Como sólo podían mudarse allí después de atravesar la guardia palaciega de los abogados de Disney, no era sorprendente que la edad promedio de sus ocupantes fuese la más alta entre las comunidades de los Estados Unidos, o que sus servicios médicos fueran los más avanzados del mundo. Algunos de ellos, en verdad, apenas habrían podido concebirse, y menos aún crearse, en cualquier otro sitio.
El departamento había sido diseñado cuidadosamente para no parecer una sala de hospital, y sólo algunos aparatos poco comunes traicionaban su propósito. La cama no superaba la altura de la rodilla, para minimizar el peligro de una caída, sin embargo, podía elevarse y curvarse según la conveniencia de las enfermeras. La bañera se hundía en el piso, y tenía un asiento incorporado, así o también manijas que permitían a los ancianos o débiles entrar y salir fácilmente de ella. El piso estaba alfombrado, pero no había felpudos sobre los cuales resbalar, o puntas agudas que pudieran provocar heridas.
Otros detalles eran menos obvios: la cámara de televisión estaba tan bien disimulada que nadie hubiera sospechado su presencia.
Había algunos toques personales: una pila de libros antiguos en un rincón, y una página central de una de las últimas ediciones impresas del New York Times que proclamaba: NAVE ESPACIAL NORTEAMERICANA PARTE RUMBO A JÚPITER. Al lado, dos fotografías: una de un muchacho de unos dieciocho años; la otra, de un hombre mucho mayor, en uniforme de astronauta.
Aunque la frágil mujer de cabellos grises que miraba la comedia de la pantalla de televisión no tenía aún setenta años, parecía mucho más vieja. De tanto en tanto sonreía ante algún chiste, pero seguía espiando la puerta como esperando alguna visita. Y cuando lo hacía, aferraba firmemente el bastón apoyado contra su silla.
En un momento en que estaba distraída por un pasaje de la obra, la puerta finalmente se abrió, y ella miró alrededor con una expresión culpable, mientras la pequeña mesa de servicio rodaba hacia dentro de la habitación, seguida de cerca por una enfermera de uniforme.
—Es hora del almuerzo, Jessie —dijo la enfermera —. Hoy tenemos algo muy bueno para usted.
—No quiero ningún almuerzo.
—La hará sentirse mucho mejor.
—No comeré nada hasta que no me diga qué es.
—¿Por qué no?
—No tengo apetito. ¿Tiene usted apetito alguna vez? agregó maliciosamente.
La mesa-robot con la comida se detuvo al lado de su silla, y las cubiertas se levantaron para mostrar los platos. Durante todo el proceso, la enfermera nunca tocaba nada, ni siquiera los controles mismos de la mesa. Ahora permanecía inmóvil, con una sonrisa un tanto rígida, observando a su difícil paciente.
En la sala de monitores, a cincuenta metros de distancia, el técnico médico dijo al doctor:
—Observe esto.
La nudosa mano de Jessie aferró el bastón; en seguida, con sorprendente velocidad, lo hizo girar en un pequeño arco contra las piernas de la enfermera.
La enfermera no se dio por enterada, a pesar de que la madera había pasado a través de su cuerpo. En cambio, sonrió comprensiva.
—¿No se ve apetitoso? Cómalo, querida.
Una sonrisa astuta se dibujó en el rostro de Jessie, pero obedeció las instrucciones. En un momento, estaba comiendo con entusiasmo.
—¿Ha visto? —dijo el técnico —. Sabe perfectamente lo que sucede. Es mucho más lúcida de lo que pretende, la mayor parte del tiempo.
—¿Y es la primera?
—Sí. Todas las demás creen realmente que es la enfermera Williams quien les lleva la comida.
—Bien, no creo que importe. Mire qué contenta se puso, sólo por habernos burlado. Y está comiendo, que es el objetivo del ejercicio. Pero debemos avisar a las enfermeras... a todas, no sólo a Williams.
—¿Por qué? ¡Oh!, desde luego. La próxima vez puede que no sea un holograma... y entonces sí, imagino los pleitos que deberemos afrontar, por parte de nuestro castigado personal.
Los indios y los colonos cajun que se habían trasladado desde Luisiana, decían que el Crystal Spring no tenía fondo. Esto, desde luego, era absurdo, y seguramente ni ellos mismos lo creían. Sólo había que ponerse una máscara y nadar pocas brazadas, y allí, claramente visible, estaba la pequeña cueva de la que fluía el agua increíblemente pura, con esbeltas algas verdes ondulando alrededor. Y, espiando a través de ellas, los ojos del monstruo.
Dos círculos oscuros, uno al lado del otro, a pesar de que nunca se movían, ¿qué otra cosa podían ser? Su inquietante presencia otorgaba una emoción extra a cada excursión a nado; algún día el Monstruo saldría de su guarida, desdeñando a los peces en su búsqueda de presas mayores. Bobby o David nunca admitirían que allí no había nada más peligroso que una bicicleta abandonada, seguramente robada, medio enterrada entre las algas, a cien metros de profundidad. Tal distancia era difícil de creer, aun después de que la línea y la sonda la habían establecido, más allá de toda discusión. Bobby, el más grande y el mejor buceador, había cubierto quizás un décimo del trayecto hacia abajo, y había informado que el fondo parecía tan lejos como siempre.
Pero ahora Crystal Spring se hallaba a punto de revelar sus secretos; tal vez la leyenda del tesoro confederado fuera verdad, a pesar de las burlas de los historiadores locales. En el peor de los casos, se congraciarían con el jefe de policía —excelente política—, recuperando unos pocos revólveres abandonados después de crímenes recientes.
El pequeño compresor de aire, herrumbrado, que encontró Bobby en el garaje, soplaba saludablemente después de los problemas iniciales para hacerlo arrancar. Cada pocos segundos tosía y soltaba una nube de humo azul, pero no daba indicios de pararse. "Y aunque lo haga", decía Bobby, "¿qué? Si las chicas del Teatro Subacuático pueden salir desde cincuenta metros de profundidad, sin sus mangueras de aire, también nosotros podremos. Es perfectamente seguro".
En ese caso, pensó Dave rápidamente, ¿por qué no le contamos a Mami lo que hacíamos, y por qué esperamos a que Papi hubiera vuelto al Cabo para el próximo lanzamiento? Pero, en realidad, no tenía miedo: Bobby siempre sabía más. Debía ser fabuloso tener diecisiete, y saberlo todo. Aunque hubiera preferido que no se pasase tanto tiempo con esa estúpida Betty Schultz. Es verdad, era muy bonita... pero ¡demonios, era una chica! Sólo después de muchos inconvenientes pudieron deshacerse de ella esa mañana.
Dave se hallaba acostumbrado a ser el conejito de Indias; para eso estaban los hermanos menores. Ajustó la máscara, se puso las patas de rana, y se deslizó en el agua cristalina.
Bobby le alcanzó la manguera de aire con la vieja boquilla que le habían adosado. Dave aspiró una bocanada, e hizo una mueca.
—Tiene un gusto horrible.
—Te acostumbrarás. No vayas más allá de ese arrecife. Allí comenzaré a ajustar la válvula de presión para no desperdiciar tanto aire. Sube cuando tire de la manguera.
Dave se sumergió con gracia bajo la superficie, hacia la tierra de la maravilla. Era un mundo apacible, monocromático, diferente de los bancos de coral de los Cayos. No había esos colores estridentes del ambiente marino, donde la vida animal y vegetal se adornaba con todos tonos del arco iris. Aquí sólo eran verdes y azules; y los peces parecían peces, no mariposas.
Nadó lentamente hacia abajo, arrastrando la manguera tras de sí, deteniéndose para beber su arroyo de burbujas cada vez que lo necesitaba. La sensación de libertad era tan maravillosa que casi se olvidó del horrible gusto a lubricante que tenía en la boca. Al llegar al arrecife —en realidad un viejo y carcomido tronco de árbol, tan cubierto de algas que era irreconocible—, se sentó y miró alrededor.
Alcanzaba a ver las verdes laderas al otro lado del cráter, a través del manantial, por lo menos a cien metros de allí.
No había muchos peces, pero pasó un pequeño cardumen, brillando como una lluvia de monedas de plata, bajo la cascada de luz que caía desde arriba.
También había un viejo amigo, detenido como siempre en el punto donde las aguas del manantial comenzaban su viaje hacia el mar. Un pequeño caimán "Pero suficientemente grande", decía Bobby. "Es más grande que yo" colgaba en posición vertical sin ningún sostén a la vista, con sólo la nariz asomando sobre la superficie. Nunca lo habían molestado, y él nunca los había molestado a ellos.
La manguera de aire dio un tirón impaciente. Dave se alegró de irse; nunca había imaginado cuánto frío podía hacer en aquellas profundidades inalcanzables, y además se sentía mareado. Pero la cálida luz del sol pronto le hizo recobrar el ánimo.
—No hay problemas —dijo Bobby despreocupado —. Sólo mantén la válvula abierta para que la aguja de presión no baje de la línea roja.
—¿Hasta qué profundidad irás?
—Hasta el fondo, si me dan ganas.
Dave no lo tomó en serio; ambos sabían de la euforia de la profundidad y de las narcosis por nitrógeno. Y de todos modos, la vieja manguera del jardín sólo tenía treinta metros de largo, aunque sería más que suficiente para ese primer intento.
Como ya le había pasado tantas veces, vio con envidiosa admiración cómo su adorado hermano mayor aceptaba un nuevo desafío. Nadando con tanta facilidad como los peces que lo rodeaban, Bobby se sumergió en aquel misterioso universo azul. Se dio vuelta una vez y señaló vigorosamente la boquilla de aire, dando a entender sin lugar a dudas que necesitaba un chorro de aire más intenso.
A pesar del fuerte dolor de cabeza que sintió de repente, Dave recordó su deber. Corrió hacia el antiguo compresor, y abrió la válvula de control hasta el máximo mortal; cincuenta partes por millón de monóxido de carbono.
Lo último que vio de Bobby fue esa figura confiada, dorada por la luz del sol, que descendía para siempre más allá de su alcance. La estatua de yeso del responso fúnebre era un absoluto extraño, que no tenía nada que ver con Robert Bowman.
¿Por qué había venido hasta aquí, como un fantasma inquieto, que vuelve al antiguo escenario de la tragedia? No tenía idea; en realidad no había sido consciente de su destino, hasta que el ojo circular de Crystal Springs lo miró desde abajo a través del bosque sumergido.
Era el amo del mundo, pero estaba paralizado por una sensación de angustia devastadora como no había conocido en años. El tiempo había cerrado la herida, como lo hace siempre, pero, aun así, parecía que apenas ayer había estado llorando junto al espejo esmeralda, viendo solamente el reflejo de los cipreses, con su cubierta de musgo. ¿Qué era lo que le estaba pasando?
Y ahora, todavía sin una intención deliberada, pero como si fuera empujado por una suave corriente, derivó lentamente hacia el norte, hacia la capital del estado. Estaba buscando algo; qué era, no lo sabría hasta encontrarlo.
Ni persona ni instrumento alguno detectaron su paso. Ya no seguía irradiando con derroche; había perfeccionado su control de energía, como alguna vez había dominado sus miembros, perdidos, pero no olvidados. Se sumergió como la niebla en las bóvedas a prueba de terremotos, hasta encontrarse entre millones de memorias almacenadas, y relampagueantes retículos de pensamientos electrónicos.
Esta prueba era más compleja que detonar una tosca bomba nuclear, y le llevó un poco más de tiempo. Antes de encontrar la información que buscaba, cometió un desliz trivial, pero no se molestó en corregirlo. Al mes siguiente, nadie entendía por qué trescientos contribuyentes de Florida, cuyos apellidos comenzaban todos con F, recibieron cheques de exactamente un dólar. Se gastó varias veces el monto resultante del error, tratando de aclararlo, y finalmente, los desconcertados ingenieros le echaron la culpa a alguna lluvia de rayos cósmicos. Lo cual, en verdad, no era del todo desacertado. En unos milisegundos, se había trasladado desde Tallahassee al 634 de South Magnolia Street, en Tampa. La dirección era la misma; no necesitaba haber perdido tiempo en averiguarla.
Pero entonces, nunca había tenido la intención de averiguarla, hasta el instante mismo en que lo hizo.
Después de tres alumbramientos y dos abortos, Betty Schultz de Fernández seguía siendo una mujer muy hermosa. En ese momento era también una mujer pensativa; estaba viendo un programa de televisión que le traía recuerdos, amargos y dulces a la vez.
Era un Noticiero Especial, motivado por los misteriosos sucesos de las últimas doce horas, comenzando por el alerta que había enviado Leonov desde las lunas de Júpiter. Algo se dirigía hacia Tierra; algo había detonado, sin daño alguno, una bomba nuclear en órbita que nadie había reclamado. Eso era todo, pero era más que suficiente.
Los comentaristas habían pasado revista a todas las video-cintas —y algunas de ellas eran verdaderas cintas— llegando hasta las alguna vez ultrasecretas imágenes del descubrimiento de TMA-1 en la Luna. Por quincuagésima vez, como mínimo, oyó ese chirrido de radio con que el monolito había saludado al amanecer lunar, y lanzado un mensaje a Júpiter. Y una vez más miró las escenas familiares y escuchó las viejas entrevistas en Discovery.
¿Por qué estaba mirando? Todo eso se encontraba en algún lugar de los archivos de la casa (aunque nunca lo pasaba si José se hallaba cerca). Tal vez estaba esperando una nueva noticia; no le gustaba admitir, ni siquiera a sí misma cuánto poder seguía teniendo el pasado sobre sus emociones.
Y allí estaba Dave, como lo había esperado. Era un viejo reportaje de la BBC, del que sabía cada palabra. Estaba hablando acerca de Hal, intentando determinar si el computador tenía o no autoconciencia.
Qué joven se le veía; qué diferente de aquellas últimas imágenes borrosas desde la sentenciada Discovery! ¡Y qué parecido al Bobby que ella recordaba!
La imagen tembló mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. No... algo andaba mal en el aparato, o en el canal; tanto el sonido como la imagen se comportaban de una forma errática.
Los labios de Dave se movían, pero no escuchaba nada. Luego su cara comenzó a disolverse, a derretirse en bloques de color. Se volvía a formar, se borraba, se afirmaba otra vez. Pero seguía sin haber sonido.
—¿Dónde habían conseguido esa fotografía? Ese no era Dave adulto, sino de joven... como ella lo había conocido al principio. Miraba hacia afuera de la pantalla como si pudiera verla a través del abismo de los años.
Sonrió; sus labios se movieron.
—"Hola, Betty" —dijo.