Al margen de una breve etapa, ya superada, en la que la tregua de ETA parecía que anunciaba una negociación final al conflicto (que, según algunas fuentes, podría haber sido potenciada en cierto modo por el secretario de Estado para la Seguridad, Ricardo Martí Fluxá, el segundo de Mayor Oreja en lnterior en esta etapa, y antes jefe de Protocolo de la Casa Real), el Gobierno del Partido Popular vuelve a estar donde quería estar. Como todo el mundo sabe muy bien de qué va la cosa, para lo cual los telediarios están todos los días con el mismo tema, sobran las explicaciones. Eso sí, el «nacionalismo» español de Aznar sigue con las mismas características curiosas que siempre tuvo en las distintas etapas políticas de la Transición. Durante su Gobierno se han dado impulsos importantes y decididos para la «integración» del Estado español en organismos internacionales como la OTAN y la Europa comunitaria, con decisiones vinculantes que afectan a la defensa y la independencia económica del Estado, naturalmente sin hacer ninguna consulta popular; ¿para qué?
Precisamente estas cuestiones provocaron la única crítica al rey desde los foros políticos institucionalizados que se haya podido constatar en los 25 años que hace que reina. Se la lanzó Julio Anguita, y no precisamente como un requiebro, justo antes de que la campaña de «acoso y derribo» contra él le costara la cabeza. «Lo que tiene que hacer el rey es callarse», afirmó Anguita en septiembre de 1996 en una rueda de prensa, dos días después de haber hablado, además, en el mítin de la tradicional fiesta anual del PCE en Madrid, de la República, el federalismo y el derecho de autodeterminación de los pueblos (incluyendo el español). Estas palabras eran una réplica a varios discursos en los que el monarca se había referido a la OTAN y a Maastricht. El rey había dicho sin tapujos que la renovación de la OTAN tendría que permitir la plena participación de los países que la componían y abogaba por una reforma que facilitara la plena integración de España en la Alianza. Fue en el discurso que pronunció en la sede de la OTAN, en Mons, Bélgica, el 25 de abril de 1996, redactado inicialmente por José de Carvajal Salido, entonces director general de Seguridad y Desarme, y después terminado de pulir en La Moncloa (Felipe González todavía era presidente en funciones, pero el discurso real, por cortesía, tuvo lugar en la sede del PP). Juan Carlos también había tratado el tema de Europa en diversas alocuciones públicas (entre otras, la del 30 de agosto de 1996, con motivo del Consejo de Ministros presidido por él mismo en La Zarzuela), en las que defendía los acuerdos de Maastricht: «Los objetivos que, a plazo fijo, España desea alcanzar en el seno de la Unión Europea exigirán decisiones importantes por parte del Gobierno y un esfuerzo considerable de todos los ciudadanos…», dijo aquel día. Y todo esto provocó que el entonces líder de Izquierda Unida dijera: «El Rey, con el tema de la OTAN lo mejor que podía hacer era callarse. Y, en el tema de Maastricht, callarse. Y si no se calla en estos temas, hombre, que le eche una mano a la justicia en el sentido de todo lo que está pasando. Pero yo creo que es mejor que se calle, cumpliendo su papel constitucional». Lo de «que se calle» de Anguita no lo tuvieron que contestar ni Aznar ni el rey, porque ya se encargó gente como Felipe González o Cristina Almeida (que dijo que Anguita estaba «hablando de otro mundo»). Convirtieron sus reacciones ante las palabras del comunista en una defensa de la monarquía. El tema del papel del Estado español en los organismos internacionales ni se debatió. Pero, eso sí, durante semanas las tertulias radiofónicas polemizaron sobre si se podía criticar públicamente al rey o no. Y naturalmente llegaron a la conclusión de que, en todo caso, aunque se pudiera, no se tenía que hacer. Para ampliar sus informaciones sobre el tema, la COPE encargó una encuesta a la empresa Sigma Dos sobre la opinión de los españoles respecto, entre otras, a la cuestión: «¿Es, por lo general, aconsejable o desaconsejable el hecho de que se le planteen críticas al rey?». El mero hecho de ponerlo en entredicho resultaría objetable en un Estado que establece la libertad de opinión y de expresión como derechos fundamentales; pero sólo el 15,8% de los consultados entendieron que sí estaba bien analizar, y reprobar si hacía falta, las actuaciones del rey. Una agobiante mayoría daba la razón a las consignas del pensamiento único.
Y TRAS JUAN CARLOS, ¿QUÉ?
En una guía de organizaciones no gubernamentales, fundaciones, asociaciones, colectivos, etc., editada en Madrid en 1999, «por un error tipográfico», según han asegurado sus autores, se situaba la Fundación Institucional Española (FÍES) en el apartado de «ecologistas», como entidad especializada en la «protección de especies en extinción». Fue un error curioso, teniendo en cuenta que la FÍAS en realidad es una fundación cultural privada, creada en 1976, que tiene como objetivo «la difusión de las ventajas de la Institución Monárquica» (es decir, que tampoco tiene nada que ver con los presos del Fichero de seguimiento Especial). Su trabajo se materializa en proyectos de «educación ciudadana», en los que colaboran económicamente, entre otros, entidades como el Banco Herrero, el Club Internacional del Libro, Falomir Juegos, Uniarte, El Corte Inglés, Marks & Spencer, o el grupo de negocios inmobiliarios Masa. Editan una revista, organizan el concurso infantil anual «¿Qué es un rey para ti?» y, además, dan premios de periodismo a quienes han destacado por su tarea de apoyo a la monarquía. Hasta ahora los galardonados han sido Fernando Ónega, Antonio Burgos, José María García Escudero, Baltasar Porcel, Pilar Cernuda, Francisco Umbral, Sabino Fernández Campo (¿periodista?), la revista Hola, Alfonso Ussía, Manuel Hidalgo y Carmen Henríquez (esta última, en representación de los servicios informativos de TVE que cubren a la familia real).
Este año seguro que la fundación de propaganda monárquica no le da el premio ni a Jaime Peñafiel, ni a Juan Balansó, ni a Pedro J. Ramírez, personas declaradas no gratas por el hecho de publicar cosas que no le gustan (aunque es necesario aclarar que la última de las personas mencionadas, el director de
El Mundo
, ya vivió mejores épocas con la FÍES, cuando en los ochenta trabajó con Ramón Pino y Pilar Cernuda en el libro de encargo que saldría al mercado con el título
Todo un rey
). Actualmente la preocupación más lógica de la FÍES tendría que ser empezar a «promocionar» al sucesor, puesto que los estudios de opinión que manejan les han advertido que, si bien el «juancarlismo» está consolidado, no hay nada firme en cuanto al apoyo popular a sus continuadores.
España sigue sin ser monárquica. Pero, curiosamente, éste es un tema tabú. Han recibido la consigna de la Casa Real de que cualquier cosa que se publique sobre el tema de los herederos, sea la que sea, es mala. Y cuanto menos se hable del príncipe Felipe, mejor… al menos mientras no se case. Y es que la cuestión sucesoria, que con el nacimiento de Felipe en 1968 parecía definitivamente solucionada, podría entrar de nuevo en un periodo de incertidumbres si el príncipe, que ya tiene 32 años, no garantiza la continuidad con un hijo. Ésta es su función más vital, no lo olvidemos. Ningún problema sería más serio. Veamos el ejemplo de Carlos de Inglaterra, que ha pasado por los escándalos de su divorcio e infidelidades mutuas; conversaciones grabadas, como la famosa del támpax con su amante; la muerte en extrañas circunstancias de Lady Di; y hasta ha tenido que soportar que se publique que el segundo hijo de su ex-esposa no es suyo. La monarquía británica lo puede resistir todo porque sabe que, en última instancia, Carlos podría abdicar en su hijo e Inglaterra, incluso, saldría ganando. Aquí, en cambio, si Felipe fallara, ¿qué? Tras el anómalo acceso al trono de Juan Carlos como sucesor de Franco y no de su padre, de las renuncias poco claras de los hermanos mayores de Don Juan, de la exclusión de las hermanas de éste en función de sus bodas con hombres que no eran de sangre real, de la postergación de las mujeres en favor de los hombres… ya nadie sabe de cierto a quién correspondería heredar el trono si no fuese Felipe el tocado por el dedo de Dios.
Haremos un breve repaso de las que se supone son las normas vigentes para regular los derechos sucesorios de los Borbón. Felipe V, el primer Borbón, promulgó en 1713 la ley sálica española, en la que establecía que en España no podrían reinar mujeres. Pero como aparte de esta norma la ley contenía además otras que no le convenían, Carlos III la abolió en 1789 y estableció, convocando las Cortes y aprobándola sin debate, la Pragmática Sanción, que es semisálica, puesto que establece que los herederos masculinos sólo tienen preferencia. Pero no la publicó ni se aplicó hasta que en 1830, Fernando VII, casado por cuarta vez con María Cristina de Nápoles, pensó en lo que podría pasar si sólo tenía descendencia femenina. Eso permitió que, al morir él, heredara el trono su hija de sólo tres años, Isabel II. Su hermano Carlos nunca la aceptó y se alzó en armas, se autoproclamó Carlos V y, así, empezó la primera guerra carlista. En la Convención Internacional de Nueva York del 18 de diciembre de 1979 se estableció la «eliminación de todas las formas de discriminación de la mujer». Pero el tratado se firmó un año después de ser promulgada la Constitución de 1978, en la que se consagraba la preferencia dinástica del hombre. Cuando el Estado español ratifica la Convención, en 1983, se hizo la expresa excepción de que sus disposiciones no afectarían a las normas constitucionales en materia de sucesión de la Corona.
Ahora bien, si se respeta la Pragmática Sanción de Carlos III con respecto a dar prioridad a los hombres, haría falta respetar también el principio que establece que sus príncipes o princesas tienen que casarse con alguien de sangre real. Una norma que siempre ha coexistido con las distintas constituciones españolas. Teóricamente Felipe de Borbón puede elegir entre una treintena de princesas (que ya es bastante; Juan Carlos sólo tenía a dos para escoger). Pero nunca a una plebeya, o quedaría excluido del trono. Si esta norma se rompiera con él, entonces haría falta retroceder en el tiempo para que las hermanas de Alfonso XIII también recuperaran sus derechos dinásticos, y sus descendientes pasarían a ocupar un sitio en la lista de posibles sucesores. Por ahora, tampoco está claro si las niñas, casadas las dos con plebeyos, han desaparecido de esta lista o no. De los hijos de la infanta Elena, y de ella misma, se suele hablar como de posibles herederos, pese a su matrimonio morganático con Jaime de Marichalar. En fin, que es un caos del cual nadie consigue sacar nada en claro. Si Felipe de Borbón muriera sin tener un descendiente, la sucesora de Juan Carlos sería, en principio, la infanta Elena, y el siguiente en la lista sería su hijo Froilán y después su hija Victoria Federica. La siguiente en el orden sucesorio sería la infanta Cristina, y su hijo Juan y el que venga.
Después seguirían sus tías, aunque tampoco se casaron con príncipes, Pilar de Borbón y su descendencia (Gómez-Acebo, Juan, Bru, Beltrán, Fernando, Simoneta y sus hijos…), y la hermana pequeña de Juan Carlos, Margarita (y sus hijos, Zurita, Alfonso, María, etc.). Después vendrían los descendentes de los hermanos de Alfonso XIII. De una parte, la dudosa línea de Jaime, el sordomudo, que se retractó de su renuncia al trono, iría a parar al bisnieto de Franco, Luis Alfonso de Borbón-Dampierre Martínez-Bordiú. Y por la otra, la de la infanta Beatriz, casada con Alessandro Torlonia, a través de su primogénita, Sandra, acaba en Alessandro Lecquio y sus descendientes: el hijo que tiene con Antonia Dell'Atte y el que tiene con Ana Obregón si, según la legislación vigente, se equipara a los hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio. Esto último nos llevaría, además, a tener en consideración la línea del hermano ilegítimo de Don Juan, Leandro Ruiz de Moraga, hijo de Alfonso XIII y la actriz Carmen Ruiz Moraga y, por lo tanto, tío del rey Juan Carlos I, con prioridad a la línea femenina de la infanta Beatriz. Y, por otra parte, se debería introducir en una posición inmediatamente anterior a la que ocupa la infanta Elena, es decir, inmediatamente tras el príncipe Felipe, a Paola de Robiland, la presunta hija ilegítima del rey Juan Carlos, si se demostrara la paternidad, puesto que es la mayor.
Como cualquier persona puede suponer, ante este caos, es mejor no pensar siquiera en la posibilidad de que el príncipe Felipe pudiera renunciar al trono, de que no tuviera hijos o muriera prematuramente. En este capítulo, sin embargo, nos centraremos en los tres hijos reconocidos del rey Juan Carlos, como descendientes más posibles e inmediatos.
Sólo la prensa extranjera se atreve a hablar de la enfermedad de la primera hija de los reyes. Y lo hace con cierta naturalidad: «La infanta Elena nació enferma, como muchos de sus antepasados, y todavía hoy se tiene que someter a continuas terapias», publicaba la monárquica revista italiana
Oggi
en 1988. En España es un tema tabú y, cuando se habla de él, es en la estricta intimidad y en secreto. Claro está que, para compensarlo, la crueldad popular se ha provisto de infinidad de bromas. Esto es lo que la Casa Real ha conseguido con su secretismo: que la infanta Elena cuente por ahora con más chistes que el Lepe, cuya antología —suponemos— no se podrá publicar en menos de 100 años. El conocido colaborador de televisión catalán Quim Monzó ya sufrió en su día la censura, a raíz de un programa emitido con motivo de la boda de su hermana en Barcelona.
La «infanta amazona», como la llama la prensa, siente en efecto una gran pasión por los caballos, aunque no es demasiado diestra. Desde su primer embarazo, empero, ya no se la ve practicar como antes. Hace años lo hacía con frecuencia, para lo cual acudía a las caballerizas de la Guardia Real en el Pardo. Una vez, delante de multitud de testigos, mostró su genio con la fusta sobre los lomos de un joven corcel, en uno de los ataques de ira a que tiene acostumbradas a las personas más próximas. La irascibilidad colérica, combinada a ratos con una gran cordialidad y familiaridad, es un rasgo característico que muchos historiadores han detectado en el temperamento borbónico. Y al parecer, la niña lo ha heredado de su padre, a juzgar por lo que algunos autores han escrito sobre las iras domésticas del monarca, de las cuales se dice que fue testigo, y muchas veces incluso víctima propiciatoria, su ayudante de cuarto, Blas Leyva Moreno, y que fueron motivo de que más de una doncella de la reina abandonara el servicio en La Zarzuela, sin que la Casa Real lo haya desmentido hasta ahora.