Según la versión de Armada, sin embargo, cuando un alto mando militar le preguntó si legalizaría el Partido Comunista, la respuesta de Suárez fue que, con los estatutos que el partido tenía en aquel momento, era imposible legalizarlo, con lo que se sintieron aliviados. Esta versión es más coherente con lo que se sabe de los acuerdos a los que Suárez había llegado días antes con los socialistas, y con lo que se podía esperar de los militares. De ahí que tenga más aire de ser la versión auténtica.
Fuera como fuese, el presidente tuvo un éxito personal muy grande, lo cual era bastante extraordinario, puesto que muchos de aquellos militares habían acudido a la cita dispuestos a dar guerra. Les explicó tan bien las cosas, que un coronel acabó aclamando a Suárez con un «¡Viva la madre que te parió!». Dos días después, el Consejo de Ministros aprobaba el texto definitivo del Proyecto de ley para la reforma política, cuya redacción se atribuye a Torcuato Fernández Miranda.
Con ella, el rey consiguió desembarazarse de las Leyes Fundamentales, a las que había jurado fidelidad en 1969. Pero antes tenía que conseguir que la aprobaran las Cortes de Franco, teniendo en cuenta que supondría que se tendrían que disolver. El viejo profesor de Juan Carlos trabajó sin cesar, intrigando con unos y con otros para conseguir los votos, negociando casi uno por uno. Y fue consiguiendo los votos que necesitaba de los procuradores, alentados por la esperanza de conservar un sitio de privilegio en el nuevo sistema de poder que se estaba estableciendo.
Fue difícil, pero no tanto como podía parecer a simple vista. Al fin y al cabo, todos sabían que, si las Cortes hacían fracasar el proyecto del Gobierno con una votación negativa, el rey y el Consejo del Reino podrían suspender la prórroga aprobada en enero de 1976, cuando Arias todavía era presidente, y disolverlas inmediatamente. Y pasaría lo mismo si tras el debate se introducían más enmiendas de la cuenta. Fernández Miranda ya lo había advertido claramente en una entrevista publicada en la prensa, como aviso para asegurar los votos de los despistados. Todo estaba «atado y bien atado». Así, pues, no hubo sorpresas, puesto que el 18 de noviembre de 1976 la Ley se aprobó con una única enmienda. El siguiente trámite, imprescindible para poder modificar las Leyes Fundamentales e ir «de ley en ley», como quería Torcuato, era que el pueblo español la confirmara en referéndum. Esto era un «más difícil todavía», que requería un trabajo mucho más serio y delicado. Se fijó como fecha el 15 de diciembre y se puso en marcha la campaña. En primer lugar, era necesario mantener a la oposición democrática en silencio. El ministro de la Gobernación, Rodolfo Martín Villa, empezó por reunirse con gobernadores civiles, y después les envió una circular: «En el orden público se actuará con prudencia en cuanto se refiera al campo de las ideas, pero se impedirá, en todo caso y con la máxima energía, cuanto atente a la unidad de España, a la forma monárquica del Estado o a las Fuerzas Armadas». La intervención del carismático Adolfo Suárez por televisión el mismo día que el Proyecto de ley había sido aprobado por el Consejo de Ministros en septiembre, y la subsiguiente campaña en la prensa, ya habían conseguido que más de la mitad de la población considerara satisfactorios los contenidos. Era cuestión de seguir insistiendo.
Pero la actitud que escogieron mantener públicamente los «amigos» del PSOE supondría un trastorno importante. Sin atreverse a defraudar públicamente a las bases tan pronto, el Partido Socialista llevó a cabo una campaña verosímil a favor de la abstención. La abstención, y no el rechazo directo, fue todo lo que consiguió arrancarles el Gobierno de Suárez. A Luis Solana lo detuvo la Guardia Civil en Majadahonda, junto con Rodríguez Colorado (que conforme pasaron los años acabó siendo director general de la Policía y se vio salpicado por el escándalo de los fondos reservados), mientras colgaban carteles que decían: «Sin libertad, abstenerse». Su mujer, Cuca, tuvo que hablar con Manolo Prado para que se lo dijera al rey, que se hallaba en Palma, en Miravent, y le telefoneó a casa para interesarse por el hecho. En un deliberado juego de ambigüedades, muy cerca ya del referéndum, entre el 5 y el 8 de diciembre, el PSOE celebró su primer congreso en España desde la República, con la autorización implícita del Gobierno, en un hotel de lujo de Madrid.
Contó con la presencia de importantes figuras del socialismo mundial (Willy Brandt, François Mitterrand, Olof Palme, Michel Foot), algunos de los cuales fueron recibidos por Suárez y por el rey. Aunque en las conclusiones del congreso se siguiera manteniendo la recomendación de la abstención activa en el referéndum, en el discurso de inauguración Felipe González afirmó: «El PSOE está dispuesto a negociar con el Gobierno el proceso de tránsito a la democracia…». Y en la conferencia de prensa posterior dijo: «No vamos a hacer toda nuestra lucha en función de la legalidad del Partido Comunista». Ya se iniciaba el trabajo de desgaste y disolución del PC para integrarlo en otro grupo socialdemócrata del mismo PSOE, tarea que continúa en la actualidad con lo que queda del naufragio reformista. Con todo, el momento estrella de la convención, sin duda, fue la aparición de un joven espontáneo con una bandera republicana enorme, que arrancó gritos incontenibles de «España, mañana, será republicana» entre los asistentes. Los mismos líderes del PSOE lo sacaron de allí como pudieron y empezaron a cantar la Internacional, al mejor estilo de los bailes y danzas del franquismo, para acallar el griterío. Espectáculo político y catarsis, los que quisieran; cambio político y poner en entredicho al rey no eran en los planes de los dirigentes socialistas.
Tras todos los problemas y dificultades, sin embargo, finalmente el Gobierno y el rey pudieron respirar tranquilos, cuando el 15 de diciembre ganaron el referéndum con un amplio número de votos afirmativos. Curiosamente, la Ley para la reforma política se publicó en el BOE, pocos días después, como la «Octava Ley Fundamental».
A comienzos del año siguiente, el proceso de Transición entró en una nueva etapa. La sucesión del Régimen franquista se había iniciado mientras Kissinger estaba en el ministerio yanqui de Asuntos Exteriores, a cuyas directrices tanto el Gobierno de Arias Navarro como el de Suárez se ajustaron a la perfección Sólo se pretendía un cambio político muy limitado en cuanto al fondo y las formas.
Pero una vez inaugurada la Administración Carter, en enero de 1977, el postfranquismo se readaptó enseguida. Fundamentalmente supuso una aceleración del ritmo de legalización de los partidos políticos y los sindicatos que aceptaban el cambio programado, y el reconocimiento de las autonomías como «apagafuegos» de los conflictos nacionalistas. Todo ello, siguiendo un modelo que ya se había probado antes, en la Europa de la Guerra Fría, tras la Segunda Guerra Mundial, que limitaba el arco de opciones políticas. El nuevo sistema español dejaría fuera a los exponentes republicanos y a los nacionalistas de izquierdas vascos, gallegos y catalanes. No se les reconocería ninguno de sus derechos políticos hasta que, mucho después de las primeras elecciones, el espacio electoral y el Parlamento estuvieran ocupados por los comprometidos con la reforma pactada.
Hasta diciembre de 1976, Suárez no dio ni un paso sin consultarlo previamente con Torcuato. Pero a partir de entonces empezaron a producirse desavenencias entre ellos. También entre Armada y el presidente. Ninguno de los dos amigos del rey estaba de acuerdo con la aceleración que Suárez estaba imponiendo. Pero no se trataba de un capricho, sino de una imposición de hecho, y el rey Juan Carlos sí que estuvo de acuerdo y le apoyó en todo. Uno de los primeros movimientos complicados, cuya responsabilidad hubo de asumir el presidente, fue la legalización del PCE. Los acontecimientos que tenían lugar en la calle ayudaron a que la decisión se tomara muy pronto.
Enero fue un mes de movilizaciones y conflictos. El 23 moría, asesinado por el pistolero de extrema derecha Jorge Cesarsky, el joven Arturo Ruiz en una manifestación en Madrid. Al día siguiente, en un acto de protesta la joven universitaria Mari Luz Nájera resultó herida gravemente por el impacto de un bote de humo, y finalmente murió. De manera simultánea a las manifestaciones de a pie, varios grupos de lucha armada activos en aquel momento, ETA y GRAPO, encadenaban una acción tras otra. Cuando Antonio María Oriol, ex-presidente del Consejo del Reino, ya estaba secuestrado por los GRAPO, el mismo día 24 también fue secuestrado el teniente general Emilio Villaescusa.
Pero la gota que colmó el vaso fue la acción de un grupo de pistoleros de extrema derecha que dependía del golpista del 23-F García Carrés, entonces presidente del sindicato vertical franquista de Transportes, que aquel mismo día asaltaron un despacho de abogados laboralistas en la calle Atocha, y abatieron a disparos a cinco miembros del Partido Comunista y de Comisiones Obreras.
El funeral por las víctimas constituyó el primero acto masivo del Partido Comunista, todavía clandestino. Y la tensión del rey subió a unos niveles de riesgo tan altos que puso en peligro la poca salud «coronaria» que le quedaba. Los contactos del Gobierno con el embajador de los Estados Unidos, Wells Stabler, se intensificaron para tratar sobre la situación. Suárez repetía a sus colaboradores, interrogándose a sí mismo en voz alta: «Y si los comunistas ocupan un día la calle, pero no pacíficamente como en el entierro de Atocha, ¿qué hacemos? ¿Los disolvemos por la violencia?; y si insisten, ¿los ametrallamos?; y si se presentan masivamente en las comisarías alardeando de su militancia, ¿los detenemos a todos?»; tenía que decidirse enseguida y acabó planteando la legalización del PCE abiertamente.
Como ya hemos visto, a primeros de septiembre se había reunido con el Consejo Superior del Ejército para explicarles la reforma política. Y Suárez se apoyó en el éxito de aquel encuentro para argumentar que el vicepresidente para asuntos de Defensa, Gutiérrez Mellado, y él mismo, tenían al Ejército controlado y no había peligro de involución. Pero Alfonso Armada tenía información directa conseguida por otras vías, a pesar del compromiso de mantenerla en secreto por parte de los asistentes. Y elaboró un informe respecto a este asunto que después entregó al rey. Su valoración no coincidía en absoluto con la de Suárez: Armada estaba convencido de que, si se legalizaba el PCE, la irritación de los militares se desbordaría. Ante la discrepancia en las versiones de lo que había pasado, el rey convocó a los dos a su despacho y discutieron al intentar aclarar si Suárez realmente les había dicho que legitimaría el comunismo a los militares, que acabaron la reunión aplaudiéndole. Suárez aseguraba que sí, que el Ejército estaba completamente al lado del Gobierno y que era muy favorable a la legalización del PCE. Las apreciaciones de Armada sólo eran imaginaciones suyas. En medio de la discusión incluso llegó a atribuir a la extrema derecha los secuestros de Antonio Oriol y el general Villaescusa (en poder de los GRAPO), que tenían, según él, la intención de desestabilizar el sistema para evitar la habilitación legal de los comunistas. A Armada le costó contenerse ante una herejía tan grande. En definitiva, fue imposible que se pusieran de acuerdo. El rey, al menos en ese momento, no tomó partido por ninguno de los dos.
Pero creyera o no el relato de su presidente, asumió que en todo caso los militares serían controlables. Se legalizaría el PCE. Entonces ya hacía tiempo que Carrillo entraba y salía del Estado español cuando le parecía, con el truco de la peluca. Sin embargo, ya hacía meses que no se molestaba en ponerse la ridícula peluca que no engañaba a nadie. A finales de año había sido detenido y conducido con toda clase de respetos a la prisión de Carabanchel, prácticamente bajo palio. Traía un pasaporte francés falso. Pero una semana después ya había salido en libertad bajo fianza. En febrero de 1977, poco antes de la legalización, tuvo una larga reunión de seis horas con Adolfo Suárez, en la que acordaron los últimos detalles de su pacto. El Partido Comunista sería legalizado y podría acudir a las elecciones generales.
A comienzos de marzo, como si ya fuese un hecho, se celebró en Madrid la reunión cumbre eurocomunista, que contó con la presencia de Enrico Berlinguer, el secretario general del PC italiano, y George Marchais, su homólogo francés. En Semana Santa, a primeros de abril, Suárez se reunió con Gutiérrez Mellado y con Alfonso Osorio, los dos vicepresidentes de su Gobierno; con Landelino Lavilla, ministro de Justicia, y con el de Interior, Rodolfo Martín Villa. Les dijo que era necesario encontrar a la mayor brevedad posible un apoyo jurídico para justificar a los ojos del país —y sobre todo de los militares— la legalización del Partido Comunista. El 9 de abril el fiscal general del Reino constató que nada probaba el carácter ilícito del partido de Carrillo. Y el sábado siguiente —Sábado Santo— la prensa informó a los españoles de que el PCE acababa de ser legalizado. La noticia cogió por sorpresa a los menos iniciados en la tramoya política que se cocía. Rápidamente, se organizó una reunión en La Zarzuela, con el rey, Suárez, Mondéjar y Armada. Fue otra discusión entre Armada y el presidente de las que hacen época, con el general gritando que había puesto en peligro la Corona. Pero Suárez ganó. Lo había hecho y los tanques no habían salido a la calle. En cambio, Armada recibió un mensaje claro, a través de Mondéjar, de que tenía que ir pensando en abandonar La Zarzuela. Pero pasaron varios meses antes de que esto sucediera. La mayoría de los ministros, de vacaciones de Semana Santa, se enteraron por la radio de que el PCE ya era legal. El de Marina, almirante Pita de Veiga, presentó la dimisión inmediatamente; y cuatro más amenazaron con hacerlo, aunque al final desistieron «por lealtad a la Corona». El martes 12 de abril se reunió el Consejo Superior del Ejército y difundió un comunicado público en el que expresaba la repulsa general que había causado en todos los cuarteles, aun cuando admitían disciplinadamente la legalización como un hecho consumado. Aparte de esto, redactaron un escrito más extenso y diferente en el que, al parecer, iban más allá, con ataques a Suárez y a Gutiérrez Mellado, y se lo enviaron al rey. Y eso fue todo. No hubo nada más. Con el tiempo, los militares se calmaron, sobre todo cuando vieron el pésimo resultado que el PCE obtenía en las primeras elecciones generales, en las que sólo tuvieron un 9% de los votos, gracias a la tarea de destrucción llevada a cabo implacablemente por Santiago Carrillo de los principios que el PCE había mantenido vivos durante todo el franquismo. En 1977, Carrillo ya asistía a las recepciones oficiales del monarca como si nada y presumía además, de que los camareros de Comisiones Obreras le reservaban los mejores canapés. El rey y «Don Santiago» (como Juan Carlos le llamaba afectuosamente, incumpliendo excepcionalmente la borbónica costumbre de tratar de tú a todo el mundo) se acabaron haciendo amigos. «Tendría usted que rebautizar a su partido y llamarlo Real Partido Comunista de España», le dijo un día el monarca. «A nadie le extrañaría». Carrillo le reía las gracias al rey como cualquier otro personaje palaciego.