—¿Cómo se supone que vamos a atravesar esa masa? —preguntó Peter con sensatez mientras el transporte de personal contactaba con los primeros cadáveres y los apartaba de golpe.
—Supongo que habrá que pasar por medio —respondió Cooper—, como siempre.
—Pero hay cientos.
—Siempre hay cientos —replicó, luchando por ver la línea oscura de la carretera a través de la muchedumbre cada vez más grande.
Al acercarse al aeródromo, quedó claro que el helicóptero había empezado a descender. Cuando quedaba un hueco de unos pocos metros entre sus patines de aterrizaje y las cabezas de los cadáveres, se detuvo. Cientos de garras retorcidas se elevaron hacia la potente máquina. Debilitados por la descomposición, los cuerpos eran como borrachos, prácticamente incapaces de seguir en pie, empujados y abofeteados por el violento remolino provocado por las palas del rotor del helicóptero.
—¿Qué demonios están haciendo ahora? —preguntó Michael, estirando el cuello para tener una visión más clara.
Contempló confuso cómo alguien en la parte trasera del helicóptero se colgaba en uno de los laterales de la aeronave. Asegurados por un arnés de seguridad rudimentario, dos figuras, una a cada lado, vaciaron grandes latas de líquido sobre la multitud que tenían justo debajo. Cooper ralentizó mientras el piloto mecía suavemente el helicóptero de un lado a otro, asegurándose de que la mayor cantidad posible de cadáveres quedaran empapados del líquido. Cuando las latas estuvieron vacías, las lanzaron contra la masa enfurecida que tenían debajo, derribando a varios cadáveres. La velocidad de la operación se aceleró de repente cuando el helicóptero empezó a ganar altura con rapidez.
Una de las siluetas en la parte trasera del helicóptero encendió algo (una antorcha, una bengala o una botella de algo inflamable) y lo dejó caer sobre la muchedumbre. La brillante llama pareció caer durante una eternidad, dando vueltas sobre sí misma hasta alcanzar a los cadáveres en el suelo. En un instante, la sustancia que había empapado a muchos de ellos se incendió, explotando en el aire nocturno y destruyendo con sorprendente velocidad a decenas de cuerpos putrefactos.
—Allá vamos —anunció Cooper mientras apretaba el pie en el acelerador y lanzaba su vehículo a toda velocidad hacia el aeródromo. Los cuerpos incinerados dejaban una zona relativamente libre en el punto en que la carretera entraba en el cercado. Mientras el transporte de tropas y el camión penitenciario se lanzaban hacia la alambrada, un grupo de seis hombres y mujeres abría un portón de aspecto muy sólido que con anterioridad había ocultado la masa de cadáveres que se apelotonaban a su alrededor.
Se acercaban más cuerpos, pasando por encima de los restos calcinados de los que ya habían caído. El helicóptero giraba y hacía movimientos en el aire sobre ellos como una gran ave de presa, distrayéndoles de los dos vehículos, que desaparecieron rápidamente en el complejo.
Cerraron el portón.
—No estoy seguro —reconoció Jack—. No veo por qué no podemos esperar aquí unas horas más y después intentamos llegar al aeródromo. Por el amor de Dios, ¿qué diferencia puede haber en un par de horas?
Donna estaba empezando a lamentar la parada imprevista. Deseaba que se hubieran arriesgado y hubieran seguido adelante hasta volver a la ruta correcta. Los demás no parecían compartir esta preocupación. Clare, Jack y los dos soldados estaban de acuerdo en esperar durante un rato y después seguir adelante.
—Olvidémoslo hasta por la mañana —sugirió Clare—. Nos lo podemos permitir. Aquí estamos bastante seguros y ahí fuera es noche cerrada.
—Tiene razón —asintió Kelly Harcourt—. Por la mañana será más fácil ver adónde vamos.
—Y para los cadáveres será más fácil encontrarnos —discutió Donna—. Aquí somos vulnerables. Creo que nos tendríamos que ir ahora mismo.
—Me parece que somos vulnerables en cualquier parte —replicó Kelly desanimada, su voz distorsionada por la máscara.
Mientras Jack, Donna y Clare estaban temblando de frío, Kilgore y ella sudaban bajo las pesadas capas del traje de protección. Lo que habría dado por volver a sentir el viento frío y la lluvia en la cara...
—Llevamos aquí más de una hora —prosiguió Jack— y casi no hay cadáveres por los alrededores.
Le hizo un gesto a Donna y a los demás para que mirasen por la ventana como había estado haciendo él. El grupo se había escondido en un aula del primer piso de la pequeña escuela, que daba a la imponente iglesia donde al principio habían tenido la intención de esperar. Donna miró hacia el aparcamiento que tenía a sus pies y vio que Jack tenía razón, en las cercanías sólo había un puñado de cadáveres. La mayoría de ellos parecía que estaban vagando como siempre sin ningún destino, ya fuera porque no se habían dado cuenta de la presencia de los supervivientes en la escuela o porque eran incapaces de encontrar un camino para llegar a ellos. Unos pocos se habían reunido alrededor de la furgoneta y estaban presionando sus caras descompuestas contra las ventanillas. Donna pudo ver bastantes más por los extremos del aparcamiento. Resultaba extraño porque casi parecía que mantenían las distancias.
—No importa cuándo lleguemos al aeródromo, siempre que lo hagamos —continuó Jack, intentando convencerse tanto a sí mismo como a los demás—. No están en condiciones de empaquetar y largarse de inmediato. Richard Lawrence dijo que acababan de empezar a trasladar a la gente por aire.
Clare se sentó en un pupitre a corta distancia, cansada de la conversación. Se inclinó hacia delante y cogió un libro que había caído al suelo de madera. En la cubierta figuraba el nombre de Abigail Peters, que según dedujo de sus años de experiencia en la escuela, debía de tener nueve o diez años cuando murió. Jack se había callado, pero ella no se había dado cuenta. Él estaba de pie contemplando cómo ella hojeaba las páginas del libro. Pobre niña, pensó Jack. Por muy duro que hubiera sido para todos ellos asumir lo que había pasado, debía de ser infinitamente peor para Clare. Mirara donde mirase, Jack podía ver pruebas de vidas jóvenes terminadas sin justificación ni razón, la inocencia de la infancia destruida con brutalidad y sin explicación. Afortunadamente, no se habían iniciado las clases cuando empezó la pesadilla. El edificio estaba prácticamente vacío. En el patio, sin embargo, había entre treinta y cincuenta niños muertos. A su alrededor yacían los cuerpos de sus padres y maestros. Todos habían muerto esperando a que se iniciase la jornada escolar.
—¿Dónde está Kilgore? —preguntó Donna, preocupándose de inmediato.
—¿Qué? —murmuró Jack, mirando a su alrededor. Podía ver a Clare y Kelly, pero no a Kilgore.
—¿Alguien ha visto adónde ha ido?
Nadie contestó. Donna, seguida de cerca por Jack, abandonó el aula y bajó corriendo la escalera larga y recta que conducía a la planta baja. El crujido y el golpe de la puerta de otra aula en el extremo de otro pasillo a su derecha delató la ubicación de Kilgore. Teniendo cuidado de permanecer en las sombras, corrieron hacia él.
—¿Qué demonios estás haciendo? —exigió Baxter cuando entró en el aula y se enfrentó al soldado desaparecido.
Estaba agachado delante de una pecera de cristal. Los restos de numerosos peces de colores putrefactos flotaban sobre quince centímetros de agua estancada.
—Todos los animales están muertos —comentó—. Mira.
Hizo un gesto hacia dos terrarios más que se encontraban junto al primero. Al fondo de uno de ellos estaba la carcasa deshidratada de un lagarto, y en el otro, tres montoncitos de pelo mohoso que en su momento habían sido jerbos, ratas o hámsteres.
—Kilgore —ordenó Donna enfadada, furiosa por la egoísta estupidez del soldado—, vuelve inmediatamente arriba, maldito idiota.
—¿Cuál es el problema? No hay nadie que me pueda ver. Sólo estaba mirando...
—No podemos correr riesgos sólo porque tengas ganas de dar un paseo. Nos estás poniendo a todos en peligro por...
—No estoy poniendo a nadie en peligro —protestó—. No estoy haciendo nada.
—Vuelve arriba, estúpido capullo.
Donna salió de la sala y regresó al aula. Kilgore la siguió: aunque no estaba de acuerdo con ella, sabía que lo superaban en número y recordaba lo que le había pasado antes a Stonehouse y a su otro compañero. No comprendía por qué le molestaba tanto a Donna lo que él había estado haciendo. No había hecho nada malo. No había hecho ruido y no había puesto a nadie en peligro. Era un profesional capacitado, por el amor de Dios. Sabía cómo permanecer oculto y sin que lo vieran. Estaba totalmente seguro de que Donna no había recibido el mismo entrenamiento que él. Maldita bruja.
Jack contempló al soldado mientras salía de la sala. Estaba a punto de seguirles cuando algo le llamó la atención en el suelo en el rincón más alejado del aula. Fue un movimiento repentino, rápido y huidizo que desapareció en menos de un segundo. Fue hacia el fondo del aula, escrutando la oscuridad, y se agachó al lado de una estantería llena de libros de lectura. Por el olor y los restos en el suelo a su alrededor podía asegurar que había animales rebuscando en el edificio. ¿Un zorro? ¿Perros? ¿Quizá ratas? Eso debía de ser lo que había visto. Fuera lo que fuese, no valía la pena preocuparse por ello.
Levantó la vista y se encontró cara a cara con los restos horriblemente desfigurados de lo que en su momento debió de ser el maestro de aquella aula. El cadáver (que estaba tan descompuesto que no pudo decir si era hombre o mujer) llevaba más de ocho semanas tendido sobre el escritorio. Fuera lo que fuese lo que había estado hurgando en el aula parecía que había conseguido la mayor parte de su alimento del cadáver. La cara estaba destrozada a causa de la descomposición y de los dientes y garras afilados de una alimaña. Quedaba a la vista una media luna de un cráneo de color blanco amarillento. Asustado y sorprendido, tropezó y cayó hacia atrás, tirando un armario lleno de instrumentos musicales básicos. Cuando los triángulos, los tambores, los címbalos, las maracas y otros instrumentos cayeron al suelo, la escuela se llenó de unos ruidos alarmantes. Con un sudor frío perlándole la frente y con las piernas repentinamente temblorosas a causa de los nervios, Jack se quedó helado. Cuando finalmente se difuminó el espantoso tintineo (pareció durar una eternidad), un cadáver golpeó furioso contra una gran ventana en el otro extremo del aula y empezó a aporrear el vidrio. Parecía que lo estaba mirando directamente a él. Pudo ver al menos a dos más que se acercaban a través de las sombras que tenía detrás.
—¡Maldito idiota! —maldijo Donna mientras Jack se arrastraba escaleras arriba con el corazón aún en la garganta—. ¿Has visto lo que has hecho?
Jack miró por la ventana de la primera planta. Los cadáveres se estaban acercando a la escuela desde todas las direcciones.
Richard Lawrence voló de regreso a la ciudad muerta de Rowley en busca de la furgoneta perdida y sus ocupantes. Malditos idiotas, pensó. ¿Qué dificultad había en seguir juntos y llegar al aeródromo? Esto no pintaba bien para el futuro. Era gente en la que, inevitablemente, tendría que confiar con el tiempo, y ¿cómo iba a hacerlo si ni siquiera conseguían llegar al aeródromo de una sola pieza? Si no hubiera sido por el hecho de que ya estaba en el aire, no habría considerado la idea de salir de noche. Los idiotas tendrían que haber esperado hasta la mañana.
El viaje de Richard, innecesario en su opinión, se complicaba aún más por la cantidad de personas implicadas. El helicóptero estaba diseñado para llevar a un máximo de cinco personas: el piloto y cuatro pasajeros. Como si no fuera suficiente el riesgo que corría con la búsqueda nocturna, ahora tenía que enfrentarse al posible problema de regresar al aeródromo con seis a bordo y por eso se veía forzado a volar solo. Se sentía aislado y vulnerable, más vulnerable de lo habitual. Nadie más sabía pilotar el helicóptero pero, por motivos de seguridad, antes siempre había volado con al menos un pasajero para guiarle, ayudarle con los controles o hacer cualquier cosa que él necesitase que hiciera de manera que se pudiera concentrar en mantener el aparato en el aire con toda seguridad. Si algo iba mal esa noche, estaba solo: si se estrellaba y sobrevivía, los cuerpos seguramente acabarían con él. Ni siquiera tenía el consuelo de la comunicación por radio, porque la falta de electricidad en el aeródromo lo hacía imposible. Richard maldijo al puñado de idiotas perdidos en la ciudad bajo sus pies.
Desde el aire, Rowley parecía poco más que una mancha ligeramente más oscura en un paisaje ya de por sí oscuro; una cicatriz sin forma. Richard tuvo problemas para discernir dónde empezaba y terminaba la ciudad. Dios santo, deseaba haber seguido su intuición y esperado hasta la mañana. La negrura interminable de la noche hacía que se sintiera como si volase con los ojos cerrados y una mano atada a la espalda. Por muy difícil que fuera, planeaba atravesar directamente la ciudad y después reseguir la ruta que había dado a los supervivientes aquella misma mañana, concentrando su búsqueda alrededor de la zona en que los cinco desaparecidos se habían separado de los demás. Si seguían en movimiento, probablemente los vería. Su reserva de combustible era suficiente, no inagotable, y decidió que buscaría durante una hora antes de regresar al aeródromo. Si esa gente tenía dos dedos de frente —y se estaba empezando a plantear en serio si los tenían—, esperaba que se hubieran escondido hasta que lo oyesen.
Jack estaba mirando de nuevo hacia el aparcamiento.
—Ahí fuera sólo hay una veintena —comentó, intentando sacar algo positivo de una mala situación de la que los demás lo hacían totalmente responsable—. Esa cantidad podemos manejarla. Lo hemos hecho antes. Podemos volver a la furgoneta y salir de aquí.
—No tenemos otra opción —replicó Donna, que seguía bullendo de rabia—. Ya sabía yo que debíamos seguir adelante. Maldita sea, ahora ya podríamos haber llegado.
—O podríamos seguir dando vueltas y agotando el combustible —le recordó Kelly Harcourt.
—De acuerdo —aceptó Donna, luchando por centrarse y calmarse—, comprobemos de nuevo el mapa. Trazaremos una ruta desde aquí y después nos iremos.
Jack extendió el mapa en uno de los pupitres e iluminó Rowley con su linterna.
—Estamos aquí —explicó, haciendo un círculo con el dedo sobre un punto en el mapa— y ahí es donde queremos llegar. Y por aquí —continuó, moviendo el dedo hacia la parte baja de la página en dirección a la zona sur de la ciudad— es donde creo que nos equivocamos.