—En marcha —dijo—. ¿Dónde está su accidente?
—Más para allá, creo —murmuré, sin seguridad.
No había rastros de mi coche, y empecé a pensar que tal vez nos hubiéramos equivocado de autopista, aunque no entendía cómo podía ser así.
Era la autopista correcta, pese a todo. Encontramos mi coche pocos minutos después, aparcado junto al raíl protector, en una sección oscura de la pista, donde todas las lámparas se habían fundido. Sí, encontramos el coche sin dificultad.
Sólo que no tenía ni un rasguño. Y no había ningún Edsel. Yo recordaba cómo había quedado el Jaguar cuando lo dejé. El parabrisas estaba astillado, toda la parte delantera del coche en ruinas, el guardabarros derecho destrozado en el lugar donde golpeó el raíl.
Y aquí estaba ahora, en perfectas condiciones.
El agente, ceñudo, me apuntó con el metro mientras yo miraba mi coche sin creerlo.
—Bueno, no está borracho —dijo, al final, mirando al cielo—. De modo que no lo voy a llevar conmigo, aunque debería hacerlo. Así es que escuche lo que va a hacer, señor: se va a meter en esa reliquia, dará la vuelta, y desaparecerá de aquí tan rápido como pueda.
Porque si alguna vez lo vuelvo a ver por aquí, puede ocurrirle un accidente de veras.
¿Entendido?
Quise protestar, pero no encontré palabras. ¿Qué podía haber dicho que tuviese sentido? En lugar de eso, sacudí la cabeza débilmente. El policía se dio la vuelta disgustado, murmurando algo acerca de las bromas poco prácticas, y enfiló hacia su helicóptero.
Cuando se hubo marchado, fui hasta el Jaguar y toqué su parte delantera sin convicción, sintiéndome un tonto. Pero era real. Cuando subí y di vuelta a la llave de marcha, el motor ronroneó de modo tranquilizador, y las luces se esparcieron en la oscuridad. Seguí sentado allí durante largo rato hasta que por fin di la vuelta con el coche hasta la mitad del camino, describiendo una U.
El camino de vuelta a San Breta fue largo y movido. El coche entraba y salía de los baches de manera constante, y gracias a la escasa luz y las traicioneras condiciones de la carretera, tuve que mantener la velocidad al mínimo.
El camino era espantoso. No cabían dudas al respecto. Por lo común salía de mi ruta para evitar los tramos que eran malos como éste. Había demasiadas posibilidades de reventar un neumático.
Me las arreglé para llegar a San Breta sin incidentes, yendo bien despacio. Eran las dos de la madrugada cuando entré en la ciudad. La rampa de salida, tal como el resto, estaba agrietada y oscura, y no tenía ninguna señal indicadora.
Recordaba, por viajes anteriores, que San Breta presumía de tener un amplio garaje para los aficionados, con poste de gasolina. De modo que enfilé hacia allí y dejé el coche en manos de un aburrido empleado. Luego me dirigí al motel más próximo. Una noche bien dormida, pensaba, dará más sentido a todo.
Pero no lo hizo. Cuando me desperté por la mañana estaba tanto o más confundido.
Más aún: ahora algo en mi cabeza me decía sin cesar que todo había sido un mal sueño.
Deseché ese pensamiento tentador, y seguí tratando de razonar.
Seguía razonando en la ducha y ante el desayuno, y en el corto camino al garaje. Pero no conseguía aclararme. Ya fuera porque la cabeza me estaba trampeando, o porque algo realmente extraordinario había sucedido la noche anterior, y no quería admitir lo primero, de modo que me decidí por lo último.
El dueño del local, un hombre ágil de unos ochenta años, estaba atendiendo en el garaje cuando llegué. Vestía un overall de mecánico a la moda antigua, lo que le daba un toque original. Sonrió amablemente cuando le pedí el Jaguar.
—Me alegro de verle nuevamente —dijo—. ¿Hacia dónde se dirige esta vez?
—Hacia Los Ángeles. Voy a coger la interestatal, esta vez.
Sus cejas se alzaron un poco al oír eso.
—¿La interestatal? Pensé que tenía más sentido común. Esa autopista es un desastre.
No es manera de tratar una pieza de mecánica tan fina como su Jaguar.
No tuve el coraje como para tratar de explicarle, así que hice una leve mueca y dejé que se fuera a por el coche. El Jaguar había sido lavado y controlado y su tanque, llenado. Estaba en óptima forma. Miré si había alguna abolladura, pero no encontré ninguna.
—¿Cuántos clientes habituales tiene por aquí? —le pregunté mientras le pagaba—. Quiero decir coleccionistas locales, no gente que pase.
—Debe haber unos cien en todo el estado —dijo, alzando los hombros—. Atendemos a casi todos. Tenemos la mejor gasolina y los únicos servicios decentes en esta parte.
—¿Alguna colección interesante?
—Algunas —dijo—. Hay un tipo que viene siempre con un Pierce-Arrow. Otro se especializa en coches de los años cuarenta. Tiene una bonita colección, y bien cuidada.
Asentí.
—¿Y alguien de por aquí que tenga un Edsel? —pregunté.
—Difícilmente —respondió—. Ninguno de mis clientes tiene tanto dinero. ¿Por qué me lo pregunta?
Decidí ir con cautela.
—Vi uno la otra noche en el camino. No alcancé a hablar con el dueño, pero pensé que sería alguien de por aquí.
La expresión del viejo no decía nada, de manera que enfilé para el Jaguar.
—Nadie de por aquí —dijo, mientras yo cerraba la puerta—. Debía ser alguien que pasaba. Qué divertido encontrarlo en el camino. No pasa a menu…
Entonces, justo cuando estaba poniendo en marcha el motor, su boca se abrió como dos metros.
—¡Un momento! —gritó—. Usted dijo que iba conduciendo por la interestatal. ¿Vio un Edsel en la interestatal?
Apagué el motor.
—Así es —dije.
—Dios —dijo—. Casi me olvido, ha pasado tanto tiempo. ¿Era un Edsel blanco? ¿Con cinco personas en su interior?
Abrí la puerta y bajé del coche.
—Así es —dije—. ¿Sabe algo acerca de él?
El viejo me cogió por los hombros con ambas manos. Tenía una mirada extraña en sus ojos.
—¿Sólo los vio? —dijo, sacudiéndome—. ¿Está seguro que eso es todo lo que pasó?
Dudé un momento, me sentía algo tonto.
—No —admití por fin—. Choqué con ellos. Es decir, creí que había chocado. Pero…
Traté de ir hacia mi coche. El hombre me soltó, y rió.
—Otra vez —murmuró—. Después de tantos años.
—¿Qué sabe de eso? —le pregunté—. ¿Qué demonios pasó anoche?
Suspiró.
—Venga conmigo —dijo—. Le contaré todo.
—Fue hace más de cuarenta años —me dijo, junto a una taza de café en un bar cerca del garaje—. En los años setenta. Era una familia que había salido de vacaciones. El chico y su padre se turnaban al volante. Tenían reservas en un hotel de San Breta. Pero conducía el chico, y era tarde. Por algún motivo, se pasó de salida. Ni siquiera se dio cuenta. Hasta que llegó a la Salida 77. Se debe haber asustado cuando vio el cartel.
Según la gente que lo conocía, su padre era un mal tipo. La clase de tipo que le hubiera dado de palos por una cosa así. No sabemos lo que pasó, pero parece que el chico entró en pánico. Hacía sólo dos semanas que tenía su carnet. De cualquier modo, trató de hacer una U y volver hacia San Breta. El otro coche lo golpeó en el costado. El conductor de este coche no tenía abrochado el cinturón de seguridad, de modo que salió despedido a través del parabrisas, se estrelló contra el pavimento y murió de forma instantánea. La gente del Edsel no tuvo tanta suerte. El Edsel volcó y se incendió, con ellos dentro. Los cinco se quemaron vivos.
Sentí un escalofrío al recordar los gritos del coche en llamas.
—Pero eso fue hace cuarenta años, dijo usted. ¿Cómo explica lo que me pasó anoche?
—Voy a eso —dijo el viejo—. Cogió un donut, lo mojó en el café y lo masticó paladeándolo—. La siguiente pasó dos años después —dijo, por fin—. Un tipo informó a la policía acerca de un choque. Un choque con un Edsel, tarde en la noche, en la interestatal. Por la manera en que lo describió, era el replay del otro choque. Sólo que cuando llegaron allí, su coche no tenía ni un rasguño. No había señales del otro coche.
Pues bien, este tipo era de aquí, así que se pensó que lo hacía para llamar la atención o algo así. Pero un año más tarde, otro tipo llegó contando lo mismo. Esta vez venía del este, y no era probable que hubiese escuchado lo del primer accidente. Los polis no sabían qué hacer con él. Al pasar de los años esto sucedió una y otra vez. Había unas pocas cosas en común en todos los incidentes. Siempre ocurrían a la noche, tarde, a conductores que iban solos en el coche, sin testigos presenciales. Nunca hubo otros coches cerca, como la primera vez, la de verdad. Todos los choques sucedían justo al pasar la Salida 77, cuando el Edsel trataba de girar en forma de U. Mucha gente ha tratado de explicarlo. Alucinaciones, dijo alguien. Hipnosis de carretera, planteó otro.
Mistificaciones, dijo un tercero. Pero hay sólo una explicación coherente, y es la más sencilla. El Edsel era un fantasma. Los diarios la recogieron: «La autopista encantada».
Así llamaron a la interestatal.
El viejo se interrumpió para beber su café, y luego miró el fondo de la taza, pensativo.
—Bueno, los choques continuaron a través de los años mientras la autopista estuvo en condiciones. Hasta el 93. Luego el tráfico comenzó a escasear. Cada vez menos gente pasaba por la interestatal, y había cada vez menos accidentes. —Me miró—. Usted ha sido el primero en más de veinte años. Ya casi lo había olvidado. Luego bajo la vista de nuevo, y calló. Pensé en sus palabras por unos momentos.
—No sé —dije, sacudiendo la cabeza—. Todo concuerda, pero ¿un fantasma? No sé si creo en fantasmas. Y todo parece tan fuera de lugar…
—En el fondo, no —dijo el viejo, levantando la vista—. Piense de nuevo en las historias de fantasmas que leyó de niño. ¿Qué tenían todas en común?
—No sé —dije.
—Muertes violentas. Eso es. Los fantasmas eran el producto de asesinatos y ejecuciones, desechos de sangre y violencia. Las casas encantadas eran siempre lugares donde alguien había tenido un final horrible cien años antes. Pero en nuestra América del siglo veinte, la muerte no se encontraba en mansiones o castillos, sino en las autopistas.
En las autopistas manchadas de sangre, donde morían miles de personas al año. Un fantasma moderno no viviría en un castillo ni empuñaría un hacha. Rondaría por una autopista, conduciendo un coche. ¿Qué sería más lógico?
No le faltaba razón. Asentí.
—Pero, ¿por qué en esta autopista?, ¿por qué ese coche? Mucha gente murió en las autopistas. ¿Qué tiene de especial este caso?
El viejo alzó los hombros.
—No lo sé. ¿Qué hace a un crimen distinto de otro crimen? ¿Por qué sólo algunos producían fantasmas? ¿Quién puede decirlo? Pero yo he oído cosas. Algunos decían que el Edsel está condenado a vagar por la autopista para siempre porque era, en cierto sentido, un asesino. Causó el accidente, causó aquellas muertes. Este es un castigo.
—Puede ser —dije, dudando—. Pero, ¿la familia entera? Podría decirse que era culpa del muchacho. O incluso del padre, por dejarlo conducir con tan poca experiencia. Pero, ¿qué hay de los demás? ¿Por qué habrían de ser castigados?
—Cierto, muy cierto —dijo el viejo—. Nunca me creí esa teoría yo mismo. Tengo mis propias explicaciones.
Me miró a los ojos.
—Creo que están perdidos —dijo.
—¿Perdidos? —repetí, y él asintió con la cabeza.
—Sí —dijo—. En el pasado, cuando las rutas estaban sobrecargadas, uno no podía dar la vuelta cuando erraba una salida. Había que seguir, a veces durante kilómetros y kilómetros, antes de encontrar la manera de salir y luego retomar el camino. Algunos de los cruces tenían un diseño tan complicado que uno nunca encontraba el camino hacia la salida que correspondía. Eso es lo que pasó con el Edsel, según creo. Erraron la salida, y ahora no pueden encontrarla. Tienen que seguir circulando. Para siempre.
Suspiró. Luego se volvió, y pidió otra taza de café.
Bebimos en silencio, y luego volvimos al puesto de gasolina. De allí, fui directo a la biblioteca local. Todo estaba allí, en los periódicos del archivo. Detalles del accidente original, el primer accidente dos años después, y los otros, en secuencia irregular. La misma historia, el mismo choque, una y otra vez. Todo era idéntico, hasta los gritos.
La vieja autopista estaba oscura y sin luz cuando esa noche retomé mi viaje. No había señales de tráfico ni líneas blancas, pero sí abundantes baches y grietas. Conduje muy despacio, perdido en cavilaciones.
Unos kilómetros después de San Breta me detuve y bajé del coche. Me quedé allí en la oscuridad, casi hasta el amanecer, mirando y escuchando. Pero las luces siguieron sin encenderse, y no vi nada.
Sin embargo, cerca de medianoche, se escuchó un silbido peculiar en la distancia.
Creció rápidamente, hasta que estuvo justo encima, y luego fue disminuyendo igualmente rápido.
Podría haber sido un aerocamión en algún lugar fuera de mi vista, supongo. Nunca escuché que un aerocamión produjera ese tipo de ruido, pero incluso así, podría haber sido un aerocamión.
Pero no lo creo.
Creo que fue el viento silbando a través de la nariz de un viejo coche blanco y herrumbroso, un coche fantasmal circulando por una autopista encantada que no figura en los mapas de carreteras. Creo que era el llanto de un pequeño Edsel perdido, buscando la salida para San Breta.
Becker era el segundo orador del programa, de modo que esperó pacientemente.
El hombre que lo precedía era un doctor, jefe de alguna especie de clínica de caridad en una de las subciudades. Alto, adusto y avejentado, hablaba con un zumbido monótono y no cesaba de pasar nerviosamente los dedos por su escaso cabello blanco. La audiencia, unas treinta y pico de rollizas matronas del nivel alto, trataba de prestar atención, pero Becker podía percibir su desencanto.
No las culpaba. La presentación no era muy efectiva. El doctor relataba historias de horror médico acerca de los chicos de la subciudad que eran demasiado pobres como para acceder a los cuidados hospitalarios, muertes innecesarias y enfermedades erradicadas que seguían floreciendo allí abajo. Pero su voz y sus modales socavaban el efecto de sus palabras, y las diapositivas, al tiempo que eran del viejo tipo, chatas, habían sido perfectamente mal elegidas. En lugar de fotos móviles de niños enfermos y de la miseria de las subciudades, eran tediosas escenas de la clínica y de su staff, e incluso planos de la remodelación que se proponían hacer.