Ejércitos de biólogos podrían haber pasado vidas enteras estudiando aquel oasis. A diferencia de los mares paleozoicos terrestres, éste no era un medio-ambiente estable, de manera que aquí la evolución había progresado rápidamente, produciendo una multitud de formas fantásticas. Y todas ellas estaban en una indefinida etapa de desarrollo: tarde o temprano, cada fuente de vida se debilitaría y moriría, a medida que las fuerzas que la impulsaban se localizaran en otro lado.
Una y otra vez, en su deambular a través del lecho del mar europeo, se encontró con la evidencia de tales tragedias. Incontables áreas circulares estaban cubiertas de esqueletos y restos mineralizados de criaturas muertas; lugares en los que se habían borrado capítulos enteros del libro de la vida.
Vio enormes conchas vacías en forma de trompetas retorcidas tan grandes como un hombre. Había moluscos de todos los tamaños, bivalvos y hasta trivalvos. Y había estructuras circulares de piedra, de muchos metros de diámetro, que parecían una analogía exacta de las hermosas amonitas que desaparecieran tan misteriosamente de los océanos de la Tierra al finalizar el Período Cretáceo.
Buscando, investigando, iba de un lado a otro sobre la superficie del abismo. Tal vez la mayor de las maravillas con que se encontró haya sido un río de lava incandescente, que corría durante cien kilómetros a lo largo de un valle sumergido. A esa profundidad la presión era tan alta que el agua, en contacto con el rojo vivo, no podía evaporarse, y ambos líquidos coexistían en un complicado armisticio.
Allí, en un mundo diferente y con protagonistas extraños, había tenido lugar algo semejante a la historia de Egipto, aunque mucho antes del advenimiento del hombre. Así como el Nilo había llevado la vida a una extraña porción del desierto, aquel río de calor había vitalizado las profundidades de Europa. A lo largo de sus orillas, en una franja que nunca superaba los dos kilómetros de ancho, había evolucionado y florecido y desaparecido especie tras especie. Y por lo menos una había dejado un monumento tras de sí.
Al principio, pensó que aquello era apenas otra incrustación de vetas minerales como las que circundaban casi todas las vertientes termales. Sin embargo, a medida que se acercaba vio que no se trataba de una formación natural, sino de una estructura creada por la inteligencia. O tal vez por el instinto; en la Tierra, las termitas construían castillos igualmente imponentes, y la tela de araña tenía un diseño más exquisito aún.
Las criaturas que habían vivido allí debían de haber sido bastante pequeñas, ya que la única entrada tenía apenas medio metro de ancho. Aquella entrada —un túnel grueso, construido con rocas superpuestas— explicaba las intenciones de sus diseñadores. Habían erigido una fortaleza, allí en el centelleante fulgor cercano a las riberas de su ardiente Nilo. Y luego habían desaparecido. No podían haberse ido hacía más de unos pocos siglos. Las paredes de la fortaleza, construidas con rocas irregulares que debían haber sido recolectadas con gran esfuerzo, apenas estaban cubiertas por una delgada costra de depósitos minerales. Existía un indicio que sugería la razón del abandono: parte del techo se había derrumbado, a causa tal vez de los continuos maremotos; y en un ambiente submarino, una fortaleza sin techo estaba muy expuesta a cualquier enemigo.
No encontró a lo largo del río de lava ningún otro signo de inteligencia. Sin embargo, una vez vio algo extrañamente similar a un hombre que se arrastraba, excepto que no tenía ojos ni fosas nasales; sólo una enorme boca sin dientes que se abría y cerraba permanentemente, absorbiendo el sustento del medio líquido que lo rodeaba.
Podrían haberse levantado y caído culturas enteras y hasta civilizaciones; ejércitos completos podrían haber marchado (o nadado) al mando de Tamberlanes o Napoleones europeos, a lo largo de aquella franja de fertilidad que corría en las profundidades desiertas. Y el resto del mundo no se habría enterado nunca, pues todos aquellos oasis de calor estaban tan aislados uno de otro como lo están los planetas. Las criaturas que se calentaban a la vera del río de lava, y se alimentaban en los cálidos refugios, no podían atravesar las soledades hostiles que separaban sus islas solitarias. Si habían producido historiadores y filósofos, cada cultura habría estado convencida de que se encontraba sola en todo el Universo.
Pero el espacio que mediaba entre los oasis no estaba del todo desprovisto de vida; criaturas más vigorosas se habían atrevido a soportar sus rigores. Nadando siempre hacia adelante, allí estaban los equivalentes europeos de los peces terrestres, verdaderos torpedos hidrodinámicos impulsados por colas verticales y timoneados por aletas que se extendían a lo largo de todo su cuerpo. La analogía con los más exitosos depredadores de los océanos de la Tierra era inevitable; dados los mismos problemas de ingeniería, la evolución presentaba soluciones similares.
Así lo atestiguaban el delfín y el tiburón: exteriormente idénticos, pero en verdad, tan lejanos en las ramas del árbol de la vida.
Existía, sin embargo, una diferencia obvia entre los peces de Europa y los terrestres: a aquéllos no tenían agallas, ya que no había casi oxígeno que extraer de las aguas en las que nadaban. Al igual que las criaturas de las fuentes geotermales de la Tierra, su metabolismo se basaba en compuestos sulfúricos, presentes en abundancia en un medio ambiente casi volcánico.
Y muy pocos tenían ojos. Exceptuando el brillo de los esporádicos manantiales de lava, o las ocasionales explosiones de bioluminiscencia de alguna criatura en busca de pareja, o algún cazador detrás de su presa, aquél era un mundo sin luz.
Y sentenciado. No sólo sus fuentes de energía eran esporádicas y cambiantes, sino que también se debilitaban las fuerzas internas que las provocaban. Aunque desarrollaran una real inteligencia, los europeos perecerían con el congelamiento total de su mundo.
Estaban atrapados entre el fuego y el hielo.
... Lamento de corazón, amigo, tener que darte tan mala noticia; pero Caroline me lo pidió, y tú ya sabes lo que siento por los dos.
"Y no creo que haya sido una sorpresa. Algunos de los comentarios que me hacías el año pasado permitían preverlo... y te acordarás qué amargada se quedó cuando abandonaste la Tierra.
"No, no creo que haya alguien más. Si lo hubiera me lo habría dicho... Pero tarde o temprano... en fin, es una mujer joven y atractiva.
"Chris se encuentra muy bien, y desde luego que no sabe lo que sucede. Al menos él no resultará lastimado. Es demasiado pequeño para comprender, y los niños son increíblemente... ¿elásticos? No... aguarda, tendré que repasar el diccionario, ¡ah! adaptables.
"Ahora vamos a lo que puede parecerte menos importante. Todos siguen intentando hacer pasar la detonación de esa bomba por un accidente, pero nadie lo cree. La histeria general ha amainado, ya que no sucedió nada más; nos ha quedado lo que uno de sus comentaristas llamó el síndrome de "mirar por sobre el hombro".
"Y alguien ha encontrado un poema de cien años de antigüedad que resume tan bien la situación que todo el mundo lo cita. Transcurre en los últimos días del Imperio Romano, en la entrada de una ciudad que espera que lleguen los invasores. El emperador y sus signatarios están alineados, vistiendo sus togas más lujosas, listos los discursos de bienvenida. El senado ha cerrado, ya que cualquier ley que promulgue ese día será ignorada por los nuevos amos.
"De pronto, llega una noticia terrible desde la frontera: No hay tales invasores. El comité de recepción se desarma en la confusión: todos vuelven a sus casas murmurando con desilusión: "¿Qué pasará ahora? Esa gente era una forma de solución".
"Sólo es preciso un pequeño cambio para actualizar el poema. El título es "A la Espera de los Bárbaros", y esta vez, los bárbaros somos nosotros. Y no sabemos qué estamos esperando, pero, por cierto, todavía no ha llegado.
"Otra cosa. ¿Te enteraste de que la madre del comandante Bowman murió pocos días después de que la cosa llegara a la Tierra? En verdad parece una coincidencia demasiado extraña, pero el personal del hogar en que vivía dijo que ella nunca había demostrado el menor interés por las noticias, así, pues, no pudo haberla afectado."
Floyd apagó el grabador. Dimitri estaba en lo cierto; aquello no lo tomó por sorpresa. Pero no hacía la más mínima diferencia: hería muy profundo, de todos modos.
¿Qué otra cosa podría haber hecho? Si se hubiera negado a la misión —como evidentemente había esperado Caroline— se habría sentido culpable e insatisfecho por el resto de su vida. Eso habría envenenado su matrimonio; era mejor esta ruptura abierta, cuando la distancia física aliviaba el dolor de la separación (¿o lo aumentaba? En cierta forma, empeoraba las cosas). Era más importante el deber, y el sentirse parte de un equipo consagrado a una única meta.
Así que Jessie Bowman se había ido. Tal vez aquello fuera otra cosa por la que sentirse culpable. El había ayudado a robar al único hijo que le quedaba, y eso debía de haber contribuido a su desmoronamiento mental. Inevitablemente, se acordó de una discusión que había comenzado Walter Curnow, sobre aquel mismo tema.
—¿Por qué tuvieron que elegir a Dave Bowman? Siempre me pareció un pez frío; no precisamente odioso, pero siempre que entraba a algún lado, la temperatura parecía descender diez grados.
—Ésa fue una de las razones. No tenía lazos familiares profundos, excepto su madre, a la que veía poco. Era ésa la clase de hombre que necesitábamos para enviarlo en una misión larga, de duración imprevisible.
—¿Cómo llegó a ser así?
—Supongo que eso podrían decírtelo los psicólogos. Yo vi su ficha, por supuesto, pero eso fue hace mucho tiempo. Había algo de un hermano muerto; y su padre también murió poco después, en un accidente, durante los primeros vuelos espaciales de cabotaje. Se supone que no debería contarte esto, pero, evidentemente, ahora ya no importa.
No importaba, pero era interesante. Ahora Floyd casi envidiaba a Dave Bowman, que había llegado hasta ese mismo lugar como un hombre libre, sin ataduras emocionales con la Tierra.
No... se estaba engañando a sí mismo. A pesar de que el dolor le estrujaba el corazón como una prensa, lo que sentía por David Bowman no era envidia, sino lástima.
La última bestia que vio, antes de dejar los océanos de Europa, era sin duda la más grande. Tenía una gran semejanza con los banianos de los trópicos terrestres, cuya gran cantidad de troncos permite que un solo ejemplar pueda producir un bosque que abarque varios centenares de metros cuadrados. Sin embargo, el espécimen estaba caminando, al parecer en una travesía entre dos oasis. Si aquella criatura no era como la que había destruido Tsien, seguramente pertenecía a una especie muy similar.
Ya había aprendido todo lo que necesitaba saber; o, mejor, todo lo que ellos necesitaban saber. Aún quedaba una luna por visitar; segundos más tarde, tenía frente a sí al ardiente paisaje de Ío.
Era como lo había esperado. Había alimento y energía en abundancia, pero todavía no había llegado el momento de su unión. Alrededor de los lagos de azufre menos calientes, se habían dado los primeros pasos en el camino de la vida; pero antes de que se alcanzara cualquier grado de organización, el prematuro intento volvía a ahogarse en el caldero. Hasta que las fuerzas internas que alimentaban las hogueras de Ío no perdieran su ferocidad, dentro de millones de años, no habría en aquel mundo carbonizado y esterilizado nada de interés para los biólogos.
Se demoró poco tiempo en Ío, y absolutamente nada en las pequeñas lunas interiores que rodeaban los fantasmales anillos de Júpiter, pálidas sombras de esa gloria que eran los de Saturno. Delante de él estaba el mayor de los mundos; lo iba a conocer como ningún hombre lo había conocido, ni lo conocería.
Las líneas de fuerza magnética de diez millones de kilómetros de longitud, las repentinas explosiones de ondas de radio, los geysers de plasma electrificado más grandes que la Tierra; todo aquello era tan real y tan claramente perceptible para él como las nubes que rodeaban al planeta en una gloria multicolor. Comprendía la compleja estructura de sus interacciones, y así entendió que Júpiter era mucho más fabuloso de lo que nadie había imaginado.
A medida que fue cayendo a través del rugiente corazón del Gran Punto Rojo, con aquellas luminosas tormentas eléctricas del tamaño de un continente detonando a su alrededor, supo por qué había perdurado a través de los siglos, a pesar de que lo componían gases de menor densidad que los que formaban los huracanes terrestres. El leve silbido del viento de hidrógeno se desvaneció mientras se sumergía en las profundidades más tranquilas, y desde las alturas descendió una llovizna de copos de nieve cerúlea, que se aglutinaban en verdaderas montañas de nieve hidrocarbónica, escasamente palpable. La temperatura era suficientemente alta como para que existiera agua líquida, pero no había océanos; ese ambiente enteramente gaseoso era demasiado tenue para sostenerlos.
Descendió nivel tras nivel de nubes, hasta que entró a una región de tal claridad que hasta la vista humana podría haber abarcado un área de más de cien kilómetros de ancho. Eso era apenas un remolino menor en el vasto torbellino del Gran Punto Rojo; y guardaba un secreto que los hombres habían sospechado durante mucho tiempo, pero nunca habían confirmado.
Rodeando las laderas de las montañas espumosas había miríadas de nubes pequeñas, claramente delineadas, casi del mismo tamaño, y decoradas con manchas similares, rojas y marrones. Sólo eran pequeñas si se las comparaba con la escala inhumana de los alrededores; la más chica hubiera cubierto una gran ciudad.
Evidentemente estaban vivas, porque se movían con deliberada lentitud sobre los flancos de las montañas aéreas, paciendo como colosales ovejas. Y se llamaban unas a otras en un único ancho de banda de un metro, con emisiones débiles pero claras, que sobresalían de entre los crujidos y descargas estáticas del mismo Júpiter. Eran apenas bolsas vivientes de gas, que flotaban en la zona estrecha que mediaba entre las heladas alturas y las ardientes profundidades. Dominio estrecho, sí... pero bastante más amplio que toda la biósfera de la Tierra.
No estaban solas. Entre ellas había otras criaturas tan pequeñas que podrían haber pasado inadvertidas. Algunas de ellas guardaban una extraña semejanza con las aeronaves terrestres, y tenían aproximadamente el mismo tamaño. Pero también estaban vivas; tal vez fueran predadores, parásitos, o hasta pastores.