GAL. El presente capítulo, en este sentido, es poco ambicioso. Si realmente existieran pruebas contundentes que involucraran el monarca, estarían en los juzgados correspondientes. Y no existen. Decimos esto de antemano para advertir que lo único que se pretende aquí es revisar algunos datos, conocidos y probados, para que el lector saque sus propias conclusiones. Hay «rumores» que helarían la sangre del más monárquico, pero son sólo eso: rumores.
La primera cuestión que ha preocupado a quienes han investigado la trama del GAL, con respecto al rey, ha sido descubrir si Juan Carlos sabía lo que estaba pasando, y desde cuándo lo sabía. En este sentido, es importante señalar que el inicio de la guerra sucia de los GAL se sitúa en octubre de 1983, en una reunión del entonces ministro de Defensa, Narcís Serra, con la Junta de Jefes del Estado Mayor (JUJEM), integrada por los jefes del Estado Mayor de cada una de los ejércitos y por un presidente, que era Álvaro Lacalle, en la que con toda probabilidad se habló de los GAL. Según las declaraciones de Serra en el juicio por el secuestro de Segundo Marey, la JUJEM, a raíz del atentado contra el capitán Martín Barrios, pidió intervenir directamente contra ETA. Algunas fuentes sostienen que aquella reunión estuvo presidida por el rey, extremo que ha sido desmentido por La Zarzuela. Formalmente no tenía por qué presidirla, aunque el monarca había de estar enterado a la fuerza, según la cadena de mando, porque el rey es el jefe supremo de la Junta de Jefes del Estado Mayor, la máxima autoridad, el último escalón. Además, hay un acta de aquella reunión y está confirmado por lo demás, que fue «cubierta» por el CESID, que sacó una copia sonora de lo que se dijo. En todo caso, el monarca tenía que conocer, a través de los despachos semanales que mantenía con el presidente del Gobierno, Felipe González, cualquier operación antiterrorista que hubiera en marcha incluyendo las planificadas para «responder al terrorismo etarra con sus mismas armas», como han descrito la actividad de los GAL algunos implicados, si es que lo eran.
Por otro lado, Jesús Gutiérrez declaró en el juicio por el secuestro de Segundo Marey que, cuando volvió a España tras ser excarcelado en Francia el 8 de diciembre de 1983, recibió miles de telegramas y cartas de felicitación, «de altos cargos, de alguien del Tribunal Supremo, de la familia real…». Una declaración que, si bien parece que no tiene demasiado sentido ni verosimilitud, cuando menos se puede interpretar como un intento por parte de Gutiérrez de señalar los niveles de responsabilidad en la trama de la guerra sucia. Jesús Gutiérrez Argüelles había participado el 18 de octubre de 1983 en la segunda operación de los GAL, junto con otros policías de la Jefatura Superior de Bilbao (con el comisario Francisco Álvarez al frente de la operación). Habían intentado secuestrar a José María Larretxea Goñi en Francia pero todo había salido mal. Empezaron por atropellar a Larretxea con el coche en que iban y, después, cuando intentaban recoger el cuerpo e introducirlo al vehículo, fueron sorprendidos por un gendarme francés, que los detuvo a todos. A Larretxea lo llevaron a un hospital, y los cuatro funcionarios españoles fueron encarcelados. El entonces ministro de Interior, José Barrionuevo, dijo literalmente respecto a aquella operación: «Se trataba simplemente de una acción humanitaria destinada a salvar la vida del capitán Barrios», en aquel momento secuestrado por ETA. La responsabilidad de los hechos la asumió públicamente el comisario Francisco Álvarez, jefe superior de la Policía de Bilbao, y sus cuatro policías fueron puestos en libertad el 8 de diciembre tras comprometerse por escrito y «por su honor» a volver a Francia para comparecer en el juicio en contra suyo. Pero el 12 de junio se tuvo que celebrar sin su presencia, y los funcionarios españoles fueron condenados por rebeldía a 18 meses de prisión. El Gobierno español no los cesó ni los entregó nunca a la justicia francesa.
Es necesario advertir además, para los más incrédulos, que el rey suele estar enterado en realidad de muchas más cosas de las que, en principio, parece que le corresponden. Se sabe, por ejemplo, que en los años noventa la Casa Real negoció una mediación con ETA. Javier Abasolo, un empresario vasco relacionado con los socialistas de Vizcaya, tuvo contactos con miembros de la organización armada mientras cumplía condena en prisiones francesas por intentar cobrar un pagaré sin fondo. Y Perote, amigo y ex-socio de Abasolo, más tarde le hizo llegar una propuesta de mediación en nombre de la Casa Real española en el tema de ETA. Parece que de aquellas negociaciones, que continuaron durante años, surgió finalmente la tregua de 1999, según reivindica el mismo Perote.
Como mínimo, en 1987 el rey se tendría que haber enterado por la prensa, como Felipe González, de que los GAL estaban formados por miembros de los cuerpos de seguridad del Estado. Fue entonces cuando varios diarios empezaron a revelar datos sobre la participación de José Amedo y Michel Domínguez. Además, ya se había publicado también que los GAL habían desaparecido tras los acuerdos entre los ministerios del Interior de España y Francia (dato que fue información de primera página de
Diario 16
en junio de 1986), cuando ya habían perpetrado 29 asesinatos. Estaba claro que su objetivo había sido colaborar en la política gubernamental frente al Estado francés, y que lo habían conseguido. Primero fueron las deportaciones; después, los confinamientos, las entregas inmediatas y las extradiciones; más tarde, el aumento del control de la gendarmería sobre los refugiados. Y, al final, Francia había exigido la desaparición de los GAL. Es lógico pensar que el presidente y el rey debían haber tratado de todos estos temas en sus audiencias semanales.
En 1989, cuando el juez Baltasar Garzón empezó a instruir la investigación inicial de los GAL (en el proceso contra Amedo y Domínguez), explicó delante de doce personas, en un ágape en el restaurante Y'Hardy de Madrid, que el rey le había llamado a La Zarzuela y le había dicho: «Yo de ti no avanzaba eso del GAL. Hombre, los dos sabemos que es un tema de Estado…». Cuando Garzón se dio cuenta de cómo reaccionaban todos ante lo que les estaba explicando, se despidió apresuradamente y sin postre. Un mes después, hablando nuevamente del tema GAL, delante de algunas de las mismas personas que habían estado en aquella mesa, Garzón comentó: «Yo no creo que en el GAL estuvieran ni Felipe González ni el rey». Sus contertulios le recordaron entonces lo que había explicado la otra vez, y el juez lo negó rotundamente: «¡Yo nunca he dicho tal cosa!» hecho que sorprendió a todo el mundo. Fuera como fuese, Felipe González en aquella fase del proceso consiguió neutralizar a Garzón, convirtiéndole en su inseparable número dos de cartel electoral y prometiéndole una brillante carrera política en el Ministerio del Interior. Aunque después no resultó. En 1991, durante el juicio contra Amedo y Domínguez, los altos cargos de Interior (Vera y Barrionuevo) mantuvieron siempre que los GAL habían sido grupos inconexos, no terroristas, que eran contratados de atentado en atentado. Y Amedo y Domínguez no desmintieron entonces su versión. De este modo, consiguieron que ellos fueran los únicos condenados, a 108 años de prisión.
Pero después se supo que, durante el tiempo que estuvieron en chirona, habían estado cobrando cantidades millonarias mensuales de los fondos reservados de Interior. El Gobierno les había prometido, además (a través de José Luis Corcuera, Juan de Justo y los abogados Jorge Argote y Gonzalo Casado), que pasarían poco tiempo en prisión, que la condena sería leve, porque el Supremo rebajaría la sentencia, y que serían indultados en un plazo breve (una cosa similar a lo que había pasado con el general Alfonso Armada tras el juicio por el golpe de Estado del 23-F, que en total sólo pasó siete años en prisión pese a haber estado condenado a la pena máxima).