Actualmente, en su profesión de heredero, para la cual fijó desde 1995 su residencia en Madrid, cuenta con la ayuda de la Secretaría del Príncipe, organismo oficial que depende de la Casa del Rey.
El secretario general es Jaime Alfonsín Alfonso (antes socio en el bufete de Aurelio Menéndez y 203 Rodrigo Uría, casado con Mónica Prado y Colón de Carvajal, sobrina de Manuel Prado). Y tiene tres «ayudantes de campo», los comandantes de Tierra, Mar y Aire, Emilio Tomé de Vega, Juan Ruiz Casas y Francisco López Sillero; y varios administrativos asignados. Entre las actividades a que dedica el día, Felipe, al parecer, gasta mucha tinta en sus discursos, y los retoca una y otra vez hasta que quedan a su gusto. La Constitución no determina un papel oficial para el heredero y, para resolverlo, el Ministerio de Asuntos Exteriores firmó tras el verano de 1995 un acuerdo con la Casa Real por el cual se le asignaba en la práctica el papel de algo así como un embajador de lujo, a quien corresponde de manera permanente la representación del Estado en las tomas de posesión de los jefes de Estado de Iberoamérica y Portugal.
En el ámbito empresarial le va mejor. Felipe de Borbón y Grecia es el presidente de la empresa «Sociedad Española de Estudios para la comunicación fija a través del Estrecho de Gibraltar SA». De esta misma compañía eran consejeros su abuelo Juan de Borbón y Battenberg y otros ilustres personajes, como Muhammad Kabbaj, Alí Benbouchta, Azeddine Guessous (embajador de Marruecos) o Antonio de Oyarzabal Marchesi (embajador de España en Dinamarca, en Quito, ex-director general de Cooperación Técnica Internacional, gobernador de Guipúzcoa, de Tenerife, y director de la OID).
EL «PUDRIDERO REAL»
El rey Juan Carlos sabe contar los años, siente la Parca más cerca, y quiere unas vacaciones permanentes. Muchas personas próximas a él aseguran que sus deseos actuales están encaminados a «jubilarse» y disfrutar de la vida antes de lo inevitable. Dicen que en el fondo de su corazón existe el espíritu de un funcionario de Estado y que ya ha cumplido su período de ejercicio. Ahora quiere pasar a las clases pasivas. Se habla de su deseo de abdicar a favor de Felipe, aunque la soltería de éste y la carencia de candidata para continuar la descendencia no dejan demasiado margen de juego al relevo. Unos apuntan que se instalará permanentemente en Mallorca; otros piensan que residirá con la reina Sofía en Londres, adonde ella viaja frecuentemente, y donde vive desde hace 20 años su hermano, el ex-rey Constantino II. Sería, en los dos casos, una manera tranquila de acabar y, además, sin dar tiempo a que el problema sucesorio, o cualquier otro, llegara a poner en peligro la pervivencia de la monarquía en España.
No podemos olvidar que la institución, por lo general, está en claro retroceso en la historia de los países adelantados, por mucho que una buena lista de aspirantes a restaurar coronas se emperren en mantener la ilusión contraria. Insisten en reinar, aunque no han llegado a convencer sobre los beneficios que pueden aportar a sus regias patrias, entre otros, Oto de Habsburgo (para revitalizar el Imperio austrohúngaro) Miquel Romanov (la solución viviente a la caída de la Unión Soviética), Víctor Manuel de Saboya (para devolver a Italia el antiguo esplendor del Imperio romano), Alejandro I (para solucionar los conflictos étnicos reunificando la derrota Yugoslavia), o el mismo Luis Alfonso de Borbón-Dampierre Martinez-Bordiú (primo del rey Juan Carlos, bisnieto de Franco, neofascista y aspirante al palacio de Versalles y, si fuera posible, también al de España).
Sólo la octava parte de los países del mundo cuentan hoy con un Régimen monárquico como sistema político. Claro está que a la mayoría es mejor no sacarlos a pasear mucho por la ONU, porque son capaces de pedir que los súbditos vuelvan a llevar cadenas en los pies. Swazilandia, Bután, Tonga, Camboya, Lesotho, Marruecos, el Nepal, Omán o Tailandia son ejemplos que hacen desear algo mejor para sus pueblos. Un pequeño grupo son paraísos fiscales más que países, como, por ejemplo, Mónaco o Liechtenstein. Y otros, filiales de las multinacionales del petróleo, como Brunei, la Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos, Qatar o Kuwait.
En la Europa occidental todavía quedan unos cuantos reinos sólidamente consolidados (Bélgica, Dinamarca, Suecia, el Reino Unido…). Pero nada es eterno. La dinastía española de los Borbón es la más antigua, puesto que ha reinado desde el año de gracia de 1700, pero, como es bien sabido, su recorrido histórico ha pasado por toda clase de avatares, incluyendo a cuatro regias figuras que salieron por piernas del país mientras el pueblo hacía fiesta en las calles. Carlos IV, sitiado por las masas, abdicó en favor de su hijo Fernando VII. Se fue al exilio, de donde ya no volvió. Murió en Nápoles en 1819. Ya antes, en 1808, su sucesor, Fernando VII, también había sido expulsado. Dejó el trono a su hija Isabel II. Con ella el pueblo fue más severo: no permitió que dejara a otro Borbón en su puesto cuando tuvo que salir escopetada, en 1868, e instauró la primera República. Poco 205 después, sin embargo, Alfonso XII volvió a restablecer la monarquía en olor de multitudes: fue en 1874 y el joven Borbón tuvo una acogida tan apoteósica en Madrid que, inclinándose sobre su caballo, dijo a un hombre que le aclamaba: «Gracias, gracias». A lo cual el hombre respondió: «Esto no es nada. ¡Sí hubieseis visto cómo gritábamos cuando echamos a su madre!». Alfonso XII aguantó en el trono hasta que murió, cuando a una edad temprana, según rumores que corrían por Madrid y que fueron recogidos por los historiadores, estaba «hecho polvo de tanto joder». Y dejó «la menor porción posible de rey», en palabras de Sagasta, porque se trataba de una cosita que apenas tenía unos meses, pero que era un rey al fin y al cabo. Fue la madre de Alfonso XIII, María Cristina, quien le guardó el trono como regente hasta que tuvo la mayoría de edad, dejando que Cánovas y Sagasta se alternaran en el poder, fiel a los últimos consejos de su esposo, que, ya agonizante, le dijo en su lenguaje castizo: «Cristina, guarda el coño, y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas». Pero Alfonso XIII también fue expulsado, como su abuela, en 1931, con la declaración de la Segunda República. Antes, el abuelo de Juan Carlos todavía tuvo tiempo de apostar por el general golpista Primo de Rivera. Después se fue deprisa y corriendo y llegó tan cerca de Dios como pudo, ante el Vaticano, esperando que el designio divino le devolviera al Palacio de Oriente tras un nueve golpe de Estado. No llegó a consumarse en favor suyo, y su puesto lo ocupó el Caudillo, que, marchando bajo palio y con el brazo incorrupto de Santa Teresa en las manos para demostrar que él también tenía el designio divino de su parte, actuó como regente de Juan Carlos hasta su muerte.
No hay nada que pueda hacer pensar en una nueva caída de la monarquía, por ahora. Aunque ya decía Miguel Maura, aquel monárquico que fue ministro de Interior del primer Gobierno de la República en 1931, cuando ofrecía consejo a un eventual nuevo rey de España: «¡Que no deshaga las maletas! No vaya a ser que no tenga tiempo de volver a hacerlas si las cosas se estropean». José Luis de Villalonga se lo recordó una vez al rey Juan Carlos, para ver cómo reaccionaba ante la impertinencia. Respondió de manera imperturbable: «Procede de un pesimismo que ya no tiene fundamento. Miguel Maura no podía imaginarse que nuestra actual monarquía sería del gusto de muchos republicanos de toda la vida». A esta afirmación se podría añadir, empero, que sólo los reyes son capaces de provocar el fervor republicano. Sea como sea, y aunque sea sin república ni cambio de régimen, ni siquiera con jubilación de por medio, algún día llegará un final para el reinado y la vida de Juan Carlos. Puesto que este libro es una biografía que por su fecha histórica se ha quedado necesariamente inacabada, sin ánimo de ser morbosos y mucho menos agoreros, adelantaremos algunos datos de lo que, como desenlace, podemos prever que pasará.
Juan Carlos I ocupará, como el resto de los Borbones de su dinastía y algunos Austrias, un sitio en lo que se ha erigido como monumento fúnebre en el monasterio de San Lorenzo del Escorial.
Adentro, en el Panteón de Reyes, están enterrados los monarcas. Se trata de una pequeña joya del barroco, un aposento octogonal que apenas tiene 10 metros cuadrados, cubierta de mármol, donde hay 26 urnas sepulcrales sostenidas por zarpas de león de bronce dorado. Se encuentra en el subsuelo de la Basílica, concebida por Felipe II como una parte del monumento representativo de su poder, puesto que entonces reinaba sobre un imperio que tenía su leyenda negra pero en el que no se ponía el sol. Allí reposan los restos de todos los reyes de España desde Carlos I (con sus esposas, si habían sido madres de un rey, puesto que si no, lo tenían vetado). Y sólo faltan dos: Felipe V, que encontraba lúgubre El Escorial y prefirió ser inhumado en La Granja de San Ildefonso; y Fernando VI, que escogió la iglesia de Las Salesas para estar junto a su esposa, Bárbara de Braganza, que no había tenido descendencia. Incluso para morir hay clases, al menos con respecto al envoltorio. Y tan importante es para la monarquía este monumento, que una de las grandes preocupaciones de Alfonso XIII desde que se exilió en Roma en 1931, tras proclamarse la segunda República, fue qué pasaría con los sepulcros.
Miguel Pinto, marqués de Bóveda de Limia, uno de los primeros generales que entraron en Madrid al frente de las tropas de Franco, tuvo que desplazarse al Escorial antes que a su casa para informar al monarca exiliado de que las tumbas no habían sido profanadas. Ignoramos de qué clase de ostentación, cuando llegue el momento, pueda revestirse la ceremonia en honor de Juan Carlos I.
Podría, como él mismo adivinó, estar llena de muchos republicanos de boquilla, de los que llevan años adulándolo, a falta de una corte aristocrática de verdad, que nunca se ha trabajado demasiado en vida, en la que ha mantenido un distanciamiento manifiesto del estamento nobiliario. Y eso que en los últimos tiempos ha redoblado los esfuerzos por conseguir su afecto, presidiendo la última asamblea de la Diputación de la Grandeza (celebrada en marzo del 2000). Esta entidad es algo así como el sindicato de la nobleza, que vela por su integridad y pureza, y que actualmente reconoce unos 2.700 títulos vigentes (entre señorías, baronías, vizcondados, condados, marquesados, ducados y «grandes de España»). Una lista que el rey Juan Carlos ha ayudado a agrandar, integrando, además de sus yernos, a más de 20 plebeyos a los cuales ha otorgado títulos. Entre otros, en este censo están Carmen Polo, Josep Tarradellas, Alfonso Escámez, José Manuel Lara, Camilo José Cela… No están, en cambio, porque consideraron que el título no les encajaba y rehusaron el honor, Severo Ochoa y Pedro Laín Entralgo. También Franco había asumido por decreto (del 4 de junio de 1948) el derecho de otorgar títulos, y lo hizo 38 veces, procurando que los elegidos vistieran el uniforme del rango militar más alto. Casi todos fueron generales de la Guerra Civil (Mola, Moscardó, Queipo de Llano, Carrero Blanco…), o falangistas (como por ejemplo Julio Arteche o José Antonio Primo de Rivera).
Quizás el dicho de «nobleza obliga» la aplicaron los dos, Franco y el rey, como modo de asegurarse la fidelidad de los ascendidos a condes y duques a última hora. Llegado el momento, quienes no podrán rendir honores ante el rey, aunque quisieran, serán algunos de sus mejores amigos. A lo largo de toda su vida y de su reinado, para Juan Carlos ha sido una constante el hecho de contar con alguien a su lado, como consejero o colaborador, a veces como tutor. Pero también ha sido una constante ir sustituyéndolos a unos por otros, en función del que más le conviniera según los tiempos, y dejarlos en manos del destino como juguetes rotos cuando finalizaba la etapa. Así pasó con Torcuato Fernández Miranda (su tutor universitario y tutor político durante los primeros años de la Transición, ahora muerto), Alfonso Armada (su secretario particular y gran amigo hasta el 23-F), Adolfo Suárez (su primer presidente y fiel colaborador hasta que se cansó de él), Sabino Fernández Campo (su director de escena en la representación teatral de la monarquía durante muchos años), Mario Conde (que acabó en los tribunales por delitos económicos sin que su amigo de La Zarzuela pudiera hacer nada por evitarlo), Francisco Sitges (en las mismas circunstancias), Javier de la Rosa (benefactor del monarca hasta que se sintió traicionado y se convirtió en su espada de Damocles), el príncipe Tchokotua (que se pasa por los tribunales de vez en cuando como encausado en algún caso de malversación de fondos, pese a su larga relación de afecto con el rey), Manuel Prado (hoy con un pie en la prisión por delitos en los que también puede involucrar a su amigo más íntimo), etc. A todos, uno detrás de otro, Juan Carlos los fue dejando en la cuneta, en el mejor de los casos con un título nobiliario, en el peor en la cárcel, asumiendo responsabilidades que presuntamente habían compartido. Claro está que él es impune y esto lo sabe todo el mundo. No hay ninguna razón, pues, para que algunos se hayan sentido traicionados. Hablando sobre la amistad, el mismo rey Juan Carlos matizaba: «En España empleamos la palabra "amigo" con demasiada ligereza. Termina por no querer decir nada».
Volviendo al destino que espera al monarca en el Escorial, hace falta explicar, aunque pueda resultar un poco desagradable, que antes de ser trasladados al Panteón, los cadáveres de los reyes pasan un tiempo en el «Pudridero Real». Se trata de un aposento todo hecho de piedra, con el suelo de granito y el techo abovedado, de unos 16 metros cuadrados, distribuido en tres cuartos a manera de alcobas, sin luz ni el menor rastro de ventilación. Un descanso, si no eterno, al menos pleno. Allí se depositan los cadáveres para que entren en real descomposición, durante un tiempo prudencial, de 20 a 40 años. Lo que se estime necesario para que culmine el proceso biológico de su reducción natural. Unos tardan más y otros menos. Alfonso XII, por ejemplo, sólo esperó 13 años (de 1885 a 1898) antes de pasar al Panteón Real. Se pudrió enseguida. Y Alfonso XIII ni siquiera llegó a pasar.
Había muerto en Roma en 1941 y transcurrieron 40 años hasta que fue trasladado a España, en 1980. Sin embargo, planteó problemas. Como estaba embalsamado, no cabía en la urna y hubo que romperle las piernas en una ceremonia que le tocó presidir al entonces jefe de la Casa Real, el marqués de Mondéjar. No debía ser precisamente una fiesta y no es extraño que el príncipe Felipe, en una entrevista, cuando le preguntaron qué le había impresionado más en su vida, recordara aquel momento: «En El Escorial, cuando la transferencia de las cenizas de Alfonso XIII…»