Un rey golpe a golpe (19 page)

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Authors: Patricia Sverlo

Tags: #Biografía, Histórico

Arias, un franquista de la Falange, ascendido gracias al apoyo del búnquer del Pardo, no podía evitar sentir desprecio por el nuevo monarca. Le gustaba «escarmentar al Borbón», como él decía.

Un día le comentó a Rodríguez Valcárcel, uno de sus amigos, cuando todavía era presidente de las Cortes (el cargo que después ocupó Torcuato): «Yo, con un niño, no sé hablar más allá de diez minutos. Después no sé qué decirle y me aburro. Algo así me pasa con el rey». Con esta actitud, las relaciones entre el rey y Arias se fueron deteriorando a pasos agigantados durante los primeros meses de la monarquía. El presidente tenía una irritación cada vez más agresiva contra Juan Carlos.

«Estoy atornillado en este sillón por ley y contra esto nada puede hacer el rey», dijo a más de un ministro, cuando se empezó a hablar de su dimisión. Exigirle la dimisión, que era una manera más fina de cesarlo, era una sugerencia en la que Torcuato insistía cada vez más. Pero no la aconsejaba nadie más. Juan Carlos se desahogaba de sus abusos en las reuniones que mantenía con sus colaboradores, Mondéjar y Armada, en la Zarzuela, a las cuales también asistía la reina. Todos intentaban calmar su desesperación. Pero la Casa se oponía a que lo cesara y, en concreto, Armada le dijo: «Torcuato será un gran profesor, pero de político, nada. Como político es incapaz». En una de aquellas reuniones, a la reina Sofía se le ocurrió meter la nariz en alguna cuestión que sacó de quicio al monarca, cuyos gritos resonaron de tal modo que ella tuvo que salir de la sala, llorando como una Magdalena. Después él fue a pedirle disculpas. Cuando se lo explicó a Torcuato, echó la culpa a la tensión que le provocaban los conflictos con Arias: «Lo que más me irrita es que pienso que Arias me puede. Y esto, cojones, no es así, tú lo sabes».

La actitud un poco de perdonavidas con el rey de Carlos Arias, que le aseguraba cada dos por tres que «sin mí, el poder estaría arrojado a la calle», arrancaba de un famoso incidente que se había producido unos días antes de que Franco muriera, cuando el uno era presidente y el otro jefe del Estado interino. Se habían enfrentado por un conflicto de poderes: «Tú no me informas de lo que haces», «yo soy el que tengo que informar a Franco y no tú», etc. Y acabó con Arias poniendo su dimisión sobre la mesa y con Juan Carlos literalmente «acojonado» por lo que podía suponer aquello. El que entonces todavía era príncipe pidió perdón a Arias, le rogó que no presentara la dimisión, envió al marqués de Villaverde a darle explicaciones, suplicó… Y, está claro, Arias no solamente no se fue, sino que quedó reforzado en su sitio, convencido de que tenía perfectamente controlado a aquel «niñato». Conversando con Torcuato, su viejo profesor, el rey confesaba: «He usado toda mi cordialidad y tengo que decir que es contraproducente. La verdad es que no sé cómo tratar a Arias… No me deja hablar, no quiere o no sabe escuchar, y me da la sensación de que no necesita contar conmigo; es como si creyera que está absolutamente seguro, que es presidente por cinco años, que yo no puedo más que mantenerle…»

Estaba desesperado. Pero no se podía reducir todo a un simple problema personal, a una incompatibilidad de caracteres. Como trasfondo estaban las visitas constantes de los embajadores de Estados Unidos y de la República Federal Alemana a Torcuato Fernández Miranda, durante los últimos meses de 1975 y los primeros de 1976. La vía de la represión para controlar a la oposición no era suficiente. Era necesario tomar otras medidas más políticas. Sobre todo a partir de la formación de la Platajunta, empezaron a darle vueltas a la idea de crear un partido gubernamental.

Era imprescindible de cara a una futura legalización de otros partidos. Pero Arias no les valía para este proyecto. Se lo tenían que quitar de encima. Madurando aquella idea del partido gubernamental y otras sugerencias para la reforma política tomadas de los informes de la Trilateral, por iniciativa de la Casa Real se celebró el 4 de mayo una reunión con las figuras más destacadas del mundo financiero. Las gestiones para organizarla las hicieron, como hombres del rey, Camilo Mira y Miguel Primo de Rivera. Como miembros del Gobierno estaban Alfonso Osorio y Adolfo Suárez.

La reunión y la cena, para hablar de una reforma política, «una reforma sin riesgo», se celebró en casa de Ignacio Torta. Los financieros eran Pablo Garnica, Juan Herrera, Arne Jessen, Emilio Botín, Jaime Carvajal, Ignacio Herrero, Jaime Castell, Alfonso Fierro, Pedro Gamero, Carlos March… Se comentó, sobre todo, que la multiplicidad de partidos políticos podía tener consecuencias graves en el futuro. Y Osorio les rogó que sólo apoyaran financieramente a quienes se agruparan en partidos más amplios, con lo cual se tendería un puente al bipartidismo. Así les resultaría más fácil negociar la conformación del partido gubernamental, de derechas, que querían; y forzarían a la izquierda a unirse alrededor de los líderes que ya tenían de su lado, en especial Felipe González. Esta segunda parte no convenció demasiado a los banqueros. Hablaron de cómo el marxismo podía infectar la vida política. Aunque Jaime Carvajal apuntó que la identificación socialismo-marxismo no era exacta, Pablo Garnica dijo: «Eso es lo mismo que decir que como tu tía no tiene trolebús, no es un tranvía». No se puede decir que aquella reunión sirviera para mucho más que establecer las bases mínimas de actuación. Pero era un principio.

El paso siguiente continuaba siendo conseguir la dimisión de Arias, que no habría podido ser nunca un líder de la derecha capaz de vencer en las urnas. Y seguir adelante con el proyecto de un partido de derechas gubernamental. Torcuato insistía cada vez más ante el rey, pero Juan Carlos no podía: «No sé cómo hacerlo. Continuamente dice que él es el presidente porque así lo quiso el Caudillo, que él pensó dejarlo y que yo he sido quien le ha comprometido en una tarea que ahora tiene que concluir.., y que él no dimite, que si lo creo conveniente que le dé el cese… Todo esto me cabrea».

La cuestión era saber si, en un momento tan delicado, el Consejo del Reino se podía meter en una decisión así. Armada decía que sería un error muy grave, que más bien complicaría las cosas en lugar de resolverlas. El rey, dominado por una irritación creciente, no dormía, tenía la tensión por las nubes… En abril, Arias continuaba hablando por televisión, que era su foro favorito para dirigirse directamente al pueblo, para decir: «Estamos en la vía de la reforma». ¿Qué se podía hacer?

La solución acabó llegando de los Estados Unidos. Después de un viaje oficial a este país, iniciado a finales de mayo, el rey volvió reconfortado y con la decisión del cese de Arias, dispuesto a enfrentarse con las consecuencias que podría tener. Además, ya venía con una parte del trabajo hecho. En una entrevista concedida al Newsweek, calificó a Arias de
a unmitigated disaster
(«un desastre sin paliativos»). Era el primer paso para forzar la dimisión. En total, Arias estuvo siete meses en el cargo. La escena del cese en el Palacio de Oriente fue muy violenta. Llegaron a forcejear físicamente cogiéndose de la solapa. Pero oficialmente fue una dimisión, firmada el 1 de julio de 1976 por el mismo Arias. Al día siguiente, como compensación, el rey le otorgó por decreto el título de marqués con «Grandeza de España», un envoltorio para sacarlode la política y aparcarlo en el museo de cera de la historia del ascenso al poder del propio rey.

Desde febrero, Torcuato y el rey ya habían empezado a pensar en el sucesor de Arias. Los nombres que más sonaban eran los de Manuel Fraga y José María de Areilza, dos políticos competentes del Régimen y comprometidos en los nuevos planes de la reforma. Pero a Fernández Miranda no le gustaban. Fraga tenía sus propios recursos de poder y para Torcuato era más un adversario político que un posible candidato. Areilza también tenía su personalidad e ideas propias. No habría sido nunca un segundo de Torcuato. Como condición fundamental, según Fernández Miranda, el nuevo presidente tenía que ser un servidor leal de un proyecto ajeno —el suyo —, alguien «disponible» y «abierto a las ideas directivas», en palabras suyas. Incluso sugirió al rey que tendría que hacer —fuese quien fuese— un pacto, un acuerdo formal mediante el cual el presidente del Consejo del Reino (Torcuato) y el futuro presidente se comprometerían ante el rey a desarrollar un plan político concreto (el suyo). Al Borbón, con esa intuición para advertir situaciones que pusieran en peligro su poder que lo caracterizó siempre, este punto le pareció un poco excesivo. Prefirió mantenerlo todo en un terreno informal: «El pacto lo acabamos de hacer tú y yo», dijo a Torcuato. El hombre escogido fue Adolfo Suárez. Vieron en él ambición y capacidad política para la acción. Juventud, encanto y «carisma para ganar elecciones», la fórmula yanqui de la «democracia», una patente exportable que funcionaría como una franquicia. Suárez estaba manifiestamente dispuesto a dejarse llevar por Torcuato, o por lo menos eso había estado demostrando durante los últimos meses, como «submarino» del presidente de las Cortes en el Gobierno de Arias Navarro. Y era una persona aceptada por la banca, por el Movimiento, del cual era secretario general, y por el Ejército, profundamente satisfecho por sus actuaciones en Vitoria y Montejurra como ministro interino de la Gobernación. Es decir, prácticamente perfecto. Después les fallaría, cuando —como decía Torcuato— «quiso volar solo». Pero esto por el momento no lo preveían.

Torcuato Fernández Miranda tuvo que hacer una compleja maniobra política para introducirlo en la terna de candidatos que el Consejo del Reino tenía que presentar al rey, junto con Federico Silva y López Bravo. El mérito, al parecer, consistía en conseguirlo sin que adivinaran que Suárez sería el escogido. Pero aquello de la terna era, al fin y al cabo, una pura formalidad heredada de Franco, que solía dictar los nombres que quería que salieran en las listas sin el menor asomo de problema. El rey habría podido hacer lo mismo, sin que Torcuato se hubiera tenido que esforzar tanto por mantener la intriga hasta el último momento.

CAPÍTULO 10

EL GOBIERNO DE SU MAJESTAD

La Reforma de Torcuato

Cuando Suárez fue incluido en la terna, se le tomó por un relleno insignificante, casi como un gesto protocolario para que los falangistas estuvieran representados, el sustituto de su candidato natural, Alejandro Rodríguez Valcárcel. Los otros dos que le acompañaban en la lista parecían tener muchas más posibilidades de ser escogidos. Federico Silva Muñoz y Gregorio López Bravo, los dos de posiciones continuistas, con una larga experiencia en política, significaban la garantía de la supervivencia del Régimen. Torcuato había salido del Consejo del Reino con la terna en la mano, sin desvelar nada de los tres nombres, y diciendo: «Estoy en condiciones de ofrecer al rey lo que me ha pedido». Todos pensaron en Areilza, que era el más monárquico de los ministros. Pero el 3 de julio de 1976, Televisión Española daba la noticia de la designación de Adolfo Suárez, cosa que dejó a todo el país con la boca abierta.

Para su primer Gobierno, Adolfo Suárez nombró vicepresidente a Alfonso Osorio. Era del clan, había colaborado en el nombramiento del nuevo presidente y esto era lo que le correspondía, en cumplimiento del pacto que habían hecho. Pero después tuvo problemas para poder completar la lista. Fraga, muy enfadado por el hecho de no haber sido escogido por el rey, anunció que se iba del Gobierno. Le siguieron José María de Areilza y Antonio Garrigues, entre otros, y después muchos más no aceptaron ocupar los puestos. No había sido intención del rey ni de Torcuato apartarlos del Gobierno. Los necesitaban. Mondéjar fue enviado a casa de Manuel Fraga para tratar de convencerle de que continuara. Pero Fraga no cedió. Al final, casi no tenían a nadie y tuvieron que escoger a gran parte de los ministros entre los hombres democristianos del grupo «Tácito» (la antigua Asociación Católica Nacional de Propagandistas), a quienes propuso Alfonso Osorio, aunque eran jóvenes perfectamente desconocidos. Sin embargo, algunos de ellos, como Rodolfo Martín Villa, elegido como ministro de la Gobernación, se hicieron famosos enseguida. Era el primer Gobierno verdaderamente de Su Majestad. El plan de acción que seguiría este Gobierno estaba perfectamente diseñado por Torcuato. Los primeros pasos eran aprobar la reforma del Código Penal para empezar a legalizar partidos, abordar una amnistía política simbólica, elaborar una ley de reforma y organizar un gabinete especial para asesorar al Gobierno, sobre todo en política económica, siguiendo la línea iniciada en la etapa anterior para «reinventar» la monarquía.

Empezando por el último aspecto, Alfonso Osorio creó la Dirección General de Prospectiva, al parecer a iniciativa de la reina, muy interesada en esta clase de estudios. El primer director fue Jesús Montero, que había sido propuesto por Nicolás Mondéjar. Respecto a la oposición, el Gobierno tenía claras, al menos, tres cosas: que no convocaría un referéndum para darle la oportunidad de que votara a favor de la república; que la reforma de las Leyes Fundamentales la harían ellos solos, a su manera (en el Consejo de Ministros del 24 de agosto tomaron la decisión de declarar materia reservada todos los asuntos relacionados con la reforma política); y que las elecciones generales se producirían dentro de un sistema de representación proporcional.

En el mes de agosto, empezaron los contactos con la oposición para ver cómo se podía ajustar la ley para legalizar lo que estaban dispuestos a conceder. Pero siempre con conversaciones a nivel individual, por separado con cada líder político, sin que el Gobierno aceptara una negociación política, que era lo que proponía la Platajunta. Aparte de las conversaciones del Gobierno, desde aquel mismo mes Joaquín Garrigues Walker, representante de la Trilateral en España, se reunió con varios líderes de la oposición para ir tanteándolos. Las reuniones se celebraron en su casa de Aravaca y, entre otros, habló con Raúl Morodo, Miquel Roca, Joan Reventós, Alejandro Rojas-Marcos, Antonio García Trevijano, Francisco Fernández Ordóñez, José María Armero…

Por su parte, Suárez se trabajaba fundamentalmente al PSOE, que, tras los primeros contactos que había tenido con él en el entorno del príncipe antes de la muerte de Franco, ya estaba de rebajas, en la línea de la
junk politic
(«política basura», de inspiración yanqui). El día 10 de agosto se entrevistó en secreto con Felipe González, en casa de Fernando Abril Martorell, el ministro de Agricultura, que era ya la mano derecha del presidente; y, otra vez, el 2 de septiembre. En estas reuniones Felipe González se mostró dispuesto a reconocer la monarquía a cambio de ciertos compromisos de apoyo al PSOE, con menoscabo del Partido Comunista. Eso sí, anunciaba que, de cara al exterior, seguirían defendiendo la república como forma política del Estado, en una actitud testimonial, porque no podían hacer otra cosa ante su militancia, por el momento. A la vez, otros dirigentes del PSOE (los hermanos Solana, Enrique Múgica y Luis Gómez Llorente) maniobraban para presionar al entonces ministro de Interior, Rodolfo Martín Villa, a fin de que no legalizara el PCE, al cual veían como un fuerte competidor. El 8 de septiembre, Suárez convocó a los capitanes generales y a la cúpula militar para explicarles los planes de reforma, ya con el proyecto de ley en la mano, y para hablarles de la legalización de los partidos. Supuestamente, en este último punto ya se incluía el PCE, y el presidente tenía que decírselo y convencerles de que no pasaba nada. Pero respecto a este punto hay versiones discrepantes. Suárez aseguró después, en los momentos previos a la legalización efectiva, que sí se había tratado el tema y que a los militares les había parecido bien.

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