No fue difícil formar las palabras e introducirlas en las corrientes que pulsaban en los circuitos de radio. Lo realmente difícil fue disminuir la velocidad de sus pensamientos al templo glacial del cerebro humano. Y tener que esperar una eternidad por la respuesta...
Betty Fernández era fuerte. También era inteligente, y aunque había sido ama de casa durante doce años, no había olvidado sus conocimientos de electrónica. Éste era uno de los incontables sistemas de simulación; por ahora la aceptaba, más tarde se ocuparía de los otros detalles. —Dave —contestó —. Dave, ¿eres tú realmente?
—No estoy seguro —replicó la imagen de la pantalla, en una voz curiosamente atonal —. Pero recuerdo a Dave Bowman, y todo lo que a él respecta.
—¿Está muerto?
Ésta era otra pregunta difícil.
—Lo está su cuerpo. Pero eso ya no es importante. Todo lo que Dave Bowman fuera realmente, sigue siendo parte de mí.
Betty se persignó —ése era un gesto que había aprendido de José —y musitó:
—¿Quieres decir... que eres un espíritu?
—No conozco una palabra mejor.
—¿Por qué has regresado?
"¡Ah!, Betty... ¡por qué! Querría que pudieras decírmelo".
En verdad conocía una razón, que estaba apareciendo en la pantalla. El divorcio del cuerpo y la mente estaba lejos de completarse, y ni siquiera la más complaciente de las redes privadas de televisión por cable habrían transmitido las escabrosas escenas sexuales que se estaban formando.
Betty observaba a ratos, a veces sonriente, otras aturdida. Finalmente se dio vuelta, no por vergüenza, sino por tristeza... nostalgia de delicias perdidas.
—Así que no era cierto —dijo —lo que siempre nos contaron acerca de los ángeles.
¿Soy acaso un ángel? se preguntaba. Pero al menos entendía qué estaba haciendo allí, arrastrado por los lazos del dolor y del deseo hacia una cita con su pasado. Su pasión por Betty había sido la emoción más poderosa que había conocido jamás; los elementos de tragedia y culpa que contenía la hacían aún más fuerte.
Ella nunca le había dicho si era mejor amante que Bobby; ésa era una pregunta que él nunca había formulado, ya que hubiera roto el hechizo. Se habían aferrado a la misma ilusión, y buscaron, uno en los brazos del otro (¡y qué joven era... apenas tenía diecisiete años cuando empezó todo, a menos de dos años del funeral!), un bálsamo para la misma herida.
Desde luego, no podía durar; pero aquella experiencia lo había cambiado de forma irrevocable. Durante más de una década, todas sus fantasías autoeróticas se habían centrado en Betty; nunca había encontrado una mujer que se le comparara, y había comprendido hacía mucho que nunca la hallaría. Nadie más había sido embrujado por el mismo fantasma.
Las imágenes del deseo se borraron de la pantalla; por un instante, apareció el programa regular, con una vista incongruente de Leonov colgando sobre Ío. Luego apareció la cara de Dave Bowman. Parecía estar perdiendo el control, porque sus facciones eran muy inestables. A veces parecía tener sólo diez años, luego veinte o treinta... luego, increíblemente, una acartonado momia cuya arrugada apariencia era una parodia del hombre que ella había conocido.
—Una pregunta más antes de irme. Carlos: siempre dijiste que era hijo de José, y yo siempre tuve mis dudas. ¿Cuál es la verdad?
Betty Fernández miró por última vez a los ojos del muchacho que había amado alguna vez (tenía dieciocho años otra vez, y por un momento, ella deseó poder ver todo su cuerpo, no sólo el rostro).
—Fue hijo tuyo, David —murmuró.
La imagen se desvaneció; reapareció el programa habitual. Cuando, casi una hora después, José Fernández entró sin ruido, Betty seguía mirando a la pantalla.
No se dio vuelta cuando él la besó detrás del cuello.
—Nunca me creerás, José.
—Haz un intento.
—Le mentí a un fantasma.
Cuando el Instituto Americano de Aeronáutica y Astronáutica publicó en 1977 su controvertido sumario Cincuenta años de OVNI, muchos críticos señalaron que se habían observado objetos voladores no identificados durante siglos, y que el "Plato Volador" de Kenneth Arnold de 1947 tenía incontables precedentes. La gente había estado viendo cosas extrañas en el cielo desde el principio de la historia; pero hasta mediados del siglo XX los OVNI habían sido un fenómeno esporádico de escaso interés. Desde entonces, se habían convertido en objetos de interés general, y científico, y las razones de esto sólo podían clasificarse como creencias religiosas.
No era necesario ir muy lejos para encontrar la causa; la aparición del cohete gigante y el advenimiento de la Era Espacial habían hecho volver la mente del hombre hacia otros mundos. La comprensión de que pronto la raza humana sería capaz de abandonar su planeta de nacimiento provocaba las inevitables preguntas: ¿Dónde está el resto? ¿Debemos esperar visitas? También existía la esperanza, pocas veces expresada, de que benévolas criaturas del espacio ayudarían a la humanidad a curar sus heridas autoinfligidas y la salvarían de futuros desastres.
Cualquier estudiante de psicología podría haber predicho que una necesidad tan profunda sería rápidamente satisfecha. Durante la segunda mitad del siglo XX había habido literalmente miles de informes de apariciones de naves espaciales desde todas partes del globo. Más aún: hubo cientos de informes de "encuentros cercanos": verdaderos contactos con visitantes extraterrestres, frecuentemente embellecidos con relatos de paseos celestiales, raptos, y hasta viajes de bodas espaciales. El hecho de que una y otra vez se demostrara que eran mentiras o alucinaciones no contribuía a desencantar a los fieles. Hombres a los que se les había mostrado ciudades en el lado oscuro de la Luna no perdieron mucho crédito ni siquiera cuando los reconocimientos de los Orbiter y las misiones Apollo revelaron la inexistencia de aparatos de clase alguna; damas que habían desposado a seres venusinos seguían siendo tomadas en serio cuando el planeta resultó ser, desgraciadamente, más caliente que el plomo derretido.
Para la época en que el IAAA publicó su informe, ningún científico de nivel —ni siquiera los que alguna vez habían considerado la posibilidad— creía que los OVNI tuvieran alguna conexión con vidas o inteligencias extraterrestres. Desde luego, nunca sería posible demostrarlo; cualquiera de los miles de apariciones de los últimos mil años podía ser la cosa real. Pero con el correr del tiempo, y como las cámaras de los satélites y los radares que vigilaban todo el firmamento no proporcionaban evidencias concretas, el público en general había ido perdiendo interés. Los cultores, por supuesto, no se dieron por vencidos; siguieron con sus cartas y libros, la mayor parte de las veces reverdeciendo y retocando viejos relatos que habían sido desacreditados mucho tiempo atrás.
Cuando finalmente se anunció el hallazgo del monolito de Tycho, TMA-1, hubo un coro de "Telodijes". Ya no podía negarse que había habido visitantes en la Luna —y probablemente también en la Tierra —hacía apenas unos tres millones de años. Inmediatamente, los OVNI volvieron a infestar los cielos; aunque era extraño que los tres sistemas nacionales independientes de rastreo, que podían detectar en el espacio cualquier cosa más grande que una lapicera, todavía fueran incapaces de localizarlos.
Bastante pronto, el número de informes bajó otra vez hasta el "nivel de ruido": la cifra habitual provocada por los muchos fenómenos astronómicos, meteorológicos y astronáuticos que tenían lugar en el cielo.
Pero ahora había comenzado todo de nuevo. Esta vez no había errores: era oficial. Un auténtico OVNI se dirigía a la tierra.
A los pocos minutos del aviso de Leonov se empezaron a recibir informes de apariciones; los primeros encuentros cercanos tardaron algunas horas. Un corredor de bolsa jubilado estaba paseando a su bulldog en Yorkshire Moors, cuando fue sorprendido por una nave circular que aterrizó delante de él, y cuyo ocupante —bastante humano, de no ser por las orejas puntiagudas— le preguntó cómo llegar a Downing Street. El contactée estaba tan confundido que señaló con su bastón en dirección de Whitehall; como prueba terminante de la veracidad del encuentro, se presentó el hecho de que el bulldog se negaba a comer.
Aunque el corredor de bolsa no registraba antecedentes de alguna enfermedad mental, inclusive los que le creían tuvieron dificultades para aceptar el siguiente informe. Esta vez era un pastor vasco en una misión tradicional; se había sentido aliviado cuando los que él creía guardias fronterizos resultaron ser una pareja de hombres encapuchados de mirada penetrante, que le preguntaron cómo llegar a los cuarteles generales de las Naciones Unidas.
Hablaban un vascuence perfecto: una lengua extremadamente difícil que no tenía conexión con ninguna otra del mundo. Evidentemente, los visitantes del espacio eran notables lingüistas, aunque sus conocimientos de geografía eran extrañamente deficientes.
Y así siguió, caso tras caso. Muy pocos de los contactados estaban mintiendo o eran locos; la mayoría creía sinceramente sus propias historias, y las mantenía, aun bajo efecto de la hipnosis. Y otros eran víctimas de jocosos accidentes, como aquel desafortunado arqueólogo aficionado que descubrió los restos que un conocido productor de películas de ciencia-ficción había abandonado en el desierto de Túnez, hacía casi cuarenta años.
En verdad, sólo al comienzo y al final hubo un ser humano consciente de su presencia; y esto porque él así lo quiso.
El mundo estaba para que él lo explorara y examinara a su antojo, sin restricciones o compulsiones. No había paredes que lo pudieran dejar afuera, no había secretos que se ocultaran a sus sentidos. Al principio, creía que apenas estaba cumpliendo viejas ambiciones, visitando lugares que no había conocido en su existencia anterior. Sólo mucho más tarde comprendió que sus viajes relámpago a través de la superficie del globo tenían un propósito más profundo.
De una manera sutil, estaba siendo utilizado como una sonda, tomando muestras de cada aspecto del quehacer humano. El control era tan tenue que apenas era consciente de él; era similar a un perro de caza en una partida, autorizado a hacer cuantas excursiones quisiera, pero con la obligación de obedecer todos los deseos de su amo.
Las pirámides, el Gran Cañón, las nieves eternas del Everest; todo eso era elección suya. También lo eran las galerías de arte y las salas de concierto; aunque ciertamente no hubiera soportado el Anillo de los Nibelungos por iniciativa propia.
Tampoco hubiera visitado tantas fábricas, prisiones, hospitales, una amarga guerra en Asia, una carrera de caballos, una complicada orgía en Beverly Hills, la Sala Oval de la Casa Blanca, los archivos del Kremlin, la Biblioteca Vaticana, la sagrada Piedra Negra de la Kabah, en la Meca...
Había también experiencias de las que no guardaba clara conciencia, como si hubieran sido censuradas; o como si lo protegiera de ellas un ángel guardián. Por ejemplo ¿qué estaba haciendo en el Leakey Memorial Musseum, en Olduvai Gorge? No tenía más interés en el origen del Hombre que en el de cualquier otro miembro inteligente de la especie homo sapiens, y los fósiles no significaban nada para él. Sin embargo, los famosos cráneos, protegidos como joyas en sus vitrinas de exposición, despertaban extraños ecos en su memoria, y una excitación de la que era incapaz de responder. Había un sentimiento de deja-vu más fuerte que cualquier otro que hubiera conocido nunca; el lugar tenía que ser familiar... pero algo andaba mal. Era como una casa a la que uno vuelve después de estar ausente mucho tiempo, y encuentra que los muebles han cambiado, las paredes han sido modificadas, y hasta las escaleras han sido remodeladas.
Era un terreno frío, hostil, seco y desolado. ¿Dónde estaban las praderas fértiles y los ágiles herbívoros que correteaban por ellas, hacía tres millones de años?
Tres millones de años. ¿Cómo lo sabía?
No hubo respuesta del silencioso eco al que había arrojado su pregunta. Pero entonces vio, cerniéndose nuevamente sobre él, una familiar silueta negra y rectangular. Se acercó, y en sus profundidades apareció una imagen de sombras, como un reflejo en un lago de tinta.
Los ojos tristes y asombrados que lo miraban desde atrás de aquella frente angosta y peluda se dirigían a través de él a un futuro que nunca verían. Porque él era el futuro, cien mil generaciones adelante en el río del tiempo. La historia había comenzado aquí; por lo menos, eso ya lo entendía. Pero ¿cómo, y sobre todo, por qué, había secretos ocultos para él?
Pero había un último deber, y era el más duro de todos. Todavía era lo suficientemente humano para dejarlo para el final.
"¿Qué estará por hacer ahora?" se preguntaba la enfermera en jefe, acercando el objetivo hacia la anciana. "Ha probado muchas jugarretas, pero ésta es la primera vez que la veo hablando con su audífono ¡por el amor de Dios! ¿Qué estará diciendo?"
El micrófono no era lo suficientemente sensible para captar las palabras, pero eso apenas importaba. A Jessie Bowman nunca se la había visto tan contenta y llena de paz. Aunque tenía los ojos cerrados, todo su rostro dibujaba una sonrisa angelical, mientras sus labios seguían murmurando.
Y entonces la observadora vio algo que intentó olvidar desesperadamente, porque informarlo la descalificaría de inmediato para la profesión de enfermera. Lentamente, a los tumbos, el cepillo que estaba sobre la mesa se elevó en el aire como sostenido por invisibles dedos inexpertos.
En el primer intento, falló; luego, con obvia dificultad, comenzó a recorrer las largas hebras plateadas, deteniéndose cada tanto para desenredar algún mechón.
Jessie Bowman no hablaba ahora, pero seguía sonriendo. El cepillo se movía con mayor soltura, sin los inseguros tirones del comienzo.
La enfermera nunca supo cuánto duró. No se recobró de su parálisis hasta que el cepillo fue suavemente devuelto a la mesa.
El Dave Bowman de diez años de edad había terminado la tarea que odiaba, pero que su madre adoraba. Y un Dave Bowman sin edad había conseguido el primer control sobre la materia inerte.
Se acalló el rugido proveniente desde Tierra, a través de millones de kilómetros de espacio. La tripulación de Leonov miraba con fascinación, pero con una sensación de extrañeza, los debates en las Naciones Unidas, las entrevistas con científicos distinguidos, las teorías de los locutores de noticieros, los relatos fehacientes de los contradictorios testigos de OVNI. No podían contribuir en nada a aquel barullo, desde el momento en que no habían presenciado ninguna otra manifestación. Zagadka, alias Hermano Mayor, seguía tan indiferente a su presencia como siempre. Y era una situación irónica; habían venido desde la Tierra para resolver un misterio... y ahora parecía que la respuesta estuviera precisamente en el punto de partida.