Acosado (34 page)

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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

No era una decisión demasiado difícil: accedí.

Voy a traspasarte mis poderes para que puedas enfrentarte a él en igualdad de condiciones. Empecé a recuperar la sensibilidad en los músculos. Si vives, te pediré que me los devuelvas. Si mueres, volverán a mí de todos modos. ¿Trato hecho?

Una vez más estuve de acuerdo, y empecé a sentirme mucho mejor. Se me curó la muñeca izquierda, desapareció la debilidad y al menos se me cerró la herida de la oreja, aunque ésta no volviera a crecerme.

¿Te importaría ir a buscar al demonio mosquito y destruirlo, por favor, mientras yo me ocupo de Aenghus? Me ha chupado un montón de sangre.

El cuervo de la batalla graznó enfadado y sacudió las alas. Aenghus Óg dio un paso, vacilante, y los ojos del cuervo volvieron a relucir en señal de advertencia. Aenghus se detuvo.

—Morrigan, ¿qué pasa? —le preguntó.

La diosa le respondió con un graznido amenazante y Aenghus levantó los brazos.

—Vale, vale, tómate tu tiempo —dijo.

Morrigan me habló otra vez.

¿Sabes que lleva a Moralltach?

No, no lo sabía, pero gracias por avisarme.

Moralltach era una espada mágica como Fragarach. La traducción de su nombre sería algo así como «furia intensa». Tenía un poder bastante interesante: se suponía que su primera estocada era también el golpe de gracia. Con un solo golpe, uno estaba acabado. Para que la magia tuviera efecto, debía ser una estocada firme, no de refilón. Y no se activaba al entrechocarla sin más con la espada o el escudo del enemigo.

Entonces, ¿eres consciente de su poder y de cómo has de atacar?

Sí, gracias.

Tenía que hacer que Aenghus se pusiera a la defensiva y evitar que ese primer golpe se produjera jamás, sobre todo teniendo en cuenta que mi única armadura era cien por cien algodón. Por su parte, él se vería obligado a protegerse todo el cuerpo al igual que yo, porque el poder de mi espada era hacer que su protección fuera tan impenetrable como mis tejanos y mi camiseta.

Fragarach, cuyo nombre significa «la que responde», contaba también con un par de habilidades más. Me daba el control sobre los vientos, lo cual no me servía de mucho viviendo en el desierto; y, si se la ponía a alguien en la garganta y le hacía una pregunta, no podía sino decirme la verdad (de ahí venía lo de «la que responde»). Si se presentaba la oportunidad, quizá le preguntara a Aenghus por qué ansiaba tanto conseguir mi espada, si ya tenía su propia espada mágica. Iba a ser un duelo interesante.

Ya tendrías que estar recuperado. Fragarach está detrás de ti, a la derecha, debajo del cuerpo fundido de esa especie de lagarto.

Dicho esto, Morrigan me liberó de sus garras y se lanzó al vuelo sobre Aenghus Óg. Un movimiento así pondría nervioso a cualquiera, y Aenghus no le quitó ojo mientras se iba acercando a él. Aprovechando su distracción, me incorporé de un salto, con lo que comprobé que estaba en plena forma, y recuperé una pegajosa Fragarach de debajo del pecho derretido de la rubia californiana y dragón de Komodo. Volví a dotarme con la visión nocturna y giré la cabeza justo a tiempo para ver a Morrigan soltar sobre el rostro de Aenghus Óg lo que, lo más poéticamente posible, podría llamarse «el fruto blanco». El dios maldijo en voz alta y se llevó las manos a la cara, mientras Morrigan graznaba unas carcajadas.

Esforzándome para no echarme a reír yo también, me quité la camiseta para limpiar la hoja y la empuñadura de Fragarach, con una sonrisa en los labios. Pero entonces me di cuenta de que ésa no era la actitud que más me convenía adoptar en ese momento: a cuarenta metros de mí estaba el hombre que me había causado más daño que ningún otro, tanto a mí como a la tierra.

El dios se limpió la mierda de cuervo de los ojos y se aseguró de que aún tenía en su poder a los prisioneros y que los hombres lobo se hallaban a cierta distancia. Seguían defendiendo a Hal y Oberón de los ataques de un puñado de demonios, pero no parecía que fueran a ponerse a la ofensiva. Miró también a la Muerte, que permanecía inmóvil a lomos del caballo claro. Satisfecho, se volvió hacia donde pensaba que yo estaría tirado en el suelo, pero lo que encontró fue a mí mismo de pie, con Fragarach en la mano.

—Siodhachan Ó Suileabháin —me dijo con desprecio, desenvainando Moralltach—. Me has procurado una divertida persecución, y, si quedaran bardos que pudieran cantarla, seguramente te dedicarían una balada. Una de esas buenas, en las que al final el héroe muere y la moraleja es: ¡no andes jodiendo a Aenghus Óg!

Gritó la última frase entre escupitajos y se puso morado de rabia. No le respondí. Me limité a mirarlo con expresión seria para que se diera cuenta de que había perdido los estribos. Apretó los dientes y tomó aire, para recuperar la compostura. Señalándome con su espada, dijo:

—Esa espada es, por derecho, propiedad de los Tuatha Dé Danann. No puedes seguir huyendo, a no ser que me supliques misericordia. Suelta la espada y ponte de rodillas.

Este tío es el rey de los gilipollas. Abóllale esa armadura tan reluciente que tiene, Atticus.

Guardé el comentario de Oberón en un rincón de mi cabeza, para disfrutarlo más tarde. Miré sin pestañear a aquel proyecto de usurpador y hablé con el tono de voz más autoritario que tenía:

—Aenghus Óg, has violado la ley druídica matando estas tierras que nos rodean y abriendo una puerta al infierno para liberar a los demonios en este plano. Te declaro culpable y te sentencio a muerte.

¡Bien dicho, Atticus! Yo soy testigo.

Aenghus resopló, desdeñoso.

—Aquí la ley druídica no es aplicable.

—La ley druídica se aplica en cualquier sitio al que yo vaya, y lo sabes.

—No tienes autoridad para obligarme a cumplir esa ley.

—Aquí está mi autoridad.

Blandí Fragarach y activé su poder para lanzar una ráfaga de viento a Aenghus. Sólo quería intimidarlo, pero debí de concentrar demasiada furia, pues el viento salió con tanta fuerza que lo sentó de culo sobre sus posaderas de plata.

¡Respetarás mi autoridad!, exclamó Oberón, en una imitación más o menos decente de Eric Cartman. Le recordé que tenía que concentrarme. A veces los perros se olvidan de todo, porque se emocionan demasiado.

Me di cuenta de que había perdido algo de fuerza con el truquito. La capacidad de controlar los vientos era inherente a Fragarach, pero la voluntad y la fuerza tenían que provenir de otro sitio. Como no podía absorber el poder de la tierra, habían salido directamente de mí, es decir, de la energía que Morrigan me había concedido. Aquello lo cambiaba todo: si iba a cansarme, tendría que luchar de una forma diferente. Él se encontraba en la misma situación, claro; así que, en vez de cargar contra él, me quedé en mi sitio y me eché a reír. Vamos, Aenghus, enfurécete. Lánzame tu magia y cánsate, y veremos qué pasa.

Me palpé el amuleto para asegurarme de que seguía allí y no había sufrido daño, mientras Aenghus trataba de levantarse. Las puntas que le recorrían las pantorrillas y las espuelas se lo estaban poniendo un poco difícil, y me reí con más fuerza todavía. Los hombres lobo también empezaron a burlarse. La mayoría de los demonios yacían muertos o habían huido, así que los licántropos podían disfrutar del espectáculo del hombre de plata en apuros.

Con el rostro enrojecido y una mirada que parecía decir «¡me las pagarás!», hizo un movimiento con la mano izquierda, como si me lanzara un disco volador. Pero lo que me llegó no fue un divertido disco de plástico, sino una bola de deslumbrantes llamas naranjas. Uno no va lanzando bolas de fuego así sin más, a no ser que haya hecho pactos que realmente no debería haber hecho.

No voy a fingir que mi esfínter se quedó tan tranquilo —tengo un instinto de supervivencia bastante desarrollado—, pero no di muestras externas de preocupación alguna y me quedé en mi sitio. Estaba a punto de comprobar la eficacia de mi amuleto.

¿Alguna vez habéis calentado algo en el microondas y lo habéis tocado antes de que se enfriara? Bueno, pues algo así sentí con la bola de fuego: un calor muy intenso que desapareció en menos de un segundo y apenas me dejó marca, aunque tenía todo el cuerpo sudando.

Aenghus no daba crédito a sus ojos. Pensaba que se encontraría con un druida a la brasa aferrado a una espada al rojo vivo, pero lo que veía ante sí era a un druida enfadado y bien vivo que le devolvía la mirada, aferrado a una espada al rojo vivo.

—¿Cómo es posible? —rugió—. ¡Los druidas no pueden defenderse de las bolas de fuego! ¡Tendrías que estar muerto!

No dije nada, pero empecé a moverme hacia la derecha para encontrar algún sitio que no estuviera cubierto de resbaladizos restos de demonios.

En ésas estábamos, cuando la figura montada a caballo se echó a reír. El ronco y áspero sonido de las carcajadas de la encapuchada nos paralizó a todos en la explanada, mientras nos preguntábamos qué podría ser tan divertido.

Aproveché aquella pausa, el desconcierto de Aenghus Óg y el suelo seco que había encontrado para lanzarme al ataque. ¿Qué más podía decir? Lo había sentenciado a muerte, y él había demostrado que no estaba dispuesto a rendirse, así que no quedaba más que pasar a la acción.

Me habría gustado que fuera uno de esos momentos increíbles de los dibujos animados japoneses, cuando el héroe clava la espada en las entrañas del malo y todo se queda temblando, incluso las gotas de sudor, y el malo escupe sangre y, con un hilo de voz y acento perplejo, dice algo así como: «Es una auténtica espada de Hattori Hanzo», justo antes de morir. Pero, por mucho que me pese, no sucedió así.

Aenghus había sido un buen espadachín en su juventud y había salvado a los fianna en un par de momentos comprometidos. Era un oponente temible en el campo de batalla, nada que ver con Bres. Paró mi primera serie de estocadas, sin dejar de maldecir a gritos y de amenazarme con cortarme en trocitos y con que iba a desenterrar a todos mis descendientes para convertir sus huesos en pegamento y bla, bla, bla. Intentó retroceder, librarse de mí y ganar un poco de espacio para lanzar su contraataque. Eso era justo lo que yo no podía permitir, así que lo presioné y, al mismo tiempo, me di cuenta de que los dos estábamos luchando según el viejo modelo irlandés. Quizá ése fuera el único que él conocía, pero sin duda no era el único que yo conocía. No había pasado siglos en Asia y los últimos años entrenándome con un vampiro para caer en los mismos pasos de siempre. Cambié mi estilo de ataque y apliqué algunas técnicas chinas, que incluían movimientos engañosos con la muñeca, y conseguí ciertos resultados. Aenghus alzó la espada para detener un golpe que le llegaría por lo alto, pero descubrió demasiado tarde que en realidad le iba por un costado. La hoja se le hundió en el brazo, sobre el codo, y la saqué cuando sentí que tocaba el hueso. Aulló de dolor y creo que intentó decir algo, pero las palabras estaban tan mezcladas con saliva y ciega rabia, que no descifré ni una sola sílaba. El brazo izquierdo se le había quedado inutilizado, inerte como la rama de un mezquite que ha sufrido la visita del monzón, y su equilibrio también se vería afectado. Podía hacer una mínima apuesta: la gente con poco equilibrio no solía ganar un combate con espada.

Me retiré y dejé que se fuera desangrando, pues con cada segundo que pasara se iría debilitando más y más. Dedicó parte de su fuerza a detener la hemorragia, y a mí me pareció perfecto. De todos modos no evitaría la debilidad, y era imposible que pudiera reparar el tejido muscular a tiempo. Era su turno de ataque. Sabía que lo haría, pues en ese momento nos odiábamos uno al otro tanto como pueden odiarse dos irlandeses, y no es poco.

—Me has estado acosando durante siglos —gruñí—, y muchos más podrías haber seguido así, de no ser por tu mezquina envidia hacia Brigid, que te ha llevado al fin.

—¡A tu fin, querrás decir! —rugió Aenghus, fuera de sí al escuchar el resumen sencillo que hacía de todas sus maquinaciones, que quedaban reducidas a una disputa entre hermanos.

Cargó contra mí con una estocada en diagonal, poniendo todas sus fuerzas. Pero yo ya sabía cómo luchaba: de la misma forma que siempre. Lo vi venir y supe que yo era más rápido, y más fuerte también. Rechacé su estocada describiendo un arco hacia la derecha con Fragarach, de forma que su espada quedó debajo de la mía y Aenghus terminó con el brazo cruzado delante de sí. Me adelanté rápido y le lancé un tajo al cuello, antes de que le diera tiempo a recuperar el equilibrio y pudiera intentar un contragolpe. La cabeza se inclinó hacia atrás, con los ojos muy abiertos por la sorpresa, y acabó separándose del tronco al tiempo que Aenghus se desplomaba al suelo.

—No, me refería a tu fin —dije.

La Muerte volvió a reír y espoleó su caballo hacia donde estábamos. Me aparté, mientras el jinete se agachaba y atrapaba la cabeza de Aenghus Óg cubierta con el yelmo. Después azuzó al caballo de vuelta a la hoguera, sin dejar de reír todo el rato, como si estuviera loca.

Los labios del dios del amor no se movieron para pronunciar una sola palabra, pero de todos modos oí su protesta:

¡No! ¡Se supone que me tiene que llevar Morrigan! ¡No tú! ¡Morrigan! ¡Llévame a Tír na nÓg! ¡Morrigaaaaaan!

El caballo claro de la Muerte y su jinete saltaron en la hoguera, con su pasajero a cuestas, y volvieron a descender al infierno. Así logré librarme de Aenghus Óg de una vez por todas.

Capítulo 25

Muy bien, ya te lo has cargado, dijo Oberón. Ahora quítame esta cadena y cómprame una chuleta.

Hecho, compañero. Déjame que primero libere al hombre lobo, para que la manada no se sienta insultada. Entiendes que necesitamos cierta diplomacia, ¿verdad?

Sí, pero ¡caray, tienen un ego tan frágil! Jamás habría imaginado que son tan sensibles.

Los hombres lobo lanzaron unos cuantos aullidos de felicitación cuando me acerqué a Hal y le quité la bolsa negra de la cabeza. Tenía los ojos amarillos y el lobo que llevaba dentro estaba deseando salir, pero la plata que lo encadenaba no se lo permitía. El pecho le palpitaba, y apenas conservaba la capacidad de habla humana.

—Gracias, Atticus —consiguió decir—. Vi a través de la conexión de la manada… Conoces a la mujer pelirroja… que os advirtió sobre las trampas de plata.

—Sí, es Flidais.

Arrugué la frente, mientras me agachaba para observar las cadenas. Tenían un candado y yo no era cerrajero. Si intentaba disolver las cadenas con magia, me llevaría mucho tiempo. Alguien debía de tener la llave.

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