La relación había continuado de manera intermitente a lo largo de los años, hasta que un buen día, el mes de junio de 1994, el rey, con frases amables, le hizo saber que la historia había acabado. Pero Bárbara no estaba dispuesta a pasar página tan fácilmente. Para lo cual disponía de todo un arsenal de grabaciones, filmaciones y fotografías obtenidas en varios encuentros. Por alguna razón desconocida, la vedette siempre había tenido la afición de dejar constancia de las conversaciones privadas con sus parejas. En la televisión, una vez (a primeros de marzo del año 2000, en el programa en directo
Crónicas Marcianas
), ya salió en antena la grabación de una discusión entre ella y su ex-marido, Ángel Cristo, que su hija Sofía puso vía telefónica a los telespectadores. La intención de Sofía Cristo era hacer quedar mal a su padre, que en la cinta, sin que se supiera a santo de qué, insultaba a Bárbara diciéndole a grito pelado que era una puta. Pero consiguió el efecto contrario cuando el domador de tigres en decadencia, presente en el plató, soltó un lastimoso «Si esta señora ha sido capaz de chantajear a uno de los hombres más importantes de nuestro país, cómo no va a tratar de destruir a un pobre y humilde hombre de circo como yo».
Al parecer, la discreción no es uno de los dones de Juan Carlos, y con su amante hablaba sin tapujos de todos sus problemas, incluyendo aspectos íntimos sobre la reina. Cuando los cómplices de Bárbara Rey en el chantaje que tenía previsto vieron y escucharon algunos ejemplos de lo que tenía grabado, se asustaron de la sangre fría de la vedette. Lo que es verdaderamente preocupante son las conversaciones en las que el monarca había comentado como si nada cuestiones de política nacional y, muy especialmente, algunas frases relativas a los sucesos del golpe de Estado del 23-F. Por otro lado, también había material gráfico abundante. «Algunos recuerdos», según Bárbara, entre los cuales estaban fotos amateurs hechas por su hijo Ángel desde el jardín, mientras la pareja disfrutaba de una paella. Pero además se supo que, desde 1993, asesorada por un proveedor de materiales de espionaje, en su chalé de Boadilla del Monte (Madrid) había montado todo un nido de «vigilancia» que disponía incluso de una camera de vídeo camuflada en las cortinas del dormitorio. Y había hecho copias de los materiales grabados, que tenía repartidas tanto en España como en el extranjero.
Según sus cómplices, Ramón Martín Ibáñez entre otros, Bárbara le echó imaginación y se inventó que había recibido un paquete en casa suya, con algunas copias del material gráfico. Lo único que hizo ella, según su versión, fue entrar en contacto con la persona correspondiente, para avisarla del peligro. Martín entraría en escena a continuación encarnando a quien da la cara como supuesto chantajista, para solicitar nada menos que 12.000 millones de pesetas. Pero el montaje no funcionó.
Por cómo era de delicado el material del que se trataba, sobre todo en el ámbito político, Palacio, que ya había informado de todo al CESID, encargó el asunto a Manuel Prado y Colón de Carvajal. Y Prado dudó de Bárbara desde el primero momento, convencido de que lo había hecho ella misma.
Ante la negativa de Prado de negociar con los chantajistas, la vedette intentó ponerse en contacto directamente con el rey, pero no lo consiguió. Y en los tiras y aflojas del asunto, los cómplices acabaron quedando fuera de la negociación. Todo parecía que entraba en vía de solución gracias a un programa de TVE que arregló el entonces director del Ente, Jordi García Candau, y que hizo volver fugazmente a Bárbara Rey a la fama de la pequeña pantalla. Por otro lado, se le entregó un sobre cerrado con el estipendio mensual (unas fuentes dicen que de un millón de pesetas, otras que más), a lo largo de 1995 y parte de 1996. Pero la preocupación principal de Prado seguía siendo recuperar el material comprometedor.
El 23 de febrero de 1996 la vedette padeció una extraña enfermedad en medio de la grabación del programa
Esto es espectáculo
. Le acababan de dar la noticia de que personas no identificadas estaban buscando en casa de sus padres, en Totana (Murcia), las grabaciones. Ya no se fiaban de ninguna manera de su palabra. A partir de entonces todo empezó a ir mal, sobre todo cuando no le renovaron el contrato en televisión. El programa desapareció de la parrilla por falta de audiencia y Bárbara, muy enfadada, empezó ahora a presionar otra vez exigiendo un aumento de la asignación (hasta los dos millones mensuales). Algunas personas, a pesar de los pesares, aseguran que lo que de verdad quería la vedette era volver a estar en la tele, satisfacer su ego; pero los encargados de negociar con ella no lo entendieron así.
El asunto se complicó sin remedio y en 1997 se puso en marcha la fase más dura del chantaje.
Comenzó con dos denuncias presentadas en comisaría por Bárbara Rey (una del 25 de mayo y otra del 1 de junio del mismo año), cuyo motivo era el robo de «tres cintas de cassette, cinco de vídeo y veinte diapositivas», de contenido comprometido para una «alta personalidad». Se endureció poco después con una tercera denuncia (del 13 de junio), en la que se hablaba de amenazas de muerte contra ella y sus hijos, e interpuesta, explícitamente, contra Manuel Prado y Colón de Carvajal. La noticia se difundió primero de manera anónima, escrita en un informe de siete folios que se dio a la prensa, de la cual el Rey dijo no saber nada, aun cuando nunca desmintió ni una palabra del contenido. El documento narraba la historia con toda clase de detalles, e incluía una copia de la última denuncia. La prensa sólo se atrevió a explicarlo entre dientes, pero la Casa Real tuvo que intervenir directamente cuando la misma Bárbara pretendía ir a explicarlo todo en directo al programa Tómbola (líder de audiencia en la televisión valenciana, Telemadrid y Canal Sur). Se le vetó la presencia en el último momento, pero nadie pudo impedir, en primer lugar, que ella cobrara lo que le correspondía por la intervención fallida en el programa; y, en segundo lugar, como consecuencia de lo anterior, que por lo menos se diera a conocer que se había impuesto la censura desde la Casa Real, cosa que ya era bastante grave por sí misma. Después de aquello las cosas finalmente se arreglaron, con una nueva negociación, al parecer esta vez llevada por Fernando Almansa, actual jefe de la Casa Real. En lugar de una asignación mensual, se optó por comprar el material por una única suma, que unas fuentes sitúan en 4 millones de dólares (unos 600 millones de pesetas), y otras en 40. En todo caso, se trataba de una cantidad más que suficiente para que Bárbara no volviera a tener problemas económicos en su vida y pudiera dejar que su asunto con el rey descansara en la paz del silencio y el olvido. Si lo hicieron bien, y no se les escapó ninguna copia escondida en un rincón, esta última operación debe haber cerrado el caso definitivamente… Y nos quedaremos sin escuchar la famosa cinta sobre el 23-F.
DE SABINO A CONDE, Y DE CONDE A POLANCO
Ni el rey ni la reina fueron al entierro del hijo de Sabino Fernández Campo cuando murió en accidente de tráfico en 1994. En lugar suyo, como representación, enviaron a la persona que había sustituido a Sabino un año antes en la jefatura de la Casa Real, Fernando Almansa. Con esta frialdad el monarca se dignó acabar sus relaciones con quien durante casi 20 años había estado a su servicio en La Zarzuela. Sabino, el «jefe», como le llamaba el rey, fue un personaje fundamental en la historia de la monarquía española, puesto que aportó habilidad política para resolver situaciones difíciles en múltiples ocasiones, y transfirió a la Corona su propia imagen de prudencia que no se correspondía en realidad con las decisiones que Juan Carlos tomaba por su cuenta. Sabino corregía sus deslices, ocultaba informaciones comprometedoras, dirigía los pasos que tenía que hacer… actuando casi siempre, más que como secretario, como un «tutor» y un «apagafuegos» en barrabasadas políticas. Pero no nos engañamos: de todo esto Juan Carlos habría de estar agradecido, pero no un país al cual colaboró a engañar con el único objetivo de perpetuar el sistema monárquico, con censura, mentiras y operaciones de lavado de imagen, en temas tan serios como el 23-F.
Sabino Fernández Campo inició su carrera de militar en la Guerra Civil, cuando se alistó como voluntario —del lado de los «nacionales», claro está —, y fue alférez y teniente provisional en la «defensa» de Oviedo. Aunque estudió Derecho, ya no abandonó nunca el Ejército, donde destacó por su formación académica y, en general, por sus capacidades intelectuales. Entre 1957 y 1961 tuvo uno de sus primeros destinos en la Comisión de Enlace con la Misión Americana, donde coincidió con Alfonso Armada. Y a comienzos de los sesenta completó su formación realizando el curso «The Economics of National Security» («La economía de la seguridad nacional»), de la International College de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos. Años después visitó las academias militares norteamericanas más legendarias y prestigiosas. De 1960 a 1963 fue interventor de la Casa Militar de Franco y después tuvo varios cargos, en intendencia, en el Ministerio del Ejército, junto a diferentes ministros del franquismo. El paso a cargos políticos lo dio en 1975, con el apoyo de Alfonso Armada, que le conocía desde hacía años y le recomendó para el cargo de subsecretario de la Presidencia, incluyéndolo en el equipo que el mismo Armada, Camilo Mira y Alfonso Osorio habían formado para ir preparando el acceso de Juan Carlos al trono después de que Franco muriera.
Tras la muerte del dictador, con el primer Gobierno de Suárez, Sabino fue llamado —nuevamente con la recomendación de Armada— a la Secretaría del Ministerio de Información y Turismo. Un sitio fundamental durante los meses clave de la Transición, cuando se comenzó a desmantelar la Cadena de Prensa y Radio del Movimiento y hacía falta disponer de gente muy hábil, capaz de organizar el control sobre los medios de comunicación en un nueve contexto. El tratamiento informativo de temas como la amnistía política, la autoliquidación de las Cortes franquistas, el referéndum para la reforma política, la legalización de los partidos políticos o la renuncia de Don Juan no se podía dejar en manos de cualquiera. Formó parte de la comisión gubernamental encargada de pasar revista a la propaganda electoral en las primeras elecciones generales de 1977, para censurar cuanto hiciera falta, y su papel no fue precisamente poco beligerante. Y, por lo general, sus encuentros y despachos tanto con el rey como con Adolfo Suárez, con respecto a la televisión, fueron frecuentes durante esta etapa. Cuando Armada fue cesado como secretario de la Casa Real, por imposición del presidente Suárez, recomendó a Sabino para el cargo. El 31 de octubre de 1977 tomó posesión oficialmente. De su competencia dependían en La Zarzuela el protocolo, la intendencia, los servicios que tramitan el derecho de petición, el estudio de los programas de actividades, el archivo general, la programación de visitas oficiales, la preparación de los despachos con el presidente del Gobierno… es decir, prácticamente todo. Pero Sabino prestó atención sobre todo a las relaciones con los medios de comunicación, en un momento político en que, como hemos visto en los capítulos correspondientes, construir una buena imagen de la monarquía en función de estudios de opinión era el objetivo fundamental de la Casa. La mano izquierda del secretario para tratar asuntos delicados y negociar con la prensa se hizo legendaria.
Según el parecer de muchas personas, su técnica consistía en ofrecer información a cambio de silencios. «No publicas esto y te doy información sobro esto otro». Pero como trasfondo había mucho más. Esto sólo valía para tratar con quienes ya estaban bien predispuestos, los «buenos chicos» de la prensa, que aceptaron sin problemas un «pacto entre caballeros» para no atacar la figura del rey. Aunque la aprobación de la Constitución supuso el reconocimiento legal del derecho a la información y la libertad de expresión, los casos de censuras y sanciones por supuestas injurias al rey se fueron sucediendo año tras año, aunque los conflictos fueron quedando relegados cada vez más a sectores casi marginales o alternativos. Por citar sólo algunos ejemplos, el 13 de febrero de 1981 fue secuestrada la revista
Punto y Hora
; en noviembre de 1985, la revista satírica
El Cocodrilo
; en noviembre de 1987 el Tribunal Supremo condenó a seis años de prisión al periodista Juan José Faustino Fernández Pérez, de la revista
Punto y Hora
(aunque en el año 1990 el Constitucional suspendió la condena); y en febrero de 1990, condenó a un año al articulista Iñaki Antigüedad, por la publicación de una columna titulada «¡Juan Carlos fuera!». En todos los casos el presunto delito era el de «injurias al rey».
Pero la obra clave de Sabino fue, sin duda, la manera en que solucionó el problema de las acusaciones de José María Ruiz Mateos, tras la expropiación de Rumasa en el año 1983. Aun cuando el mismo Ruiz Mateos aportaba documentación sobre pagos mediante transferencia a la Casa Real, no hubo manera de que ningún medio de comunicación se atreviera a publicarlo, ni que ningún grupo político solicitara una investigación, ni nada de nada. Al parecer, para un tema tan delicado, no valía presentar denuncias por injurias e hizo falta llevar la negociación siguiendo otra modalidad. También es destacable el episodio, que ya se ha relatado, en que intervino para comprar las cartas de la condesa Olghina de Robiland, en 1985, con el fin de evitar su publicación. Con una edad idónea (20 años mayor que el rey), con todo lo que sabía y teniendo en cuenta además todos los líos que le había solucionado, Sabino llegó a representar una verdadera autoridad moral en La Zarzuela, suficiente para permitirse actuar como «tutor» del monarca. Como cuando Juan Carlos volvió en litera de unas vacaciones y Sabino le dio un respetuoso tirón de orejas dialéctico, con aquello de que «un rey sólo puede volver así de las cruzadas». Por otro lado, se preocupaba de «aconsejarle» que no se metiera en aventuras como la de dejarse regalar un barco o un reloj, etc.
Sería difícil valorar hasta qué punto esta actitud de Fernández Campo sirvió para salvar a la monarquía o, al menos, para ayudar a consolidarla. Pero a Juan Carlos llegó a cansarlo. A partir de 1992, sobre todo, cuando otras influencias ya estaban bien instaladas a su alrededor, Sabino empezó a perder puntos a pasos agigantados y empezaron a trascender las discrepancias entre ellos. Una de las primeras decisiones que el rey tomó en franca oposición a las indicaciones de Sabino fue dejarse entrevistar por la periodista británica Selina Scott para un reportaje de la cadena ITV. Al jefe de la Casa Real la idea no le había gustado desde el comienzo. Y después de que se hubiera hecho el reportaje, a pesar de los pesares, intentó que se censurara la emisión en España por el sistema de evitar que ninguna cadena comprase los derechos. Pero la polémica suscitada a su alrededor ya había levantado demasiada expectación y el semanario Tiempo finalmente distribuyó copias en vídeo. Poco después también se emitió por televisión. Cuando se vio el reportaje, nadie acababa de entender a qué venía tanta historia. El rey mostraba su poca traza al intentar poner en marcha una moto sin éxito, rompía el protocolo tirando a Selina entre bromas a la piscina, pero poca cosa más.