Un rey golpe a golpe (24 page)

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Authors: Patricia Sverlo

Tags: #Biografía, Histórico

Las cámaras de televisión inmortalizaron este glorioso momento de la monarquía que, sin embargo, recibió toda clase de felicitaciones, públicas y privadas, durante los días siguientes. Josu Bergara, portavoz del PNV, destacó que había sido «un acto importante, un paso fundamental para la libertad de Euskadi». Marcelino Oreja, entonces delegado del Gobierno en el País Vasco, declaró que la presencia del rey había provocado «horas de intensa emoción, durante las cuales se han fortalecido las instituciones autonómicas». Los semanarios de información general se dedicaron a recoger opiniones de los personajes célebres del momento entre rosas, azules y grises (Pedro Ruiz, Silvia Tortosa, Fernando Vizcaíno Casas, Francisco Umbral, Pedro Carrasco, Ramoncín…), que, unánimemente, consideraron que el rey había estado «magnífico», «admirable», «muy reconfortante contemplarle tan relajado», «ha revalidado el título»… Tan sólo los dirigentes de HB se atrevieron a decir en voz alta: «El viaje del rey a Euskadi ha sido un fracaso». Como se podía esperar, los diputados abertzales fueron procesados en la Audiencia Nacional por injurias al rey, aun cuando declararon que no entendían que cantarle su himno pudiera considerarse una injuria: «Para insultar a alguien conocemos otros términos». Y también tuvieron que pasar por los juzgados el alcalde y cuatro concejales del pueblo de Larrebezua, que en el pleno municipal habían aprobado una moción de censura que declaraba al monarca indigno de pisar el territorio vasco. Las instituciones del Estado a partir de entonces tomaron medidas más contundentes a la hora de «preparar» el ambiente para una visita real, metiendo en prisión a los alborotadores y censurando cualquier clase de propaganda en contra con la suficiente antelación. Pero la historia de la represión de los nacionalismos vasco, gallego y catalán es demasiado larga y hace falta llegar a un acontecimiento trascendental en la historia de la Transición, que tuvo lugar aquel mismo mes: el golpe de Estado del 23-F.

CAPÍTULO 12

23-F. EL GOLPE

Secretos de dominio público

Del golpe «de efecto» del 23-F había gente que tenía conocimiento previo y gente que no. En círculos militares, evidentemente, la filtración era mayor. En los servicios secretos del CESID, con más razón. Y en otros sectores sociales con deferencia informativa por parte de los ámbitos del poder, o generalmente bien informados, indudablemente, con más o menos difusión y profundidad.

Y este simple hecho hace plantearse si la Casa Real (el rey), por alguno de estos canales, tenía conocimiento o no, información previa de alguna clase, y en qué medida; y una serie respetable de cuestiones sobre la información que se filtró o que los estamentos armados y civiles tenían la responsabilidad de pasar a la Casa Real. De hecho, el presente análisis se propone desarrollar las piezas de la versión según la cual la Casa Real conocía lo que se podía producir, tanto si lo creía posible como si no.

Y para hacerlo, no hay nada como acoplar las piezas del rompecabezas, basándose en los hechos y en los testigos. El 23 de febrero de 1981, a las 18:22 horas, el teniente coronel Antonio Tejero, al frente de 288 guardias civiles, irrumpió violentamente en el Congreso de los Diputados, interrumpiendo la sesión de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno.

Poco después, en Valencia, el teniente general Jaime Milans del Bosch sacaba a la calle los tanques y las tropas que tenía bajo su mando en la III Región Militar y decretaba el toque de queda; y la División Acorazada Brunete tomaba los puntos clave de Madrid, entre otros RTVE y varias emisoras de radio. Se trataba de la puesta en escena para el verdadero golpe de Estado, que tendría lugar —según los planes—, cuando el general Armada, en nombre del rey, abortara el alzamiento militar y formara un gobierno de «salvación nacional» encabezado por él mismo. Nadie ha planteado, y ni mucho menos se ha podido demostrar nunca, la participación del rey Juan Carlos I en el golpe. Bien al contrario, la mayor parte de las interpretaciones sitúan al monarca como el salvador de la patria Su intervención en los acontecimientos del 23 de febrero supuso la consagración definitiva para la monarquía española. Fue, sin duda, el más beneficiado. Al pueblo se le hizo ver que el riesgo de golpe de Estado estaba latente y que sólo el rey tenía poder para desactivarlo. Sin duda, fue el momento álgido de la «democracia coronada». Periodistas e intelectuales de tradición de izquierdas y republicana (como Francisco Umbral, Manuel Vázquez Montalbán o Manuel Vicent) se sumaron fervorosamente a las filas del «juancarlismo» y escribieron apasionadas defensas de su papel en la Transición. El rey acababa de salvar la democracia.

Es cierto que los silencios que rodearon el caso fueron tan ruidosos como el mismo golpe. Hay muchos papeles que no han salido a la luz: la supuesta nota manuscrita del rey a Pardo Zancada; el telegrama interceptado desde el CESID por el teniente coronel Álvaro Gaitán, responsable del departamento de comunicaciones, enviado al general Milans del Bosch desde la Zarzuela; el informe de veinte folios escrito y firmado de propia mano por el general Armada, con todos los detalles del golpe y los nombres completos del futuro Gobierno; la carta escrita por el mismo general Armada antes del juicio, fechada el 23 de marzo de 1981, en la que pedía al monarca «por el honor de mis hijos y de mi familia» permiso para utilizar durante el consejo de guerra una parte del «contenido de nuestra conversación, de la cual tengo nota puntual», que habían mantenido días antes del golpe, cuando los reyes volvieron del entierro de la reina Federica de Grecia; el «informe Jáudenes» del CESID, elaborado un mes y pico tras el intento para evaluar las responsabilidades de la Casa, en el que se citan 8 agentes directamente implicados; y quién sabe cuántos más. Pero, con todo y a pesar de todo, atendiendo a los datos objetivos de que se dispone, y muy particularmente a los que contiene el sumario del proceso (las declaraciones de los encausados y las conclusiones del fiscal, principalmente), sin añadir más datos, se llega fácilmente a la conclusión de que el rey Juan Carlos I sí que podía haber participado activamente en el golpe. Son secretos de dominio público que tuvo contactos previos con una parte de los implicados. Por otro lado, el día clave las iniciativas desde La Zarzuela no pueden considerarse en sí mismas capaces de abortar la conjura, tal y como estaba programada. El famoso mensaje televisivo que aseguraba que se habían tomado «las medidas necesarias para mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente» se emitió en el mismo momento en que el general Armada estaba en el Congreso para «restablecer» el orden constitucional con un gobierno de «salvación nacional», presidido por él mismo, que era el que estaba previsto desde el comienzo. Pero como se ha transmitido una interpretación tan radicalmente diferente de éste, merced a mentiras demostrables en la sentencia judicial y a una campaña propagandística muy efectiva, ahora es necesario volver a repasar, aunque sea un poco por encima, datos que en realidad conoce todo el mundo. Como en todo caso Su Majestad, según lo que establece la Constitución, es irresponsable penalmente de sus actos, por mucho que se pueda demostrar su participación no se le puede juzgar por ello. Del mismo modo, y justamente por esto, especular sobre su participación no deja de ser un juego que no se podría tener en cuenta en absoluto como un intento de inculpación.

Los «móviles» del golpe

Una de las claves para poder entender el 23-F se encuentra en el análisis de los «móviles» del crimen contra el pueblo. La conflagración de 1981 pretendía solucionar varios conflictos. El primer móvil era defender la unidad de la patria Los militares involucionistas reaccionaban contra las acciones de ETA. Y esto, teniendo en cuenta que la actividad terrorista no tenía una intensidad particular los meses precedentes al 23-F, o que por lo menos no era superior a la de períodos anteriores. Más bien la novedad era la actitud de las fuerzas de seguridad: el 13 de febrero de 1981, por primera vez tras la muerte de Franco, un detenido político, Joseba Arregui, había sido torturado hasta la muerte por la Policía. De todos modos, la amenaza golpista era una cosa que siempre estaba presente desde el comienzo de la Transición. En 1978 los servicios de seguridad del Estado ya habían abortado la «Operación Galaxia», llamada así porque los conjurados se reunían en una cafetería con este nombre, montada por el mismo teniente coronel Tejero y por el capitán Sáenz de Ynestrillas.

Otra de las motivaciones del golpe de Estado era el «malestar» de algunos mandos de las Fuerzas Armadas por la política de ascensos y castigos que el Gobierno Suárez había iniciado. A mediados de abril de 1979 había puesto a un hombre de su confianza, José Gabeiras, en el cargo de jefe del Estado Mayor del Ejército, en un ascenso irregular de general de división a teniente general, con lo cual se saltaba los candidatos lógicos por antigüedad, uno de los cuales era precisamente Jaime Milans del Bosch, uno de los conjurados del 23-F. Era el segundo agravio, porque Milans ya había sido trasladado, en octubre de 1977, de la División Acorazada Brunete de Madrid a la Capitanía de la III Región Militar, con sede en Valencia. El general Luis Torres Rojas, otro de los conjurados, también había sido desplagado recientemente, en La Coruña, en enero de 1980, cuando presidía la Brunete, cargo en que fue sustituido por el general José Justo Fernández, impuesto por Gutiérrez Mellado. Y Armada, el «brazo político» del golpe, había sido enviado a Lleida después de que Suárez, como se sabe, forzara su cese, en octubre de 1977, como secretario de la Casa Real. Todos se la tenían jurada.

Además de los militares, existían problemas con la oposición, incluso con algunos miembros del Gobierno de la UCD (como ya se ha visto en la última parte del capítulo 10). Todos estaban hartos de Suárez y negociaron con el rey la mejor forma de hacer que se fuera. En abril de 1980, el monarca recibió en la Zarzuela a Felipe González y a Manuel Fraga, y en junio a Santiago Carrillo.

Todos coincidían en el hecho de que había una sensación creciente de desgobierno, una pérdida de confianza en las instituciones democráticas, una inminente crisis de Estado… hacían responsable a Suárez y abogaban ante el rey, como única solución al problema, por alguna clase de gobierno de coalición, en el que cada uno tendría su trozo del pastel.

Para acabar, es necesario señalar que los acontecimientos del 23-F coincidieron con el conflicto en torno a la entrada de España en la OTAN, una cuestión que no puede descartarse como una más que probable cuarta e importante motivación para la acción golpista. El empujón militar del 23-F podría haber tenido como objetivo forzar el ingreso con urgencia. Poco después de ganar las elecciones de 1980, el presidente norteamericano Ronald Reagan (según datos y documentos que el KGB hizo circular en aquella época) escribió una carta en la que instaba al rey Juan Carlos a «actuar con diligencia para eliminar los obstáculos que impiden el ingreso de España en la OTAN», aludiendo a un misterioso grupo de «pacifistas del Opus Dei». No se sabe quiénes podrían formar este misterioso grupo, ni hay certeza de que aquella carta no fuera una falsificación, como aseguró la Casa Real. Pero sí es cierto que a Adolfo Suárez se le reprochaba que diera largas al asunto durante cuatro años al frente del Gobierno. Suárez no lo veía claro y descuidaba la transición exterior, con lo que manifestaba un cierto anti-americanismo. Es difícil decir hasta qué punto la Corona se sentía presionada por los Estados Unidos, amenazada por las acciones de ETA, o convencida de la conveniencia del nuevo reparto de poder que proponían los grupos de la oposición parlamentaria.

El plan

Pero las circunstancias políticas en que se encontraba hicieron exclamar a la reina, mucho más «militarona» (sobre todo, por su experiencia griega de connivencia de la monarquía con una Junta Militar), la última vez que Armada fue a los Pirineos con los reyes, al despedirse: «¡Alfonso, sólo tú puedes salvarnos!». El plan, que atendía a los intereses de los Estados Unidos, consistía en dar «un golpe de timón», pero sin salirse del marco constitucional. Si no se actuaba así, España no podría ingresar en la OTAN, formada presuntamente por países democráticos. Éste era un requisito
sine qua non
. Pero a alguien se le ocurrió que se podían unir las fuerzas de todos los «motivados», en una acción que utilizara en su favor tanto los impulsos de los golpistas más clásicos como los de los representantes del poder establecido legalmente. El plan de actuación que acabaron decidiendo combinaba la acción de Tejero (fiel a su espíritu de la «Operación Galaxia», de golpe puro y duro para «meter al país en cintura»), con la idea de un golpe suave, al estilo de De Gaulle (inicialmente respetuoso con la Constitución y disfrutando de toda la complicidad de los principales partidos políticos con los militares), propugnado por Armada. Y añadía un elemento que parecía estar inspirado en el golpe de los coroneles griegos de 1967, bien conocido por la reina, en el sentido de que los rebeldes contaran con el apoyo del rey. Como explicaron a Tejero, sin que lo acabara de entender del todo, dentro de España la crisis se arreglaría… a la española aun cuando, eso sí, los países de fuera querrían seguir viendo la Democracia y la Corona.

Por los datos de que se dispone (entre otras pistas, algunas declaraciones de Suárez posteriores al golpe), fue un destacado socialista el primero en sugerir al general Armada la idea de un gobierno civil de coalición presidido por un militar. En principio, además de Armada, se especuló sobre varios nombres, entre otros el del mismo Sabino Fernández Campo. En el verano de 1980, un documento secreto llegó a manos del rey. Le había llegado de Madrid, y se trataba de un informe anónimo, aunque por el lenguaje parecía de autores civiles, según fuentes de la Zarzuela. Se hacía un análisis muy crítico de la gestión de Adolfo Suárez y acababa con una propuesta, de la que no se conocen todos los detalles. Se trataba de derrocar al presidente, eso sí que se sabe, y proponer como candidato alternativo a un militar o a un civil independiente de prestigio. En la versión oficial que se ha dado del informe, la vía propuesta para lograr un objetivo como aquél era presentar una moción de censura, pero esta idea parece poco verosímil, puesto que ya se había intentado sin éxito el mes de mayo de 1980. Todo parece indicar que lo que se estaba proponiendo realmente era lo que después se llamó «la solución Armada», cuyo leitmotiv fundamental era que las acciones se habían de enmarcar dentro de los límites constitucionales, en una clase de renacimiento del famoso lema de Fernández Miranda, «de ley a ley» (para hacer el tránsito del franquismo a la democracia parlamentaria dentro del contexto de las Leyes Fundamentales). Pero con el paso previo imprescindible de la tentativa de «golpe duro», que después el rey se encargaría de reconducir. A nivel operativo, para la tentativa de golpe duro, todas las acciones militares planificadas, y después llevadas a término, respondían a un plano único que gravitaba sobre cuatro puntos neurálgicos: el Congreso de los Diputados, la Capitanía de la III Región Militar (Valencia), la sede de la División Acorazada Brunete (de Madrid), y el palacio de La Zarzuela. Algo falló en el complejo entramado.

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