Todos nos subimos a los coches trucados de los hombres lobo, aparcados delante de la estación de tren, y nos dirigimos hacia el sur por Mill, en dirección a la universidad. Giramos a la derecha, y luego a la izquierda por Roosevelt. De un frenazo, nos detuvimos delante de casa de la viuda.
Los puse a todos a trabajar, excepto a Granuaile y a Gunnar, para que podaran el pomelo y quitaran las malas hierbas del parterre de flores. Dado que la policía de Tempe seguiría rondando por mi casa y que tenía a toda una manada de hombres lobo a punto de cubrirse de pelo, ésa me pareció la mejor manera de cumplir mi promesa a la viuda y mantener a la manada sobre dos patas y no cuatro.
Mientras la viuda observaba encantada a ese grupo de hombres y mujeres de cuerpos perfectos que le estaban cuidando el jardín, yo me retiré a la parte trasera con Gunnar y Granuaile.
—Por favor, pídele a Laksha que quite la capa a esto ahora —le dije a Granuaile, mientras dejaba Fragarach en sus manos y deshacía el hechizo que no permitía que se alejara de mí—. Y tú —le indiqué a Gunnar—, asegúrate de que no se vaya con la espada.
A Granuaile casi se le salen los ojos de las órbitas.
—¿Crees que Laksha haría algo así?
—No —contesté—, pero ya me he equivocado antes y además soy un paranoico, ¿vale?
El jefe de la manada me miró ceñudo.
—¿Y tú adónde vas?
—A sacar una cosa de mi casa. En diez minutos estaré de vuelta. Si no, manda a alguien a buscarme.
Magnusson asintió, y yo empecé a desnudarme.
—¿Qué haces? —preguntó Granuaile, sin entender nada.
—Algo que tú también podrás hacer dentro de unos veinte años, más o menos —contesté, sacando las llaves del bolsillo y colocándolas con cuidado sobre los pantalones vaqueros.
—¿Te refieres a desnudarme? Eso ya sé hacerlo ahora. Vaya —añadió entre risitas—, te vendría bien tomar un poco el sol.
—Cállate. ¿No ves que soy irlandés?
Absorbí el poder de la tierra a través de mis tatuajes, y disfruté de la exclamación de admiración que se le escapó a Granuaile al presenciar cómo me convertía en un imponente búho. Cogí la llave con el pico antes de alzar el vuelo, impulsado por mis silenciosas alas.
—¡Creído! —gritó Gunnar detrás.
Lo que pasaba era que tenía envidia, porque la gente no exclama admirada cuando él cambia de forma delante de ellos. Más bien chillan.
Desde la casa de la viuda a la mía había menos de un minuto de vuelo, tal como vuelan los búhos. El policía que estaba en el coche patrulla aparcado delante de mi casa parecía padecer un aburrimiento total. Describí círculos en el aire hasta posarme en el jardín trasero y eché un buen vistazo alrededor, antes de volver a adoptar forma humana. Mis conjuros seguían en su sitio y no había nadie mirando, así que permití que me crecieran los pulgares prensiles y entré por la puerta trasera. El trozo de papel con la sangre de Radomila seguía en el mismo sitio donde lo había dejado, cerrado con llave en la vitrina de libros. Le hice un agujerito en una esquina, lo enganché al aro del llavero y después volví al patio. Una vez allí, me transformé de nuevo en búho, cogí las llaves con el pico y repetí el corto vuelo hasta casa de la viuda.
Granuaile estaba sentada en la posición de loto dentro de un círculo que había trazado en la tierra, con Fragarach en su regazo, sujetándola por ambos extremos. Entonaba unas palabras en tamil, así que no tuve duda de que Laksha había tomado el mando.
Gunnar Magnusson seguía en forma humana, pero tenía los pelos del pescuezo de punta, ya sabéis lo que quiero decir. Pareció muy aliviado al verme.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —le pregunté en voz baja, en cuanto recuperé las cuerdas vocales.
Mi ropa seguía donde la había dejado, pero no sentía demasiada prisa por volver a ponérmela. Cambiar de una forma a otra tan rápido me dejaba muy sensible y un poco irritado, así que prefería evitar el contacto con la tela o la sensación de algo ajustado alrededor, mientras pudiera evitarlo. La viuda no solía ir al jardín trasero y no veía por qué iba a hacerlo justo entonces, cuando tenía tantos cuerpos musculosos paseándose ante sus ojos.
—No más de dos minutos —gruñó Magnusson, casi en un susurro—. Pero parece que hace una eternidad. Esa bruja me pone los pelos de punta, Atticus. ¿Confías en ella?
—No, yo nunca confío en las brujas —contesté—. Pero sí confío en que hará su parte del trabajo. Es una cuestión de ego, o más bien de orgullo profesional o algo así. Si logra deshacer la capa que Radomila puso en mi espada, estará demostrando que es mejor que Radomila.
—¿De verdad necesitas que lo demuestre o es sólo por ella?
—Es por mí. Es Radomila, y no Emily, la bruja que está reteniendo a Hal y Oberón. Si vamos a enfrentarnos a todo su aquelarre al completo, necesitamos una bruja de verdad que, como mínimo, esté a la altura de Radomila.
—¿Ésa es la única finalidad de todo esto? ¿No quieres que la espada esté envuelta en la capa?
Sacudí la cabeza.
—Ya no. Ayer Radomila me demostró que todavía mantiene una conexión con la espada y que puede utilizarla contra mí. Le enseñó a Aenghus Óg la forma de hechizar al agente Fagles, de tal manera que pudiera sentir la capa y ver la espada, a pesar de que tenía un hechizo de camuflaje. ¿Y si esa misma conexión le sirviera para lograr más cosas? Volverla contra mí cuando la esté empuñando, quizá. No puedo correr ese riesgo.
—No, no puedes —convino Magnusson.
—Además, la única razón por la que quería la capa era para esconder la espada de Aenghus Óg y sus aliados. Puesto que ahora ya sabe dónde estoy y que Brigid me ha dicho que quiere que sea yo quien la conserve, no hay ningún motivo para seguir escondiéndola. En realidad, para mí será mejor que toda su magia esté al descubierto, Gunnar. Porque eso significa que Aenghus Óg y el aquelarre se concentrarán en mí y en la amenaza que yo represento. Así, no se preocuparán por ti y la manada, cuando los rodeéis por la espalda…
Magnusson esbozó una sonrisa salvaje.
—… pero seguro que saben que vosotros también vais a aparecer —proseguí—. No serán tan idiotas como para no prepararse. Por tanto, vosotros también debéis estar preparados. Llevarán plata, Gunnar. Garantizado.
La sonrisa del jefe de la manada se convirtió en un gruñido, sus rasgos empezaron a desdibujarse y en sus ojos se encendió un brillo amarillo.
—¡Oye, oye! Tranquilo. Todavía no es el momento, amigo mío.
Le puse una mano en el hombro y seguí diciéndole palabras tranquilizadoras, hasta que su cara dejó de borrarse como si fuera de cera caliente y sus ojos volvieron al marrón apagado de costumbre. Sin embargo, oí unos aullidos y ladridos que provenían del jardín de delante. No todos los miembros de la manda tenían tanto autocontrol como Gunnar, e incluso éste casi lo había perdido.
—Lo siento —dijo Gunnar, jadeante y sudoroso—, pero esta provocación supera todo límite.
—Ya lo sé. Pero diles a los que hayan cambiado de forma en el jardín del frente que se vengan aquí y dejen sola a la viuda.
—Ya lo he hecho —me contestó.
Un momento después tres hombres lobo daban vueltas alrededor de nosotros, sin atreverse a levantar la vista.
Me acerqué con cautela a mi ropa y empecé a vestirme, y mientras lo hacía fui explicando:
—En este momento, la viuda necesitará ver una cara familiar, porque, si no me equivoco, acaba de ser testigo del cambio de tres miembros de tu manada.
—No te equivocas —confirmó Magnusson—. ¿Es de confianza?
—Plena. Hace dos días me vio matar a alguien y me ofreció su patio trasero para que enterrara el cadáver.
—¿En serio? —Magnusson enarcó las cejas, sorprendido—. Eso sí que es una mujer.
—Tú lo has dicho. —Sonreí, mientras me subía los pantalones y guardaba las llaves, con el papelito, en el bolsillo—. Pero es probable que ahora mismo esté un poco asustada. Cuando la bruja haya terminado —hice un gesto hacia Laksha-Granuaile, que seguía entonando palabras misteriosas en una especie de trance—, pídele que se aleje un paso de la espada y que te deje cogerla, pues yo te lo he pedido. Si se niega, envía a un lobo a buscarme, pero no la ataques. Basta con que no la dejes marcharse.
—¿Quieres que te mande a un lobo a ladrarte, como si fuera Lassie? —Magnusson parecía indignado.
—Vale, pues entonces ven tú mismo a buscarme —dije haciendo un mueca mientras me ponía la camiseta—. Con un poco de suerte, llegaré a tiempo para que la sangre no llegue al río.
Corrí a la parte delantera de la casa, al porche. Allí estaba la viuda chillando a los hombres lobo que quedaban, incluyendo al doctor Snorri Jodursson, que se fueran todos de su jardín, bichos horripilantes.
—Señora MacDonagh, no pasa nada, no son peligrosos…
—¡Ay! Atticus, tú no serás uno de ellos, ¿verdad? —La viuda levantó un brazo para protegerse la garganta.
—No, yo no soy como ellos —la tranquilicé.
—¡Unos cuantos amigos tuyos se han convertido en unos perros enormes delante de mis ojos!
Tomó un par de bocanadas de aire y se agarró a la barandilla para no caerse.
—Ya lo sé. Pero no le harán daño.
—¿Qué? —Me miró como si fuera a regañarme—. ¡No irás a decirme que todo ha sido producto del alcohol!
—No, lo que ha visto es real. Pero no pasa nada.
—¿Por qué? ¿Es que son irlandeses?
—Son islandeses, la mayoría. Los más jóvenes han nacido en Estados Unidos.
—Espera un momento. ¿Islandia no fue una colonia inglesa?
—No, era una colonia nórdica. Escúcheme, señora MacDonagh, lo siento mucho, pero tengo unos amigos un poco extraños. Eso sí: ninguno es inglés y ninguno le hará daño nunca.
—Creo que me debes una explicación, Atticus.
Tengo como norma no contar la verdad sobre el mundo, porque después te toca barrer las ilusiones rotas. Pero si la viuda tenía la entereza suficiente para echar a los hombres lobo de su jardín, supuse que también podría soportar eso. Nos sentamos en las mecedoras mientras el resto de la manada se apresuraba a terminar los trabajos de jardinería y uno a uno iban desapareciendo hacia el patio trasero. Le conté la versión resumida: entre el cielo y la tierra hay más cosas de las que ha soñado siquiera la filosofía, y eso incluía a druidas como yo y hombres lobo como los de la manada de Tempe.
—¿Eres un druida de verdad? ¿No se supone que tendrías que estar muerto?
—Sin duda, mucha gente así lo cree.
—Entonces, ¿todo es real? ¿No son cuentos?
—Hay muchos cuentos en cuanto a los detalles. Por ejemplo, al vampiro que yo conozco le gusta bastante el ajo. Y los hombres lobo, como acaba de comprobar usted misma, pueden cambiar de forma en cualquier momento. Aunque es verdad que intentan transformarse sólo cuando hay luna llena, porque es un proceso bastante doloroso.
—Y entonces ¿Dios existe?
—Todos los dioses existen, o al menos existieron en algún momento.
—Pero yo me refiero a Jesús y María y todos ésos.
—Claro, existieron. Y todavía existen. Gente agradable.
—¿Y Lucifer?
—Nunca lo he visto en persona, pero no me cabe la menor duda de que andará rondando por ahí. Alá también va a su aire, al igual que Buda, Shiva, Morrigan y todos los demás. El asunto es, señora MacDonagh, que el universo es tan grande como su alma pueda abarcar. Hay personas que viven en mundos extremadamente pequeños, y hay quienes viven en un mundo de posibilidades infinitas. Usted acaba de recibir una información sensorial que sugiere que es mucho más grande de lo que había pensado hasta ahora. ¿Qué piensa hacer con esa información? ¿Va a negarla o va a aceptarla?
Sonrió con orgullo.
—Ay, mi muchacho, ¿cómo voy a negar algo que tú me cuentas? Si no me has matado después de haber visto más de lo que me convenía, debe de ser porque te gusto y no tienes ninguna necesidad de engañar a una vieja viuda. Además, yo misma vi a esos hombres lobo horribles.
Le sonreí y le acaricié la mano, menuda, arrugada y salpicada de manchas de la edad.
—Sí que me gusta usted, señora MacDonagh, me gusta mucho. Confío en usted y sé que es una buena amiga, de esas que te ayudan a trasladar un cadáver, como habría dicho su Sean. Imagino que tendrá unas cuantas preguntas que hacerme, pero ahora mismo tenemos que ocuparnos de una situación crítica. Han secuestrado a Oberón y a uno de los hombres lobo, y por eso estamos todos tan furiosos. Hablaremos mañana, y le prometo que responderé a todas sus preguntas, si es que sobrevivo a esta noche.
La viuda enarcó las cejas.
—¿Tienes a todos estos chuchos para que vayan contigo y todavía es posible que mueras?
—Voy a enfrentarme a un dios, a unos cuantos demonios y a un aquelarre de brujas, y todos ellos quieren matarme. Así que es una posibilidad que cabe tener en cuenta.
—¿Y no vas a matarlos tú a ellos?
—Me encantaría, eso no lo dude.
—Así se habla. —La viuda se echó a reír—. Pues entonces, vete ya. Mata a todos esos cabrones y ven a contármelo mañana por la mañana.
—Una sugerencia perfecta —dijo Gunnar Magnusson, que apareció por la esquina del porche con Fragarach en la mano.
Lo seguía la manada, tanto en forma humana como animal, y Granuaile. Con sólo ver cómo se movía, supe que Laksha seguía teniendo el control.
Estaba claro que la capa de Radomila había desaparecido para siempre. Casi podía sentirse el latido de la vieja magia irlandesa y, cuando cogí la empuñadura y la fuerza de la magia me subió por el brazo, recordé la finalidad mortífera de la espada, que en ese momento se correspondía con la mía.
—Bien —dije, desenfundando la espada y admirando la hoja—. Ya he esperado demasiado. Si Aenghus Óg quiere su espada, pues que la tenga. Al menos el tiempo necesario para que pueda sacarle las tripas con ella.
El camino del Cañón Encantado que Emily había nombrado discurre por el paraje de Superstition, tristemente famoso porque en esas montañas perdieron la vida más de cien descerebrados que buscaban oro. El terreno es muy traicionero, pedregoso, con alguno que otro chaparral.
Condujimos hacia el este por la autopista 60 y, una vez pasado Superior, nos desviamos a la izquierda por la carretera del Pinto Valley. Ésta llevaba directamente a una mina de cobre, pero había una vía de acceso que atravesaba la propiedad hasta llegar al principio del camino. Nos encontrábamos en el extremo oriental del macizo de Superstition, una zona bastante escondida y poco frecuentada. Casi todo el mundo iba al camino de Peralta, que era un poco más fácil y, además, el paisaje cumplía las expectativas típicas sobre Arizona: saguaros majestuosos, ocotillos, lagartijas espinosas y monstruos de gila.