Juan Carlos iba a ver al Caudillo al hospital todos los días y le decía amablemente que su enfermedad no era lo bastante grave para justificar el traspaso de poderes. Pero no pudo ser. Un día Franco fue víctima de una fuerte hemorragia y los médicos que le cuidaban se mostraron pesimistas.
Era necesario actuar ya. Y el príncipe, el 20 de julio de 1974, decidió asumir la jefatura del Estado, aunque fuera de manera interina. «¡Vaya, buen servicio que has hecho a ese niñato de Juan Carlos!», le dijo enfadado Villaverde al doctor Gil cuando se enteró. Todo el «búnquer» estaba que mordía.
Aquel mismo día, el príncipe llevó a cabo el primer acto oficial de su mandato interino: la firma de una declaración conjunta para prorrogar el tratado de ayuda mutua con los Estados Unidos. Y su cargo ya no dio mucho más de sí. No le gustó nunca renunciar a sus vacaciones y no se perdería el veraneo en Mallorca sólo porque fuera jefe del Estado en funciones. Franco salió del hospital el 30 de julio y volvió al Pardo, donde Juan Carlos fue en visita relámpago desde las islas Baleares, para presidir un consejo de ministros el 8 de agosto.
Después, a mediados de mes, Franco se reunió con su familia en el Pazo de Meirás para pasar la convalecencia. Y otra vez tuvo que ir volando Juan Carlos, esta vez un poco más lejos, a Galicia, para presidir otro consejo el día 30. Cuando visitó al Caudillo, lo encontró francamente recuperado, paseando por el jardín, pero tan sólo consiguió que le dijera: «Alteza, creedme, lo estáis haciendo muy bien. Continuad». Aquella misma noche el príncipe cogió el avión hacia Palma de Mallorca.
Pero Cristóbal Martínez-Bordiú, marqués de Villaverde, que además de marqués era doctor, había formado un equipo de médicos muy bien elegidos para garantizar que el Caudillo se curase inmediatamente a cualquier precio. Y no tardaron en conseguirlo. Menos de 50 días (43 exactamente) fue lo que duró el cargo de rey interino, antes de que el aparato del Pardo consiguiera que dieran el alta a Franco y éste llamara de nuevo a Arias para anunciarle: "Arias, ya estoy curado.
Prepara los papeles". La mayor parte del tiempo Juan Carlos se lo había pasado de vacaciones en la playa. De todos modos, aquello de la recuperación milagrosa de Franco no se lo creyó nadie, ni él mismo. En la primavera de 1975 visitó España el general Walters, un peso pesado de la CIA. Se reunió con el Generalísimo y, tras hablar un rato de cosas intranscendentes, Franco le preguntó abiertamente: «¿Usted viene a saber qué pasará en España el día que yo muera? Pues voy a decírselo: reinará el príncipe don Juan Carlos, que es lo establecido, y se hará lo que el pueblo español quiera. De los políticos no me fío». Walters también se reunió con personal de La Zarzuela, concretamente con Armada, que le aseguró que, igual que el aparato había funcionado para la interinidad, funcionaría después. Un poco más adelante visitó España el presidente Ford. Unas visitas tan reiteradas de los norteamericanos desvelaban que el final no podía estar muy lejos.
Utrera Molina, que era el ministro secretario general del Movimiento, un día osó decirle a Franco que el príncipe podría no estar «sinceramente identificado» con la continuidad del Régimen. Ante este comentario, Franco cambió de color, abrió los ojos desmesuradamente y con un desagrado patente exclamó: «Eso no es cierto y es muy grave lo que me dice». Utrera, y cualquier otro que hubiera podido tener alguna duda, no tuvieron que esperar mucho para comprobar que quien tenía razón era Franco. Tras el verano de 1975 se celebraron varios consejos de guerra y fueron condenados a penas de muerte once presos políticos. Seis fueron indultados, y el 27 de septiembre se cumplió la sentencia de los otros cinco: tres miembros del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista Patriótico) y dos de ETA. El rechazo internacional fue considerable. Se asaltaron las embajadas españolas en toda Europa, incluso algunas fueron saqueadas, y en el interior varios países retiraron a sus representantes. El 1 de octubre, en la Plaza de Oriente, tras los fusilamientos, el príncipe apareció al lado de Franco en el balcón del Palacio Real. La manifestación, el último acto de masas del franquismo, tenía como objetivo mostrar la adhesión al Caudillo para compensarlo de las múltiplos condenas internacionales que habían provocado los fusilamientos. El dictador habló, delante de centenares de miles de personas congregadas, de la subversión comunista y el complot judeomasónico, la canción de los últimos cuarenta años, para acabar diciendo: «Evidentemente, el ser español vuelve a ser una cosa sería en el mundo». Juan Carlos posó impasible a su lado mientras el gentío gritaba consignas como «No queremos apertura, sino mano dura», «Muera el comunismo», etc. Mientras lanzaba su arenga, cinco miembros de los cuerpos de seguridad del Estado, el mismo número que los fusilados, morían en un atentado de los GRAPO.
Los últimos días de octubre Franco volvió a ponerse enfermo. Cristóbal Martínez-Bordiú, marqués de Villaverde, que era cabeza de los servicios de cardiología de la clínica de la Paz, insistió en el hecho de que no se trasladaría del Pardo. Reunió a un equipo de médicos elegidos por él para que vigilaran permanentemente su salud, con el material suficiente para montar una UVI e, incluso, operar si hiciera falta. El día 17 Juan Carlos telefoneó a Fernández Miranda para decirle: «El viejo está mal. Quiero verte el lunes a las 7:30». Durante esta segunda y definitiva enfermedad, intensificaron los contactos que mantenían desde 1960 de una manera más o menos permanente.
Desde 1973 Torcuato era el candidato de la monarquía para ser el presidente del primer Gobierno.
Pero antes de que llegara este momento, Juan Carlos tuvo que asumir una vez más el puesto de jefe del Estado interino, para resolver un problema que no podía esperar.
La posición española en el Sáhara, una de sus últimas colonias, estaba sentenciada por los organismos internacionales y por la organización política de los saharauis, el Frente Polisario, partido que buscaba la independencia Pero la oportunidad la aprovechó Marruecos, que quería anexionarse el reino alauita. El rey Hassan ya había dictado sentencia sobre el conflicto, en la que reconocía a los habitantes, bajo control español, el derecho de autodeterminación. Pero España hacía tiempo que retrasaba sin motivo el referéndum popular que había prometido para que el pueblo saharaui pudiera decidir por sí mismo. A finales de octubre, el rey Hassan II, aprovechando la situación de vacío de poder, organizó la Marcha Verde, una especie de invasión civil para ocupar la zona norte del territorio.
Empezó con una concentración cerca de la frontera de 200.000 personas dispuestas a marchar en un único frente hacia Al-A'yun. La Marcha Verde empezó el 1 de noviembre de 1975. Aquella misma fecha, Juan Carlos, tras pensárselo mucho (aunque hacía unos días que Franco estaba inconsciente), asumió la jefatura del Estado. El Caudillo, que ya había redactado la despedida a los españoles, esta vez ni siquiera se enteró de la sustitución.
Unos días antes, el príncipe se había reunido en La Zarzuela con los jefes militares, presa del pánico y con la tensión por las nubes, hasta el punto de que necesitó asistencia médica. Fue la princesa Sofía quien dijo: «Los generales deben estar con sus tropas». Y le pidió que como regalo de aniversario (que era el 2 de noviembre) le ofreciera ir al Sáhara. La idea no gustó a Mondéjar, aunque Armada intentó explicarle que el riesgo era mínimo. En realidad, ya se había pactado con el rey Hassan II. Y el casi rey, «heroicamente», acabó aceptando hacer el viaje. En realidad, en la visita relámpago lo que hizo fue representar una comedia para los militares que estaban destinados en la zona (que ni siquiera habían estado provistos de munición para repeler la invasión) y con una conferencia, un desfile, una comida en el casino, una ceremonia de condecoraciones, unas copa con los jefes y oficiales… se organizó una retirada «honorable». Pero el viaje fue considerado todo un éxito y, cuando volvió, justo al día siguiente, le esperaban en el aeropuerto, para recibirlo a bombo y platillo, Milans del Bosch y los mandos de la División Acorazada.
Cuando volvió a La Zarzuela, recibió una llamada telefónica del rey Hassan II. Según la versión oficial, su viaje le había dejado tan impresionado que abortaría la Marcha Verde. Lo cierto es que el Estado Español evacuó las tropas y dejó a los saharauis abandonados a la invasión marroquí y mauritana, cosa que no resolvió el conflicto, aunque el príncipe dio el asunto por acabado. Después de esta brillante operación, Juan Carlos continuó haciendo visitas diarias a Franco, hasta que éste murió el 22 de noviembre de 1975. Poco antes, tuvieron una emotiva despedida. El príncipe se acercó a la cabecera y el dictador le cogió la mano, se la apretó muy fuerte y le dijo en un suspiro: «Alteza, la única cosa que os pido es que mantengáis la unidad de España».
EN NOMBRE DE LA SANTA TRANSICIÓN
POSTFRANQUISMO CORONADO
Aparte del tema sagrado de la unidad de España, Franco, con su «atado y bien atado» famoso, había dejado a Juan Carlos bien atado al trono de la jefatura del Estado.
Villaverde y su equipo de médicos habían hecho todo lo posible para mantenerlo con vida, obsesionados por el hecho de que no muriera antes del 26 y pudiera renovar el mandato de Alejandro Rodríguez Valcárcel, que expiraba aquel día, aunque fuera con un pie en la tumba. Pero no lo consiguieron. Murió en algún momento durante la noche del 20 de noviembre, aunque oficialmente se retrasó hasta dos cuartos de las seis de la madrugada para que los operativos militares que tenían que garantizar el orden público se pudieran organizar.
Tras hacerlo oficial, el ya rey de facto telefoneó a Torcuato Fernández Miranda: «Ha muerto. No te muevas de casa». Al día siguiente, Arias Navarro leyó lloroso por televisión la despedida que había dejado preparada el Generalísimo, su testamento político. «Os pido que preservéis en la unidad y en la paz y que rodeéis al futuro rey de España, don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado». Y en La Zarzuela se reunieron Juan Carlos y Torcuato con Sofía, Mondéjar y Armada.
Lo que le preocupaba más era preparar el discurso de coronación, que se celebraría dos días después, rodeado por un fuerte movimiento de oposición desde la izquierda, con un lema que decía: «¡Muera el rey fascista!». Desde la prensa extranjera los líderes de izquierdas no habían podido hacer mucho más que seguir el torrente de euforia del pueblo por la muerte del dictador, y hasta Santiago Carrillo y Felipe González mantenían aún una falsa actitud de oposición a Juan Carlos, con declaraciones como ésta de Carrillo: «El príncipe es una marioneta que Franco mueve como quiere, un pobre hombre incapaz de toda dignidad y sentido político, un simplón que se ha metido hasta el cuello en una aventura que le costará cara. ¿Qué posibilidades tiene? A lo sumo, ser rey durante unos meses». Un tiempo después, cuando en 1976 la periodista que le había entrevistado para
El Europeo
, Oriana Fallaci, recopiló sus trabajos de esta época en un libro, Carrillo le pidió que esta frase y otras igual de brillantes desaparecieran sin dejar rastro, cosa que la periodista cumplió.
En aquellos momentos todavía continuaba habiendo sectores de oposición a la monarquía desde la ortodoxia franquista, así como de los estudiantes falangistas del SEU (el sindicato estudiantil del Movimiento), que durante un tiempo siguieron insistiendo en su lema: «¡No queremos reyes idiotas!»
Y en este entorno social, lo único verdaderamente importante era que la celebración del acto se llevara a término. Pero no estaba todo controlado. El Ejército había puesto en marcha inmediatamente la «Operación Lucero», para encargarse de las cuestiones de orden público y seguridad hasta el entierro del Caudillo en el Valle de los Caídos, con los máximos honores, escoltando el cadáver un flamante nuevo rey. Y después se aplicó la «Operación Albada» para la fase de transmisión de poderes, también con medidas para garantizar el orden público, y para organizar el desfile militar y la ceremonia de coronación.
En las Cortes, el discurso de coronación del rey se interrumpió varias veces con ovaciones.
Cuarenta segundos de aplausos con todo el hemiciclo en pie cuando hizo referencia a Franco.
Cuarenta segundos más en la referencia a Gibraltar. Cuando habló del progreso económico, veinte segundos, y en la mención a su padre, apenas una docena de procuradores en pie consiguieron arrancar un aplauso de ocho a diez segundos. En un estilo retórico que después fue consolidando a lo largo de los años, con una ambigüedad rebuscada, repartió un poco para todo el mundo. Y también habló de la concordia nacional, de la integración de las diversas opiniones, de las libertades. «Una sociedad libre y moderna requiere la participación de todos en los foros de decisión, los medios de información, en los diversos niveles educativos y en el control de la riqueza nacional», decía Torcuato por boca del nuevo monarca. En este punto, en cambio, en el hemiciclo hubo silencio. Todo el mundo estaba como en misa.
Pero en la calle no se le hizo ningún caso a aquel discurso. De hecho, se escuchó con más atención el que pronunció inmediatamente después Vicente Enrique y Tarancón, cardenal arzobispo de Madrid, en la misa de la coronación, que habló explícitamente de los «derechos humanos» y la «libertad». El del rey no había aclarado nada, y los que tenían alguna duda sobre lo que pasaría tuvieron que esperar a que viajara a los Estados Unidos, en junio de 1976, donde le prepararon un
speech
un poco más directo para ser pronunciado en un acto ante el Congreso. Entonces habló de algo así como una reforma «que asegure el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados».
Era la primera señal de que habría algo parecido a una democracia. Pero, de todos modos, demostró inmediatamente que no sería lo que realmente se conoce por un sistema de libertades. Para ilustrar las informaciones sobre aquel viaje,
Cambio 16
, que acababa de aparecer, incluyó un dibujo de Dodot + Ortega (Joaquín Rodríguez Gan y Enrique Ortega), en la discreta página 11, en el que el rey salía vestido de frac y bailando claqué al estilo de Fred Astaire. Una inocente caricatura sin más fondo político que, sin embargo, el Gobierno presidido por Arias Navarro consideró tremendamente ofensiva. La revista fue secuestrada, se le abrió un expediente y finalmente sólo consiguió seguir abierta gracias a la presión de los artículos editoriales de publicaciones extranjeras, como Le Monde y el Washington Post, entre otros.