Acosado (32 page)

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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

—Flidais. —Incliné la cabeza ante ella y bajé la espada, pero no dejé de apretar la empuñadura con firmeza. Con un simple movimiento de muñeca estaría listo para el ataque—. ¿Cuáles son las noticias?

—El aquelarre de brujas de Aenghus Óg tiene la misión de terminar con la manada, de forma que cuando tú llegues no cuentes con ninguna ayuda. Han puesto trampas alrededor de la cabaña, con gatillos mágicos que disparan proyectiles de plata en todas las direcciones.

—¿Trampas físicas con gatillos mágicos? —pregunté.

—Eso es. E incluso en el caso de que la manada logre superarlas, todas las brujas van armadas con dagas de plata.

—¿Esto significa que has elegido un bando?

La diosa pelirroja se encogió de hombros, con gesto enigmático.

—No lucharé por ti ni contigo. Tampoco tomaré el camino que tú has tomado.

—Porque no puedes permitir que te vean tomando partido contra los Tuatha Dé Danann.

Se le escapó una media sonrisa y asintió con el gesto irónico más leve que haya visto jamás. No, nadie vería jamás a Flidais tomar partido, pero lo que sí podía hacer era dar a un bando una información vital. Entonces recordé que había prometido vengarse de Aenghus cuando el dios osó interrumpir su salida de caza en Papago Park. Me alegré de no haber discutido nunca con ella, porque seguro que ya habría tenido una flecha clavado en el ojo. Llevaba consigo el arco y el carcaj y había renovado la cinta de piel que le protegía el brazo.

—¿No tendrás ninguna sugerencia para que podamos evitar esas trampas? —pregunté.

Laksha se había escondido detrás de mí y trataba de pasar inadvertida. Si esperaba que Flidais no se fijara en ella, era demasiado tarde. Flidais ya había tomado nota de su presencia y había decidido que no merecía la pena preocuparse por ella.

—No podéis evitarlas. Tendréis que hacer saltar una. Pero sólo han establecido un perímetro circular, creyendo que la manada acudiría desde todas las direcciones.

—Lo más probable es que hubieran hecho eso.

—Sí. Pero si atacáis un punto y sacrificáis a un miembro, todos los demás podrán pasar por el hueco. A partir de ese momento, sólo tendrán que enfrentarse a las dagas y a la magia a la que las brujas puedan echar mano, teniendo a los hombres lobo enganchados a su yugular.

—Y yo tendré que ocuparme de Aenghus Óg.

—Sí, se encuentra allí. Está haciendo algo con una hoguera, absorbiendo una cantidad de poder increíble.

Fantástico.

—¿Y qué hay de mi abogado y mi perro?

—Están bien. Los han atado a un árbol pero, por lo demás, no les han hecho daño.

—Al fin buenas noticias. Gracias. ¿Y qué le pasa a la manada? —dije, haciendo un gesto hacia los hombres lobo, tumbados tan tranquilos en el suelo—. ¿Qué les has hecho?

—Los he dominado, por supuesto. Estaban muy nerviosos y dos saltaron hacia mí. Habría sido difícil que mantuviéramos una conversación mientras se dedicaban a atacarme, y, dado que tú no hacías nada al respecto, decidí encargarme yo misma.

—Yo no tengo el poder de dominar a los hombres lobo —repuse—, y ni siquiera lo utilizaría si lo tuviera.

—¿Ah, no? —Enarcó las cejas—. Pues entonces te enfrentarás a una situación interesante en cuanto yo me vaya, druida.

—Así es. Si antes ya estaban nerviosos, en cuanto los liberes se volverán locos. Se volverán contra mí con tal de descargar sus humores.

—¿Descargar sus humores? ¿Otra vez citándome al maestro Shakespeare? —Me sonrió, y eso bastó para que empezara a pensar en cosas en las que no debería pensar justo antes de lanzarme a la batalla—. Porque en esta era nadie habla de descargar sus humores.

—No, tienes razón. A veces me lío y utilizo las expresiones fuera de contexto. Sería más moderno decir que van a darme caña. ¿Qué me aconsejarías que hiciera?

—Comunícate con ellos. Explícales lo que he hecho y haz que vuelvan a concentrarse en el verdadero objetivo. Deberían descargar…, es decir, dar caña a las brujas, no a ti.

—Yo no puedo hacer eso. Mis habilidades son mucho menores que las tuyas en estas lides, Flidais.

Me miró ceñuda, pero no dijo nada. Después se quedó mirando a los hombres lobo tirados en el suelo, y sentí cómo absorbía un poco más de poder para hablarles a través de la conexión de la manada. Medio minuto después, más o menos, los hombres lobo se incorporaron de un salto y le ladraron. El ladrido se convirtió en un gruñido largo y amenazador, y si hubiera sido yo quien tuviera tantos ojos de mirada fiera fijos en mí, lo más probable es que mi esfínter habría respondido de alguna forma. Pero Flidais parecía muy tranquila.

—Id a liberar a vuestro segundo —les dijo en voz alta—. Si el miembro que tiene que sacrificarse sobrevive, yo le prestaré toda mi ayuda para extirparle la plata. Sois una manada fuerte. Luchad bien, daos un buen banquete y reuníos de nuevo.

Gunnar Magnusson gruñó una última nota desafiante, antes de darse media vuelta y dirigirse camino abajo hacia el cañón. La manada lo siguió sin perder un segundo, y yo apenas tuve tiempo de murmurar un «adiós» antes de ir tras ellos, con Laksha pisándome los talones.

Los lobos ya no se molestaban en mantener un ritmo lento que siguieran los lentos bípedos. No tardaron en dejarnos atrás y Laksha y yo nos quedamos corriendo solos. Unos cuantos miembros de la manada, quizá muchos, terminarían heridos de gravedad o incluso podían morir esa noche, por rescatar a uno de los suyos. Pero, para Gunnar y los demás, no se trataba tanto de salvar a un compañero como de salvar su reputación. No podían permitir que alguien provocara al grupo y saliera indemne, con la excepción de, quizá, Flidais.

Menos mal que no todos los Tuatha Dé Danann tenían los mismos poderes que ella. Estaba claro que Aenghus Óg no los poseía, pues de lo contrario no le habría encargado al aquelarre que se ocupara de la manada. No obstante, sí que tenía otros poderes, y mi única esperanza era que los míos estuvieran a la altura.

Corrimos en silencio un rato, pero en un momento dado Laksha comentó que la intromisión de Flidais podría tener un efecto positivo.

—Nunca había visto a una manada tan furiosa —dijo la bruja—. Eso los hace más fuertes. Podrían sobrevivir a la plata, incluso.

—Esperemos que sobrevivamos todos.

Seguimos corriendo a una media de cuatro minutos por kilómetro por el accidentado terreno de las implacables Superstition, así que llegamos cerca de la Cabaña de Tony en poco más de veinte minutos. Delante de nosotros, oímos a los hombres lobo «dar caña» a alguien, y entonces Laksha se detuvo y me informó que atacaría a Radomila desde donde estaba. Había vuelto a poner los ojos en blanco, y me vino la idea de que más tarde Granuaile tendría tal vez un buen dolor de cabeza.

—Estamos más cerca de lo que necesitamos por el momento, y los hombres lobo podrían necesitar mi ayuda. Será cuestión de minutos.

No tenía muy claro cómo sabía que los hombres lobo iban a necesitarla. Sus gruñidos indicaban que estaban muy cabreados, pero eso no tenía por qué significar que necesitaban ayuda.

—Está bien —le contesté—. Nos vemos allí.

Laksha ya había empezado a dibujar un círculo en la tierra.

—Eso espero.

Seguí el camino yo solo.

La Cabaña de Tony no está en un valle ni en una colina, sino en medio de un llano sin más adorno que unos cuantos hierbajos y maleza secos. Alrededor, unos sicomoros, encinillos, mezquites y palos verdes ofrecían el cobijo perfecto para los asaltantes. Cerca de la cabaña no hay muchos árboles, aparte de un par de sicomoros, y allí era donde estaban encadenados Hal y Oberón. Me alegré de que Oberón todavía no se hubiera dado cuenta de que yo andaba cerca, así que seguí ocultando mis pensamientos lo mejor que podía.

Descubrí el lugar en el que los hombres lobo habían hecho saltar la trampa de las brujas. En realidad, era difícil no verlo, porque allí yacía uno de ellos aullando de forma lastimera, con un montón de agujas de plata clavadas por todo el cuerpo, como si le hubieran hecho acupuntura. No lo podía decir con seguridad, pero me pareció que se trataba del doctor Snorri Jodursson, y me pregunté perplejo cómo había podido tocarle a él. No estaba al final de la jerarquía de la manada, sino más bien en la parte más alta; y, dado que era el doctor del grupo, tanto en su forma animal como humana, no podían prescindir de él. Nunca entendería la forma de organizarse de las manadas.

Delante de la cabina ardía una gran hoguera que echaba bastante luz, pero ésta no provenía de leños en llamas. Era una luz naranja y blanca que giraba alrededor de la hoguera como un cóctel infernal. La explanada quedaba bastante iluminada bajo su resplandor, así que me detuve en la oscuridad, a unos veinte metros al norte de donde yacía Snorri, y estudié la escena.

Los hombres lobo ya se habían cargado a tres brujas y una más cayó mientras yo miraba, pero ellos también habían sufrido bajas. Vi a tres hombres lobo sangrando en el suelo, cerca de los cadáveres de las brujas, pero no podía distinguir si seguían o no con vida. Las brujas eran increíblemente rápidas con las dagas, tal vez porque utilizaban aquel hechizo de velocidad que Malina me había ofrecido. Sólo quedaban dos brujas en pie: Emily y Radomila. (A Malina y las demás brujas no se las veía por ninguna parte, lo que significaba que por teléfono me había dicho la verdad.) Radomila supondría un reto imposible para los lobos: entonaba un hechizo desde el interior de una jaula cuyos barrotes seguro que eran de plata, al otro lado de la cabaña respecto a donde tenían a los prisioneros. Los hombres lobo no podían ni acercarse a ella.

Sin embargo, Emily no contaba con tal protección, y vi que abría los ojos como platos al darse cuenta de que era la siguiente en la lista de brujas convertidas en pienso lobuno. Estaba en el extremo opuesto del llano, apenas visible entre los dos sicomoros que crecían junto a la cabaña, y no tenía ninguna pinta de querer morir luchando y defendiendo el terreno, como habían hecho sus hermanas. Justo cuando pensaba eso, se dio la vuelta y echó a correr hacia el bosque. Con eso sólo logró que los lobos se lanzaran tras ella, pues habían enloquecido por completo.

Pero entonces me di cuenta de que, además de cobarde, era una táctica inteligente por su parte. Los atraería hasta el perímetro de trampas, que seguía activo, y los lobos volverían a caer en ellas. Gunnar, que era quien lideraba la persecución, también descubrió su táctica justo a tiempo. Se detuvo y ordenó a la manada que hiciera lo mismo. Todos lo obedecieron y se quedaron gruñendo hacia la oscuridad que había tragado a Emily. Los enfurecía la idea de no hincarle el diente, pero tampoco querían abandonar la explanada cuando estaban tan cerca de liberar a su compañero.

Había llegado el momento de que me pusiera en acción. Los hombres lobo ya no podían hacer más, porque la verdad era que dudaba mucho de que tuvieran ninguna posibilidad de cargarse a Aenghus Óg. Las mías tampoco eran muy grandes, pero al menos tenía alguna.

Mi enemigo se alzaba en el centro del resplandor anaranjado de aquellas llamas infernales, mirando hacia el oeste, armado de pies a cabeza con piezas de plata. Aquella precaución no era por mí: él sabía que, si lograba burlar sus defensas, Fragarach atravesaría la armadura como si fuera de papel. Era una medida contra los hombres lobo, por si vencían a las brujas. De hecho, había sido así, pues Emily había desaparecido en el bosque y Radomila seguía preparando algún hechizo cuyos efectos se hacían esperar.

Aenghus llevaba un yelmo corintio de Grecia, de los que son de una sola pieza y no necesitan visor. Le permitía la máxima visibilidad y podía respirar sin dificultad, al tiempo que impedía a los hombres lobo encontrar un hueco para darle un buen mordisco en la garganta. Incluso si un lobo lo conseguía, llevaba el cuello protegido con una gola sobre la malla de plata. Además, se cubría con una falda de malla que le llegaba hasta más abajo de las rodillas, por lo que ya no tenía que preocuparse de las corvas. Proteger los tobillos de un ataque por la espalda es una de las cosas más difíciles, pero él sabía que, si iba a enfrentarse a una manada de lobos, lo más probable era que le buscaran el tendón de Aquiles. Así que llevaba una especie de híbrido surrealista de armadura medieval y traje de vaquero, con espuelas de plata y unos pinchos que le salían de las pantorrillas.

Sumando todos esos detalles, estaba claro que ni él ni las brujas esperaban que yo acudiera solo. Habían planeado desde el principio involucrar a la manada de Tempe y, por lo visto, lo llevaban pensando con muchos meses de antelación, porque una armadura como ésa tenía que hacerse a medida. Los hombres lobo nunca habían supuesto un problema en Tír na nÓg, y tampoco se encuentran armaduras de plata en la sección de saldos de Kmart, la verdad. Todo aquello revelaba un nivel de confabulación que me dio escalofríos: cuando Aenghus había descubierto mi paradero, había sabido que toda la manada actuaría por la relación con mi abogado. Tembloroso, me agazapé detrás del tronco de un álamo de Virginia. Me sentía como si estuviéramos jugando una partida de ajedrez y él ya hubiera anticipado muchos más movimientos que yo. Desde el principio me había superado con las brujas, había hecho que dos departamentos de policía se me echaran encima, y había previsto que aquella noche aparecería toda una manada de hombres lobo, o incluso había contado con ello. ¿Qué más había preparado de antemano? ¿Qué estaba haciendo en esa hoguera y en qué andaba Radomila? ¿Qué pasaría en cuanto yo diera un paso al frente y revelara mi presencia?

Como en respuesta a mis pensamientos, algo empezó a condensarse al resplandor de la hoguera y a tomar forma a la derecha de Aenghus Óg. Parecía insustancial y tan translúcido que todavía se distinguía el contorno de la cabaña por detrás, pero su presencia física era innegable. Se trataba de una figura alta y encapuchada, a lomos de un caballo claro, y su nombre era Muerte.

Si yo caía aquella noche, la Muerte me atraparía sin aguardar un momento. De una forma u otra, Aenghus Óg sabía de mi trato con Morrigan. La explicación más sencilla, por supuesto, era que ella misma se lo debía de haber contado. No incumpliría la promesa que me había hecho, pues jamás se llevaría mi vida, pero yo nunca le había pedido que mantuviera nuestro pacto en secreto. Como un tonto, había dado por hecho que no se lo contaría a nadie para que Brigid no se enterase. De repente me asaltó la idea de que Morrigan podía haberse aliado con Aenghus Óg, ya que Brigid había decidido no pedirle ayuda. Si salía victoriosa, eliminaría a su rival más importante entre los Tuatha Dé Danann y se libraría de un druida que había pasado con creces su fecha de caducidad y que no le daba más que problemas.

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