En un momento concreto, el acto se dio por acabado. Pero las masas que se habían concentrado estaban demasiado exaltadas, enfurecidas, fanatizadas… No estaban dispuestas a disolverse. Un grupo de extrema derecha se sumó con banderas españolas para dirigir una marcha a pie hacia Euskadi, a la cual se habría de ir sumando gente de otras regiones a lo largo del camino. Iban a liberar las Vascongadas. Como en el caso del golpe de la Rue de Isly, no llegaron a salir, afortunadamente. La Policía fue contra los suyos, contra los manifestantes de las «manos blancas», y los disolvió con los antidisturbios. Sin embargo, permanece como un inquietante precedente, como aviso para caminantes de la disidencia.
Pero volvamos a los primeros años de la Transición. En agosto de 1976, el primer Gobierno de Adolfo Suárez y el rey se sentó a discutir qué podía hacerse con el problema vasco. Tenían sobre la mesa una carta-informe que les había enviado el presidente de la Diputación de Vizcaya, Augusto Unceta, en la que les proponía una serie de «medidas de gracia» para tranquilizar los ánimos. En concreto, Unceta pensaba que era necesario devolver a Vizcaya y Guipúzcoa los conciertos económicos que habían sido derogados por Franco, en un decreto ley de julio de 1937 que castigaba la actitud de las dos provincias por no haberse sumado al Movimiento Nacional. La devolución no era una cuestión de justicia, sino de habilidad política. Había otra propuesta, curiosamente de la Dirección General de la Guardia Civil, que tenía la misma intencionalidad, puesto que se sugería no solamente restablecer los conciertos sino también legalizar la ikurriña. El plan era que el rey fuera personalmente a Gernika a llevar la buena nueva y, particularmente, estaba dispuesto a hacerlo.
Pero a Suárez el plan no le pareció bien, porque creía que aquello era «defender a los capitalistas vascos que no querían pagar impuestos».
Para que no se calentaran más de lo que debido, en otoño ETA presentó la alternativa KAS en una rueda de prensa. «Pocas o ninguna son las reivindicaciones de libertades que pueden obtenerse por la negociación burocrática con los gobiernos reformistas de la Monarquía juancarlista», decía el manifiesto. «KAS declara que la obtención de las aspiraciones democráticas y nacionales aquí expuestas no pueden realizarse más que por un proceso de lucha popular que debilite y rompa cualquier fórmula que signifique la continuidad del fascismo y del poder oligarca». El Gobierno de Suárez había perdido la iniciativa. Lo que pensaban que podían resolver con una bandera y unas concesiones fiscales se había complicado enormemente porque, aparte de las reivindicaciones nacionalistas (el derecho de autodeterminación, el establecimiento inmediato a título provisional de un Régimen autónomo para Euskadi Sur, el bilingüismo, etc.), también exigían «las medidas económicas que llevan a la nacionalización de los sectores de base de la economía, con la socialización del suelo y de la industria». Y, naturalmente, libertades democráticas, la disolución de todos los cuerpos represivos y la amnistía. El nacionalismo de izquierdas vasco se había convertido en una contundente oposición al Régimen juancarlista, con la cual ya no sería posible intentar hacer pactos de medias tintas. Todavía en enero de 1977, a causa de los disturbios causados por la muerte de una joven de 15 años en una manifestación pro-amnistía en Sestao, Suárez le dijo a su vicepresidente Alfonso Osorio: «O tomamos pronto algunas medidas de gracia para distraer la situación en el Norte o el País Vasco se belfastiza [de Belfast]». Estaba a punto de empezar una política, fracasada desde su inicio, de concesiones autonómicas que se materializarían en la Constitución de 1979, y que sólo sirvieron para enganchar en el sistema al nacionalismo de derechas (del PNV, Convergencia y Unión y otros similares), lo que a la larga se ha demostrado ineficaz para sus propósitos.
La política autonómica de Suárez consistió en un «café para todos» que otorgaba los mismos derechos a todas las comunidades, sin tener en cuenta la identidad nacional. Con esto se pretendía difuminar los conflictos vasco, catalán y gallego en un maremágnum de descentralización administrativa. «¡Es un fenómeno!», dijo el monarca entusiasmado refiriéndose a Adolfo Suárez, cuando leyó el artículo 2 de la Constitución «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y de las regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». La defensa de este principio se encargó a las Fuerzas Armadas, en el artículo 8, que reproducía sin grandes cambios el artículo 38 de la Ley orgánica del Estado de Franco. El texto de 1978, además, dejaba claro que, para garantizar el cumplimiento, el rey podría intervenir no sólo utilizando al Ejército como mando supremo de las Fuerzas Armadas, sino también como moderador. El rey «arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones», dice el artículo 56, lo que le otorga una prerrogativa que, como se ha discutido recientemente (el ya ex-jefe de la Casa Real, Sabino Fernández Campo, lo aseguró en una conferencia pronunciada en el año 2000), se podría aplicar si, por ejemplo, un hipotético gobierno legítimo —con mayoría o en minoría— asumiera una actitud separatista. Dicho de una manera más clara, si el Gobierno autónomo vasco se manifestara a favor de la independencia, el rey podría ordenar la disolución del parlamento o nombrar un gobierno provisional y, si se lo ponían difícil por las buenas, ordenar la intervención del Ejército. El sistema autonómico, tal y como quedó establecido en el Título VIII de la Constitución, suponía descentralizar la Administración pública, pero los parlamentos quedaban limitados a las competencias más técnicas y menos políticas. Además, también se especificaba que «en caso alguno se admitirá la federación de Comunidades Autónomas». Y, desde luego, se estableció que serían legalmente incompetentes en todo aquello que hiciera referencia a posibles cambios en las relaciones de producción e intercambio, en todo el ámbito económico. Por no poder, ni siquiera podían expropiar. En cambio, sí que podían endeudarse con el exterior. Para conseguir que la redacción de la Constitución recogiera estos principios colaboraron todos, aunque al comienzo se especuló sobre varias alternativas en el modelo a seguir, que eran variaciones sobre el mismo tema y tenían un mismo objetivo. Los senadores reales, de común acuerdo, al inicio del proceso constitucional defendieron una enmienda para reconocer, de forma diferente a como había llegado del Congreso, los derechos forales del País Vasco. Incluso estuvieron de acuerdo los senadores militares (los generales Díez Alegría y el almirante Gamboa), siempre más reticentes a reconocer diferenciaciones territoriales. El rey seguía con la vieja idea, sugerida por el gobernador civil Augusto Unceta y la Dirección general de la Guardia Civil, de ganarse de manera muy particular el apoyo del Partido Nacionalista Vasco. Los senadores hablaron varias veces con Sabino Fernández Campo sobre esta enmienda. Y tres de ellos, Carlos Ollero, Alfonso Osorio y Luis Olarra (este último, próspero empresario vasco próximo al Opus Dei, muy activo en la lucha contra ETA), se encargaron de discutirlo con los senadores del PNV, que dieron el visto bueno a la enmienda.
Pero al final la iniciativa no prosperó, debido a la firme oposición del vicepresidente del Gobierno, Fernando Abril Martorell, en la línea que unos años antes ya había manifestado Adolfo Suárez.
Abril Martorell defendió, en una violenta discusión en el Senado, el principio de que la soberanía popular radicaba en las Cortes, negándose a admitir que se fragmentara en virtud de un pacto entre la Corona y los vascos, y finalmente consiguió imponer su criterio. Otro de los senadores reales, Julián Marías, republicano durante la República y monárquico durante el franquismo, había sido reclutado por La Zarzuela en enero de 1977, como buen articulista, para escribirle los discursos al rey… y otros cosas. Durante el proceso de gestación de la Constitución, Marías colaboró fundamentalmente con un artículo que publicó
El País
, en el que objetaba que en el primer anteproyecto no se utilizara la palabra nación para hablar de España, lo cual le parecía «una monstruosidad increíble». A Suárez le gustó tanto el artículo que hizo fotocopias para todo el Gobierno, para toda la ponencia constitucional y para todos los dirigentes de los partidos en el Parlamento. Y la palabra Nación, con una mayúscula enorme, apareció como por arte de magia en el glorioso artículo 2, al hablar de «la indisoluble unidad de la Nación española». Curiosamente, en la peculiar manera que tenían los padres de la Constitución de entender el nacionalismo español, no se hizo demasiado caso a las cuestiones que tenían que garantizar la independencia de España frente a influencias o injerencias de otros países o centros de poder. Así como no se reconocía la soberanía de los pueblos catalán, vasco y gallego, tampoco se tenía la intención de devolver la soberanía interior y exterior a los ciudadanos del Estado, secuestrada durante la dictadura. En este sentido, se siguió una línea sólo comparable a las leyes que los aliados impusieron tras la Segunda Guerra Mundial a Alemania e Italia.
La Constitución de 1978 posibilita a una mayoría coyuntural del Congreso la cesión, a través de tratados internacionales, de competencias propias de la soberanía popular, en todo lo que hace referencia a los ámbitos militar y político, sin que sea obligatorio someterla a referéndum de los ciudadanos (artículo 93). El Parlamento puede aprobar la firma de un tratado que obligue a modificar las leyes propias, en cualquiera materia, y las leyes internacionales siempre prevalecerán respecto a las españolas en caso de contradicción. Para los tratados que afecten a cuestiones económicas, incluso se prescinde del trámite de que tengan que ser aprobados por las Cortes. Un gobierno podría ceder, o abandonar, o dejar en concesión a entidades extranjeras, sectores neurálgicos del patrimonio económico común, sin ningún problema. Puede que este aspecto, más que ningún otro, sirva para explicar la animadversión del poder establecido, ya antes de la Transición, hacia los nacionalismos, cuando a los nacionalistas los daba por hablar de «soberanía popular», «derecho de autodeterminación» y todas estas cosas.
Esperaron y esperaron a que el problema vasco se solucionara, pero en este contexto político, sencillamente, no había solución posible. En febrero de 1981 ya no lo podían retrasar más. Los reyes estaban a punto de hacer, al fin, su primer viaje oficial a Euskadi. La reina, siempre muy presuntuosa y con fama de vehemente en temas políticos, se solía manifestar a favor de dar la cara, o al menos a favor de que la dieran otros. Cuando, en enero de 1979, ETA ejecutó al gobernador militar de Madrid, el general Ortín Gil, Suárez le escatimó los honores militares en un entierro casi a escondidas, invocando la «necesidad de no cargar las tintas fúnebres». La extrema derecha solía aprovechar aquellos entierros para dar vivas a Franco y pedir un golpe de Estado. Pero los militares, que ya demostraban públicamente su «malestar» hacia el Gobierno, acabaron por convertir el entierro, a pesar de los pesares, en una manifestación multitudinaria por el centro de Madrid. Los más exaltados acudieron a insultar a Gutiérrez Mellado. Otros se emperraron en llevar el ataúd y se lo quitaron a los oficiales que lo sacaron del Cuartel General del Ejército. Hubo empujones, golpes y carreras para recuperar el féretro. Fue un suceso del que se habló mucho. La reina también tenía algo que decir —eso sí, en la intimidad —, y echó la culpa al equipo de Suárez: «Tendría que haber asistido el Gobierno en pleno… eso entra dentro de sus sueldos». Aun así, aquel viaje a Euskadi la preocupaba. «Fue un momento de esos en los que no sabías qué va a ser de ti…», explicó después. «El rey y yo fuimos a aquel acto muy sobre aviso y muy alertas: nos dijeron que había algo preparado, algo contra nosotros».
La visita real había despertado un interés singular en los medios de comunicación, y los días previos, mientras se preparaba, ya ocupó las páginas de los diarios, que anunciaban que podría ser conflictiva. No había para menos. Coincidía con el telón de fondo de la crisis de Gobierno y un clima de cierta tensión provocada por el secuestro del ingeniero José María Ryan y un atentado fallido contra el cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo. Pero, sobre todo, con una fuerte campaña contra la visita misma, efectuada por la izquierda nacionalista, que comenzó el sábado 31 de enero y continuó durante toda la semana. Se hicieron pintadas —en las que se podía leer «
Erregeak kampora
»
[3]
(«Reyes, a joder al campo»)
[4]
, «¿A qué vienen?», «Tomemos la calle, los reyes a casa», «Rey, no», etc.— y manifestaciones. Hubo enfrentamientos con la Policía en los que se usó abundando material antidisturbios y pelotas de goma. Los manifestantes destrozaron coches, lanzaron cócteles molotov e hicieron barricadas en las calles. En la zona de Orereta se convocó una huelga general y en varios ayuntamientos se presentaron mociones de repulsa a la visita real.
La presencia en la Casa de Juntas de Gernika, considerada como el acto político fundamental, estaba fijada para el 5 de febrero a las 12 del mediodía. Se sabía que el rey pronunciaría un discurso con algunos párrafos en euskera, pero no se sabía con exactitud qué harían la coalición Herri Batasuna y las fuerzas políticas y sindicales de la izquierda extraparlamentaria vasca. La única cosa segura era que, pese a las fuertes medidas de seguridad, los más de treinta representantes electos de HB al Parlamento vasco y las Juntas Generales de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya ya habían obtenido las credenciales, por lo que tenían el paso asegurado. Algunos medios de comunicación afirmaron que habían echado lejía en la comida que tenía que ser para los reyes, o que contaban con cuatro cajas de bombas fétidas para la sala donde se reunirían con los representantes del Parlamento autonómico. Pero en realidad lo que hicieron, cuando el rey inició su discurso, fue interrumpirlo cantando con el puño en alto el Eusko Gudariak (el himno del soldado vasco). Juan Carlos forzó una sonrisa de circunstancias. Sofía se quedó pálida y el lehendakari Carlos Garaikoetxea no sabía dónde meterse. Se pudo ver cómo el rey, con la mano derecha detrás la oreja, se dirigió a los cargos electos y les dijo: «¡Cantad más alto…! ¡Hombre!, que no os oigo!»; hay constancia documental de este hecho en las imágenes de televisión. Los aplausos de los otros diputados enseguida intentaron acallarlos… Sólo fueron unos cuantos minutos, hasta que los servicios de seguridad echaron a los representantes de HB a empujones. Entonces el rey pudo proseguir el discurso que llevaba preparado, francamente oportuno, que al día siguiente reprodujo la prensa para los que se lo habían perdido: «Siempre había sentido el anhelo de que mi primera visita como jefe de Estado a esta entrañable tierra vasca incluyera la realización de un acto que sellase el reencuentro del rey con los representantes de los territorios que durante siglos fueron ejemplares por su lealtad y fidelidad a la Corona».