Ni qué decir tiene que los partidos nacionalistas de derechas también obtuvieron la legalización sin problemas, a tiempo para las elecciones, tan pronto como hubieron aceptado las condiciones que les imponía la Transición. Una de las primeras iniciativas en este sentido (aparte de las conversaciones secretas con Jordi Pujol y los nacionalistas vascos, ya antes de la muerte del dictador) fue hacer venir a Josep Tarradellas de su exilio en Saint-Martin-le-Beau. Un avión fue a buscarlo a París y el 28 de junio Juan Carlos le recibió en la Zarzuela. El republicano y el rey se entendieron a las mil maravillas. «A mí lo que me gustaba de él», dice el monarca, «era la distancia que sabía tomar con los problemas a los que no veía solución… En eso Tarradellas se parecía a Franco». Cuando ya cogía el avión que lo traería a Barcelona, Tarradellas le preguntó al representante del Gobierno que le acompañaba si tenía alguna garantía de que no lo fusilarían como a su predecesor en la Generalitat de Cataluña. «Tiene la garantía personal de don Adolfo Suárez, señor presidente», le contestaron. «En el fondo», comentaría Tarradellas, «la única garantía que quiero es la de que me eviten hacer el ridículo». Hay discrepancia de opiniones sobre si lo consiguió o no.
Otro éxito político importante de esta etapa de Suárez fue la abdicación de Don Juan, el padre del rey. También fue el presidente quien asumió esta responsabilidad en nombre del monarca. Todos, incluyendo al mismo Don Juan, le atribuyeron el hecho de haber impedido que la ceremonia se hiciera en el Palacio Real, como quería el conde, con la solemnidad que merecía el hecho de renunciar a los derechos dinásticos de Alfonso XIII. Se celebró en la Zarzuela, casi en la intimidad, el 14 de mayo de 1977, un mes antes de las elecciones generales. Don Juan leyó un breve discurso y, al acabar, se cuadró delante de su hijo e inclinó la cabeza «¡Majestad, por España, todo por España, viva España, viva el rey!». Pero, hasta el final de su vida, nunca tuvo una relación cordial con Juan Carlos.
Las primeras elecciones generales se convocaron para el 15 de junio de 1977. Fue una auténtica sopa de letras. Pero el bosque de siglas distraía la atención respecto a las que faltaban: las de los partidos que no se habían legalizado. Salían como favoritos, no necesariamente por este orden, el PSOE, con la financiación de Alemania; la Alianza Popular de Manuel Fraga, en la que se habían unido varios grupos de derechas que se autoproclamaban «reformistas» y «democráticos», con el apoyo de la banca y, desde luego, la UCD de Suárez. La Unión de Centro Democrático respondía a la idea que había empezado a desarrollar Torcuato Fernández Miranda de un «partido gubernamental» y de la monarquía, que, en principio, tenía que haber unido a toda la derecha, ocupando el mismo espacio que AP. Si no fue así, se debió a dos razones: la primera la incompatibilidad manifiesta entre Suárez y Fraga, que quiso impulsar la creación de su propio grupo desde el comienzo de la legislatura de Suárez, primero a través de Reforma Democrática y, después, uniéndose con otros en AP; la segunda y fundamental, la aceleración en el ritmo que Suárez estaba imprimiendo a las reformas, impuesto desde los Estados Unidos, con el cual muchos falangistas —aunque favorables al conjunto de la Transición— no estaban de acuerdo, ni siquiera los más próximos a la Zarzuela, como Armada o Torcuato Fernández Miranda. Armada se puso del lado de AP, donde era candidato su propio hijo, en el puesto 27 de la lista por Madrid. Suárez, en otra alucinación argumental delante de Armada, le acusó de haber enviado cartas con el sello de la Casa Real en las que pedía el voto para esta formación política, pero no se probó nunca nada. A Torcuato no le valía el liderazgo de Fraga, no le habría aceptado nunca. Pero su ruptura con Suárez ya era manifiesta. Y 15 días antes de las elecciones, presentó su dimisión como presidente de las Cortes y del Consejo del Reino y se fue a casa. Preveía que la UCD y Alianza Popular obtendrían un número de votos muy igualado, y que ninguno de los dos conseguiría la suficiente mayoría para gobernar. Y tenía planes para que, como Suárez y Fraga no querían pactar entre ellos, el rey encargara a un independiente —él mismo— la presidencia de un gobierno de centro-derecha. En aquellos momentos, sí que habría aceptado ser presidente del Gobierno, cargo que había rechazado cuando el rey se lo ofreció tras la muerte de Franco. Aun así, esta vez sus proyectos políticos no le salieron nada bien.
La UCD renunciaba a la derecha más dura, y se presentaba como un partido de centro incorporando a grupos de socialdemócratas, democristianos y liberales. Tuvo el apoyo del rey, absolutamente deslumbrado con los encantos de Suárez que ya se había ganado, de golpe, el sitio en el corazón del monarca que hasta entonces había ocupado su viejo profesor, Torcuato Fernández Miranda. En un principio, el proyecto de UCD no fue comprendido por la gran banca franquista, que puso toda clase de dificultades antes de dar el apoyo económico que necesitaba para preparar la campaña. Suárez, con su verborrea, fue el único que consiguió convencer a los representantes de las finanzas españolas en una cena memorable en casa de Ignacio Torta, el banquero que se acabó suicidándose unos años más tarde a causa de sus deudas. Pero, además, contaba con otros apoyos. Hay pruebas de que, por lo menos para preparar las elecciones que vendrían a continuación, las municipales, se pidó dinero a los países árabes. A la corte de Teherán, en concreto, llegó una carta del rey de España, fechada el 22 de junio de 1977, en la que se pedían 10 millones de dólares para apoyar al partido de su primer ministro, Adolfo Suárez, en las elecciones que se celebrarían al cabo de seis meses. Quien firmaba la carta, el rey Juan Carlos, explicaba a sus «hermanos árabes» que el PSOE contaba con la ayuda plena de la Internacional Socialista, especialmente de la riquísima socialdemocracia alemana; y que hacía falta contrarrestar esta situación y buscar apoyos para que un gobierno de centro-derecha, como el de Adolfo Suárez, se pudiera sostener y, así, proteger a la institución monárquica de la amenaza marxista. La monarquía saudí (en aquel momento se trataba del rey Halid, y Fahd era el primer ministro), que se sepa, respondió favorablemente con la concesión de un crédito por un importe de 100 millones de dólares (unos 10.000 millones de pesetas), mucho más de lo que se había pedido, que la Casa Real tenía que devolver en un plazo de diez años sin intereses.
Respecto a otros grupos legalizados para participar en las elecciones, es preciso señalar que no jugaban en igualdad de condiciones en cuanto a la financiación ni en cuanto a las oportunidades de obtener representación parlamentaria. Merced al sistema proporcional establecido por el Gobierno de Su Majestad, se favorecía a los partidos que obtuvieran más votos, con la intención de dejar fuera del parlamento a la oposición, despreciándola, y favoreciendo el bipartidismo según el modelo yanqui. Además, todos se tuvieron que avenir a varias condiciones previas. Tenían acceso a la televisión para los breves espacios electorales, igual que hoy día, pero había temas intocables: el rey, las Fuerzas Armadas, la bandera y la unidad de España. Para el PSOE, el PCE y el PSP de Tierno Galván, que también se había reunido varias veces con Suárez para pactar su legalización, esto no suponía ningún problema. Lo aceptaron sin poner objeciones. Para otros fue un poco más complicado, pero también acabaron pasando por el aro. En particular, el espacio televisivo que había preparado la Liga Comunista Revolucionaria (LCR) fue materia de discusión. Su líder, el sociólogo Jaime Pastor, salía ante el Palacio Real diciendo, más o menos: «La grave crisis de miedo que atraviesa España tiene un máximo responsable: el inquilino de este palacio, el rey, que ha sido impuesto por Franco». Para afrontar esta clase de casos se había formado una comisión gubernamental, encargada de pasar revista a la propaganda electoral y censurar lo que hiciera falta.
En esta comisión estaba, como subsecretario del Ministerio de Información, precisamente Fernández Campo, que muy poco tiempo después fue secretario general de la Casa del Rey. Y fue él quien más se opuso a que se emitiera el vídeo de la LCR. Jaime Pastor criticó duramente a los miembros del PCE, del PSOE y del PSP por «tragarse las exigencias antidemocráticas» del Gobierno, pero no tuvo más remedio que retirar el anuncio.
Con Suárez saliendo por televisión cada dos por tres, las paredes empapeladas con carteles electorales, las ciudades invadidas por grises para disolver con pelotas de goma las manifestaciones de la oposición, y de fachas armados con cadenas para intentar impedir que los militantes de izquierdas hicieran propaganda en la calle… el resultado de las elecciones del 15 de junio fue el único posible. Adolfo Suárez ya sabía qué sucedería y se pasó las semanas previas anunciando a diestro y siniestro «¡barreremos!». Los de AP en general y, entre éstos, Torcuato Fernández Miranda en particular, fueron los únicos a quienes sorprendió el resultado: cómoda victoria de la UCD, aunque sin mayoría absoluta, seguida del PSOE y, sólo en tercer lugar Alianza Popular, con escaños. Uno de los primeros trofeos fue la cabeza de Alfonso Armada. Suárez se plantó delante del rey aprovechando la ocasión, dos días tras las elecciones, y le dijo: «O él o yo». Y el rey tenía perfectamente claras sus prioridades en aquel momento. Armada pidió que se dijera que abandonaba la Zarzuela voluntariamente con objeto de mandar tropas y completar su carrera militar.
También puso como condición que le sustituyera Sabino Fernández Campo, porque tenía el mejor concepto de él desde que se conocieran en la Secretaría del Ministerio del Ejército en tiempos de Franco. Cuando Mondéjar escribió al vicepresidente Gutiérrez Mellado, solicitando un destino para Armada en la Escuela Superior del Ejército, dejó constancia, además, de que el ex-secretario general de la Casa se iba, y que seguiría prestando servicios a la Zarzuela: «[…] Deseo utilizar de forma esporádica la colaboración del general Armada, que lleva muchos años en esta Casa y conoce particularmente algunos asuntos».
Suárez, a partir de aquel momento, puso en marcha su política de consenso, palabra clave en todo el proceso de la Transición, que consistía básicamente en pactarlo prácticamente todo y tomar las decisiones importantes por unanimidad de facto, como precedente de lo que hoy en día llamaríamos el establecimiento de un «pensamiento único». En los famosos «Pactos de la Moncloa», Suárez negoció muy hábilmente con las otras fuerzas políticas que estaban dentro del sistema, cediendo parcelas de poder a cambio de concesiones. Pero se fue quemando poco a poco con esta técnica que, al final, no dejaba satisfecho a nadie, ni a los suyos ni a los otros. La necesidad de una Constitución no era un tema que se hubiera tratado ampliamente; los partidos no habían hablado de ella en sus campañas electorales. Por ello, tenía que ser la legislatura encargada de elaborar una Constitución acorde con los nuevos tiempos. Los diputados y senadores elegidos tuvieron la ocasión de pactar por su cuenta lo que les dio la gana, sin tener que dar ninguna explicación a los electores ni tener que someter a referéndum el conjunto global, sin dar opción a debatir aspectos concretos ni hacer modificaciones. La Casa Real, desde luego, tenía ideas propias para este gran proyecto y, aparte de contar con información privilegiada sobre el proceso de gestación de la criatura, con el Gobierno y con todos los diputados de la UCD, se proveyó de otros apoyos. Siguiendo la tradición heredada de Franco de nombrar directamente a una cuota de procuradores (llamados los «cuarenta de Ayete»), en la legislatura constituyente de 1977-1979 Juan Carlos nombró a 41 senadores reales, escogidos por su real dedo. Formaron un grupo parlamentario y a veces actuaron corporativamente, al servicio de La Zarzuela, con la que mantenían contactos frecuentes, sobre todo a través de Sabino Fernández Campo. Desde la Secretaría General de la Casa se les rogaba que plantearan o no, dependiendo del caso, determinados temas, pero siempre con suma discreción para evitar implicar a la Corona directamente, porque oficialmente no podía parecer que los senadores la representaban. En la lista, que se hizo pública en junio de 1977, había políticos, militares, intelectuales, banqueros, falangistas y empresarios (puede verse la lista completa en el apéndice). No estaba Armada, aunque sí había figurado en los borradores provisionales. Juan Carlos reclutó personalmente a cada uno. Julián Marías, por ejemplo, uno de los escogidos, cuenta que unos meses antes, un día le telefonearon a casa y le dijeron «espere un momento que le va a hablar el rey». Y se puso Juan Carlos directamente, con su familiaridad habitual, para decirle cuánto le había gustado el último artículo de prensa del afamado ensayista y para citarlo en La Zarzuela. Era el primer contacto que tenían. La mayoría de los «escogidos» se sintieron tan halagados con esa clase de llamadas telefónicas del rey que, por lo que se sabe, nadie se negó. Ni siquiera Justino Azcárate, que había sido ministro en la República y desde el exilio había fundado la Agrupación al Servicio de la República; ni el prestigioso economista y escritor José Luis Sampedro, que había tenido que abandonar la universidad, en la que era catedrático en 1969, a raíz de unas declaraciones. Ni mucho menos, obviamente, gente como Camilo José Cela, el galleguista Domingo García Sabell, el empresario Luis Olarra, el banquero Alfonso Escámez o el abogado Antonio Pedrol Ríos. Teniendo en cuenta el papel que desempeñarían, es necesario destacar especialmente quiénes eran del entorno más inmediato del rey, en cuyo equipo ya hacía tiempo que trabajaban: Manuel Prado y Colón de Carvajal, Jaime Carvajal, Miguel Primo de Rivera y Torcuato Fernández Miranda. Como grupo, los senadores reales tenían de todo: ideólogos de la Transición, intrigantes profesionales, gabinete jurídico, poder económico, profesionales de la manipulación, mandos militares y, para que no faltara nada, los amos de la prensa: José Ortega Spottorno (presidente de Prisa, editora de
El País
), Víctor de la Sierra (ex-presidente de Prensa Castellana, editora de
Informaciones
), Guillermo Luca de Tena (presidente de Prensa Española, editora de
ABC
) y Fermín Zelada (presidente de Editorial Católica, editora de
Ya
).
Durante la elaboración de la Constitución de 1978, los senadores reales tuvieron algunas iniciativas, fundamentalmente para reforzar el españolismo. Y seguramente también, aunque no está confirmado, para poner su granito de arena en uno de los puntos más controvertidos que afectaba directamente a la Corona, la sucesión, que se abordó en el artículo 57. Por razones absolutamente particulares, que afectaban a la familia de Juan Carlos, se estableció un orden en el que siempre sería preferible «el varón a la mujer». Algo, para empezar, inconstitucional, teniendo en cuenta el artículo 13 (Capítulo Segundo, Derechos y Libertades) de la misma Constitución: «Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer ninguna discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social». Para resolver esta contradicción, Juan Carlos tuvo que hablar en secreto y sin tapujos con los miembros de la Comisión Constitucional del Congreso, los padres de la criatura, como padre de otra criatura: la infanta Elena. El problema era que, si no se establecía que los hijos varones tenían preferencia, según el orden de primogenitura le tocaría ser princesa de Asturias a ella, y esto no podía ser, puesto que había nacido «enferma», como todo el mundo sabe aunque haya sido a lo largo de los años el tema tabú de todos los que han rodeado a la familia real española. La Casa Real tenía pánico de tener que admitirlo públicamente, cosa que obligaría a la infanta a ceder el puesto a su hermana, Cristina, que sí era sana y no habría tenido ningún problema para reinar. La enfermedad —que no se ha querido nombrar nunca, y a la que se ha dado el apellido de «psicosomática»
off the record
— de la infanta podía poner en peligro una institución recién estrenada, que se apoyaba en privilegios de nacimiento difíciles de explicar, y con más motivo en el caso de Juan Carlos, que ya se había saltado a la torera a su padre y a la línea de su tío por el hecho de ser sordomudo, y que sólo llegó al cargo mediante una imposición del franquismo. Los padres de la Constitución de 1978 entendieron la postura de Su Majestad, y el tema de la discriminación de sexos ni siquiera se llegó a discutir en las Cortes. Silencio total, como si nadie se hubiera dado cuenta de la incongruencia que, ahora sí, aflora en los foros internacionales y crea problemas que apuntan hacia una reforma de la Constitución inmediatamente después de que herede Felipe, que con un poco de suerte tendrá una descendencia que no dará nuevos disgustos a la Casa Borbón, aunque… no se sabe nunca. También está creando conflictos en los foros internacionales el artículo 56.3 (junto con el 64 y el 65), que dice: «La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad». Es decir, que no se le puede juzgar, haga lo que haga o diga lo que diga. Otro regalo constitucional al monarca, en contradicción nuevamente con el artículo 14, al que el Estado español tendrá que renunciar, revocándolo, si quiere firmar los acuerdos para crear un Tribunal Penal Internacional (ya se ha hablado de esto en la introducción).