La zona oriental de Superstition no era un desierto con tanta vegetación, sino más bien un chaparral sin apenas cactus, aparte de unas cuantas chumberas y diferentes especies de agave. Pero eso no quería decir que careciera de obstáculos espinosos, pues había encinillos, gayubas, uñas de gato, aronias y espinos. También crecían por allí algunos álamos de Virginia y sicomoros, que sobrevivían gracias a la temporada de lluvias y las crecidas.
La caravana de coches llegó por fin al comienzo del camino. Gunnar debía de haberle dicho a la manada que podía dar rienda suelta a su parte lobuna en cuanto estuviéramos allí, ya que todos bajaron de un salto de los coches deportivos y empezaron a arrancarse la ropa, ansiosos por liberar su rabia. Gunnar Magnusson también se transformó, pues habíamos aprovechado el viaje para definir nuestro plan. A dos patas sólo quedábamos Granuaile y yo, pero era Laksha quien dominaba y no demostró mucha curiosidad ante el espectáculo de veinte hombres lobo transformándose delante de nuestras narices. La llamé para que se acercara.
—¿Podrías dejar que Granuaile viera todo esto? Además, tengo que hablar con ella antes de partir.
—Muy bien —respondió Laksha, y su cabeza cayó hacia un lado, inerte, mientras despertaba a Granuaile.
La cabeza se enderezó, y Granuaile me sonrió durante un nanosegundo, antes de reparar en las bestias que aullaban y se retorcían alrededor nuestro.
—Pero, ¿qué coño…?
—Chitón —la hice callar—. No corres ningún peligro, pero quería que lo vieras. Ésta es la manada de Tempe y seguro que a muchos de ellos los has atendido alguna vez en el Rúla Búla.
—¿Dónde estamos y qué hacemos aquí?
La puse al corriente en pocas palabras, y se tranquilizó al saber que Laksha podría ocuparse de Radomila en un momento.
—Antes de partir, voy a hacerte un par de hechizos —le expliqué—, porque vamos a ir corriendo, nada que ver con una excursión tranquila. Yo ya he hecho este camino, y en los tres primeros kilómetros sube más de trescientos metros. Así que te voy a ligar a mí para que puedas utilizar la energía que yo obtengo de la tierra. Eso significa que puedes correr todo lo que quieras, sin cansarte nunca. Eso es lo primero que podrás hacer cuando tengas tus propios tatuajes.
»Lo otro que voy a darte es visión nocturna, porque ya está empezando a anochecer. Iremos corriendo detrás de los lobos, porque no es muy buena idea ir delante cuando están así de furiosos. Después de un par de kilómetros, le pediré a Laksha que vuelva para que haga su trabajo, pero ahora quiero que tú tengas esta experiencia.
Granuaile parecía un poco superada por la situación y por toda respuesta asintió con la cabeza y susurró un «vale».
En ese momento, sonó mi móvil.
—Hala, ¿tienes cobertura en este sitio? —se sorprendió Granuaile.
—Estamos a sólo diez kilómetros de la autopista.
No conocía el número, pero no podía permitirme no responder.
—Señor O’Sullivan —dijo una voz con un acento polaco que ya me era familiar—, tengo información importante para usted.
—Que seguro que será mentira, Malina —repuse—, porque hasta ahora sólo me ha contado mentiras.
—En ningún momento supe que estaba mintiéndole —se defendió Malina—. Creía que todo lo que estaba diciéndole era verdad. Hasta esta tarde no descubrí que Radomila y Emily me estaban haciendo quedar como una embustera, que habían estado conspirando con Aenghus Óg y que habían decidido engañarnos a mí y a otras brujas. Me han mentido y manipulado tanto como a usted. Me he enfrentado a ellas, pero se niegan a abandonar el camino equivocado que han tomado. Ahora el aquelarre está dividido.
—¿En qué proporción?
—Seis de ellas los están esperando en las montañas Superstition. Sin duda, ya se habrán puesto en contacto con usted.
Actué como si no hubiera oído la última frase.
—Entonces, ¿dónde están las otras siete?
—Ahora mismo estamos en mi casa y aquí nos quedaremos hasta que decidamos adónde ir. Vamos a formar un nuevo aquelarre y tenemos que discutir muchas cosas.
—¿Qué seis brujas están en las Superstition?
—Esa niñata ingrata de Emily y Radomila, claro, además de Jadwiga, Ludmila, Miroslawa y Zdzislawa.
—¿Y cuáles son las brujas que están con usted?
—Bogumila, Berta, Kazimiera, Klaudia, Roksana y Waclawa.
Ninguno de esos nombres me decía nada, pero los registré para el futuro.
—¿Cómo puedo saber que lo que dice es cierto?
Malina resopló, desesperada.
—Supongo que, por teléfono, no puedo demostrar nada. No obstante, cuando esta noche se enfrente a mis hermanas, espero que repare en mi ausencia.
—Se me ocurre que no me llamaría si esperase que esta noche fuera a morir. Lo que intenta es evitar que mañana vaya a por usted.
—No, estoy convencida de que morirá.
—Vaya, es usted encantadora.
—Es muy sencillo: no quería que pensara que lo traicioné. A diferencia de mis antiguas hermanas, yo sí tengo sentido del honor.
—Eso ya lo veremos —respondí, y colgué.
Al día siguiente no se me olvidaría llamarla. Me descalcé, mientras los hombres lobo terminaban de transformarse y daban vueltas impacientes, esperando que les diera la señal para ponerse en marcha.
—Por favor, tened paciencia —les pedí—. Tengo que hacer un par de hechizos.
Doté a Granuaile con los amarres que le había prometido y después anuncié a los hombres lobo que ya estábamos listos. Yo tenía que permanecer en mi forma humana para llevar la espada y comunicarme con Granuaile.
—Vamos a ir corriendo —le dije—. Corre todo lo rápido que puedas, no te preocupes por el cansancio. No te quedarás sin aliento. Cuida sólo de no torcerte un tobillo.
Y después, sin más, echamos a correr, tras un par de alaridos nerviosos de la manada. Durante los preparativos, Gunnar había prohibido a todos que aullaran o ladraran, con la esperanza de que así Aenghus Óg y las brujas no adivinaran cuántos éramos ni a qué distancia estábamos. De todos modos, los hombres lobo podían comunicarse gracias a su conexión como miembros de la misma manada. Tal vez nuestros enemigos habrían oído los gritos de dolor de la manada al convertirse en lobos, pero quizá no. La Cabaña de Tony se hallaba a diez kilómetros, y la colina que nos separaba de ella podía absorber el sonido.
Tenía curiosidad por averiguar si podría cerrar mi mente a la de Oberón cuando ya estuviéramos lo suficientemente cerca. Nunca antes había querido hacer algo así, pero sabía que, si Oberón percibía mi presencia, empezaría a menear la cola, tan seguro como que una princesa saluda con la mano al pasear en su carruaje. Eso alertaría a nuestros enemigos de nuestra proximidad, y no quería darles ninguna señal, si es que podía evitarlo.
Después de correr montaña arriba a toda velocidad cerca de un kilómetro —por un terreno pedregoso y resbaladizo en una noche sin luna—, oí a Granuaile reír entusiasmada.
—¡Es increíble! —exclamó, exultante—. ¡Menudo viaje, corriendo con una manada de hombres lobo!
—Recuerda este momento cuando te atasques en los estudios y te preguntes si merece la pena —le recomendé—. Esto no es más que una pizca de todas las cosas que serás capaz de hacer.
—¿Yo también podré transformarme en búho?
—A lo mejor. Puedes adoptar cuatro formas animales distintas, pero cuáles se determina en un ritual, no por capricho. Cada uno tiene formas un poco diferentes.
—¿Cuáles son las tuyas?
—Yo puedo ser un búho, un lebrel, una nutria y un ciervo. No son formas que yo elegí, sino más bien formas que me eligieron a mí en el ritual.
—¡Uau! —dijo con asombro—. Eso sí que es guay.
Me eché a reír y no pude más que estar de acuerdo con ella. Llegamos a lo alto de la colina y, tal como habíamos acordado con Gunnar, nos detuvimos allí, a la entrada del Cañón Encantado. Habíamos debatido el plan con todo detalle, porque no podía hablar con él cuando estaba en su forma de lobo. Mi comunicación con Oberón era producto de mi propia magia, pero la que se establecía dentro la manada era cosa suya; y yo no formaba parte de la manada, por muy amigos que fuéramos. La mayoría de los hombres lobo son inmunes a todo tipo de magia que no sea la suya, incluso la de tipo benigno que me serviría para hablarles mente a mente cuando fuesen lobos.
—Aquí, por desgracia, es donde tenemos que separarnos por un tiempo —le dije a Granuaile—. A partir de este momento, Laksha tiene que volver a reunirse con nosotros.
—Ah, vale, maestro, o sensei, o lo que sea. ¿Cómo tengo que llamarte?
Me eché a reír.
—«Archidruida» sería el término correcto, supongo. Pero no es una palabra fácil de decir, ¿verdad? Y haría que todo el mundo nos mirara, y no queremos provocar eso. Así que podemos quedarnos con sensei.
—Duro con ellos, sensei.
Unió las dos manos en la postura de la mantis religiosa y me hizo una reverencia. Cuando se enderezó, Laksha ya había tomado el control.
—¿Por qué estaba inclinándose hacia ti? —preguntó con su acento tamil.
—Porque ahora soy su sensei.
—No conozco esa palabra.
—Es un tratamiento honorífico que hemos acordado. Escucha, estamos a unos seis kilómetros de la Cabaña de Tony. ¿Cuánto necesitas acercarte a Radomila?
—Para recuperar el collar, tendré que estar justo a su lado.
—Me refiero a cómo de cerca tienes que estar para hacer, en fin, que le sobrevenga su karma. ¿Necesitas estar viéndola?
Negó con la cabeza.
—Solo necesito esa gota de sangre de la que he oído hablar.
Saqué la nota de Radomila del bolsillo y se la entregué. Primero la estudió como lo haría cualquier ser humano normal y corriente, pero después hizo una de esas horripilantes cosas de brujas y puso los ojos de Granuaile en blanco. Sabía que era algo equivalente a mi descodificador feérico —el tercer ojo védico que le permitía ver las huellas invisibles de la magia—, pero de todos modos me resultaba espeluznante. Cuando ya había visto todo lo que necesitaba ver, volvió a girar los ojos en su órbita, como si fueran los tambores de una lavadora, y reaparecieron sus pupilas, que se clavaron en mí.
—Con esto puedo matarla a más de un kilómetro de distancia. Pero no puedo acabar con el resto de las brujas sin mi collar, a no ser que también tengas su sangre.
—No, no la tengo.
—Ya me lo imaginaba. En ese caso tendrás que conseguirme el collar, si quieres que te ayude con ellas.
—Lo más probable es que esté demasiado ocupado —contesté en tono seco, pensando en Aenghus Óg.
De repente sentí un latido en el pie, indicador de que alguien absorbía el poder de la tierra cerca de allí. Los únicos seres capaces de hacer eso, aparte de mí, eran unas pocas dríades del Viejo Mundo, Pan y los Tuatha Dé Danann. Mi paranoia habitual me hizo pensar en Aenghus Óg al instante, porque dudaba mucho que Pan anduviera persiguiendo a ninguna dríade por las montañas Superstition.
—Alguien viene —anuncié, desenvainando Fragarach.
Los hombres lobo erizaron el lomo y se diseminaron delante de mí, mirando hacia donde yo miraba y aguzando el olfato y el oído para percibir lo que yo percibía. Perritos buenos.
Me pregunté si la magia de los Tuatha Dé Danann funcionaría con los hombres lobo; la mía no lo hacía demasiado bien, y era la misma que la de los Tuatha Dé, aunque más débil. Laksha, a la que vi por el rabillo del ojo, se había agazapado en actitud defensiva. Seguro que era una forma de varma kalai, un arte marcial indio que se basaba en la presión de ciertos puntos vitales. Por tanto, no dependía sólo de su magia para atacar y defenderse, como la mayoría de las brujas. Era bueno saberlo. Por si acaso algún día no estábamos en el mismo bando, ya sabéis.
El temblor en los pies se intensificó. Quienquiera que lo causara, sin duda venía hacia nosotros. Miré cuesta abajo por el Cañón Encantado, pero no vislumbré nada moviéndose. En gran parte, los culpables eran los tupidos arbustos de encinillos y gayubas que bordeaban el camino. Quien quisiera permanecer oculto podría lograrlo sin esforzarse demasiado hasta estar junto encima de nosotros. Como lo más seguro era que fuera alguno de los Tuatha Dé Danann, de todos modos se habría protegido con un hechizo de camuflaje.
Vi que, a mi izquierda, un par de hombres lobo gruñían y pegaban un salto, y me volví hacia allí para enfrentarme a lo que pudiera aparecer. Cosa extraña, los lobos intentaron cambiar la dirección del salto cuando ya estaban en el aire, pero por lo visto no pudieron esquivar lo que fuera que los había alarmado en primer lugar. Todo lo contrario: chocaron de frente contra algo que los mandó al suelo entre débiles gemidos.
Según mi amplia experiencia, los hombres lobo simplemente no se comportan así. Lo normal es que sea la víctima de los hombres lobo la que acaba gimiendo sin fuerzas, pocos segundos antes de morir por un caso agudo de desgarro de la yugular.
Me imaginaba que Magnusson perdería los estribos en ese momento y que enseñaría lo que es bueno a ese aire asesino, o al menos que propinaría una buena bofetada mental a los miembros de su manada que se habían rendido de tal forma. Pero tanto él como los demás hombres lobo cayeron al suelo, se pusieron boca arriba y dejaron desprotegida su garganta.
Repito: los hombres lobo jamás se comportan así. Menos mal que yo no había adoptado la forma de perro. Y, justo al pensar eso, lo comprendí todo. Flidais, la diosa de la caza, deshizo su hechizo de la invisibilidad y se dirigió a mí con toda una manada de hombres lobo a sus pies.
—Atticus, tengo que hablar contigo antes de que te enfrentes a Aenghus Óg —me dijo—. Si actúas como pensabas, esta magnífica manada al completo quedará destruida.
Aquella segunda experiencia reafirmaba mi decisión de nunca volver a cambiar de forma delante de Flidais. Ya había aprendido cuáles eran los riesgos, pero aquella nueva lección me dejó más que convencido. El control que ejercía la diosa sobre los animales era absoluto. Yo nunca habría creído que era posible subyugar a una manada entera de hombres lobo mediante la magia, pero ella acababa de lograrlo y parecía que sin esfuerzo alguno. Aquello me daba una nueva perspectiva de nuestro encuentro anterior: mi amuleto había salido victorioso del encuentro con su poder, aunque yo había creído que, en cierto sentido, había fracasado. Y una cosa más: Oberón jamás habría podido desobedecerla, al igual que la tierra jamás podrá permanecer seca bajo la lluvia.