El eje Convergència-PP-Freixa ganó finalmente la guerra municipal, obteniendo durante cuatro años el mando en la plaza de Lleida. Con ello quedó patente que no se debe menospreciar nunca la venganza de un sodomizado en efigie.
Como he dicho antes, directamente contra nosotros, el Mariscal, militarmente, no podía hacer más de lo que estaba haciendo. Sin embargo, aunque la represalia del aquelarre socialista no nos alcanzó, llevábamos unos años padeciendo las consecuencias de nuestra particular guerra contra el timo regional. La constante ofensiva del batallón convergente, en los frentes de la comunicación y de la contratación municipal en Catalunya, empezaba a dar sus frutos. Si a ello sumamos el vacío absoluto de la cadena gubernamental TV3, las consecuencias del bloqueo se notaban crudamente en el quebranto de nuestra intendencia. No obstante, las intenciones de Pujol iban más allá del boicot que nos infligía. Nuestra compañía servía de ejemplo al resto de colegas, para demostrar que quien emprendiera un camino similar sabía a lo que se exponía. Su política de escarmiento tuvo una enorme eficacia en este sentido, ya que nadie osó colocarse en una senda parecida. Estábamos más solos que la una.
Además de la exclusión institucional, también nos encontramos con que los fieles correligionarios que nos seguían desde los inicios de la compañía con la seguridad de que éramos militantes de la sagrada causa andaban muy mosqueados por nuestros ataques a los símbolos de la patria y dejaban de acudir paulatinamente al teatro de operaciones. El goteo de los medios afines al delirio provinciano, presentándonos como renegados del movimiento revanchista nacional, hizo mella en mucha gente, que empezó a considerar un deber cívico no aportar su contribución a nuestras campañas.
Las cosas se ponían tan feas, que incluso el Ayuntamiento de Figueres retiró de la programación cultural una obra nuestra, alegando falta de calidad. Sin dudarlo un instante, para que no cundiera el ejemplo, aparecimos de inmediato en la ciudad con nuestro armamento, incluido el cabezudo. Lo hicimos, estratégicamente, en un día de mercado. Montamos allí una gresca, con escarnio nacionalista incluido, en la que la policía municipal no sabía qué hacer, pues nos seguían algunos periodistas con las cámaras, y reprimir entonces una acción espontánea de Els Joglars tampoco hubiera significado la mejor imagen ante el resto de España. Finalmente, escoltados por la propia policía, fotógrafos y televisiones, acudimos al domicilio del concejal de Cultura a entregarle una suculenta ración de paja y alfalfa para su alimento, pues el tipo en cuestión, para más inri, se llamaba Jordi Cuadras.
Frente a la situación de cerco que padecíamos, y antes que batirnos en retirada, tratamos de rehacer nuestra maltrecha intendencia presentando a TVE la propuesta de una serie de capítulos sobre Catalunya. La presencia de Pilar Miró en la Dirección General del Ente facilitó la aprobación del proyecto, y aprovechamos aquella insólita bula para lanzar desde el circuito catalán de TVE la más feroz embestida a la política nacionalista que se ha realizado en España desde una televisión.
Solo el título,
Som una meravella
[Somos una maravilla], ya se mofaba del eslogan recién inventado por la Generalitat:
Som 6 millions
[Somos 6 millones], de catalanes, naturalmente. Los temas más candentes de la política autóctona pasaban por nuestro laboratorio de campaña, y allí, mediante una mezcla de sarcasmo, pitorreo y mala uva, se cargaban y orientaban los obuses para que estallaran en hora punta y durante la cena de cientos de miles de catalanes.
Pilar Miró, lejos de amedrentarse por la carga virulenta de los capítulos y las consiguientes protestas de los políticos regionales, gallarda ella, me ofreció además la dirección del circuito catalán de TVE. Siempre he lamentado haber rechazado aquella insólita oferta, sobre todo cuando imagino el berrinche que se habría llevado el Mariscal por mi nombramiento, y muy especialmente por el primer telediario que se hubiera emitido bajo mi dirección.
Como nos hallábamos en un constante juego de toma y daca con el enemigo, la respuesta a
Som una meravella
no se hizo esperar. La temporada de
Bye, bye, Beethoven
en Barcelona fue un estrepitoso fracaso de público. Indignados por el guantazo y tratando de mitigar el revés económico que suponía para nosotros un local vacío, abandonamos el teatro antes de finalizar la temporada. Naturalmente, fuimos el hazmerreír del enemigo, que, aprovechando ocasión tan propicia, cargó las tintas en los medios de comunicación sobre nuestra creciente decadencia. Los dirigentes culturales estaban exultantes, vaticinando por fin el ocaso. El futuro consejero de Cultura de la Generalitat
tripartita
, Ferran Mascarell, entonces director de Cultura del Ayuntamiento barcelonés, tachó públicamente mi retirada de Barcelona como una «boadellada».
Tengo que reconocer que toda aquella circunstancia me afectó mucho. Sentí por vez primera la displicencia, no ya la de los que consideraba adversarios, a la cual me iba acostumbrando y que incluso podía divertirme, sino la de mis conciudadanos, que eran en esta ocasión los que me propinaban aquel desprecio. Era el primer aviso sobre una decantación del conflicto bélico, que de continuar por esa pendiente significaría la capitulación y el exilio. ¿Cómo era posible que de la noche a la mañana el público nos dejara en la estacada?
Hay que situar el hecho en una sociedad que, desde varias generaciones, se mueve entre una mezcolanza de quimeras históricas, símbolos subrepticios, culto a supuestos mártires, complejos de persecución o la simple exaltación de esencias trilladas, pero de alto contenido sentimental. Todo ello se apoya en una apología de los rasgos diferenciales cuya lista es la siguiente:
• La lengua catalana (algo hay que hablar).
• La sardana (creada en el siglo XIX por el andaluz Pepe Ventura).
• La rosa del día de San Jorge.
•
L'hereu y la pubilla
(herencia en los primogénitos).
• La fiesta del día de San Esteban (para hacer canelones con los restos de Navidad).
• La
mona
de Pascua (pastel con veleidades escultóricas).
• La obsesión por los «rovellons» (níscalos).
• Los
castellers
(grupo humano en sentido vertical).
• El
caganer
(escultura escatológica que se coloca en el belén).
No he sabido encontrar nada más de cierta relevancia específica para engrosar la lista. Quizá el bilingüismo, pero eso se considera improcedente. ¿No se pretenderá que ser trabajador, tacaño, sensato o prudente es una característica especial de los catalanes? En definitiva, entre lo uno y lo otro, la mojiganga general promueve un cuadro de actuación que afecta a una amplia mayoría de ciudadanos, los cuales no necesitan demasiadas indicaciones para distinguir quién es el enemigo exterior culpable de las adversidades, pero también para detectar, con mayor precisión si cabe, al colaboracionista de la familia. En un contexto semejante, nuestros adversarios a sueldo del negocio étnico solo tenían que pintar el retrato que les convenía propagar de la compañía y de un servidor, para que toda la tribu percibiera lo que debía hacer.
Con sustanciosas prebendas públicas se habían acuartelado a lo largo y ancho del territorio los misioneros de la nueva religión nacionalista que encaramados a unos pulpitos laicos, micrófono en mano o pluma en ristre, señalaban con gran precisión a los buenos y malos catalanes. En última instancia, mucha gente podía incluso reírnos las gracias de
Som una meravella
, pero de aquí a facilitarnos las cosas para seguir escarneciendo los símbolos hay un abismo. En el país se había instalado una suprema obediencia.
Bye, bye, Beethoven
era una obra de gran belleza plástica, una metáfora insólita y misteriosa sobre el futuro, con la que cosechamos múltiples éxitos internacionales, pero no contenía ningún disparo concreto a la política catalana. Este detalle es muy sustancial, si consideramos que tampoco el público del ámbito socialista asistió a nuestra obra; y no apareció, simplemente, porque solo les interesábamos como terapeutas momentáneos para sus desagravios personales frente al despotismo pujolista. Que hiciéramos buen o mal teatro les tenía sin cuidado; ellos únicamente venían a celebrar la desacralización del mito.
Unos por unas razones y otros por las contrarias, desde hace unas décadas, mi tribu se ha convertido en un colectivo con gran inclinación a perder el sentido de la realidad, o lo que viene a ser lo mismo, con una elevada propensión al embrollo mental, lo cual les hace buscar amparo constante en el simulacro. Emprenderla contra sus artistas demuestra ya el grado de virulencia de la epidemia colectiva.
Esta vez sí, batiéndonos en retirada, nos refugiamos en Madrid. Allí tuvimos un éxito extraordinario. No era nada nuevo, pero en aquella circunstancia precisa Madrid nos salvó la vida. El Teatro Albéniz se llenaba cada noche con mil personas y las colas para obtener una entrada eran inacabables. Empecé a mirar aquella ciudad como algo propio, seguramente como Dalí miró Nueva York al abandonar una Europa descompuesta. Madrid se transformaba para mí en la libertad; en aquel hormiguero las identidades eran una minucia, incluida la española, que desde la caída del franquismo no levantaba cabeza. Cualquier caballero que exhibiera la bandera nacional pegada detrás del coche pasaba por facha, no solo allí, sino en todo el territorio. No había ni siquiera letra en el himno de España. Todavía hoy los equipos deportivos españoles, cuando juegan competiciones internacionales, tienen que poner cara de besugo durante la interpretación del himno porque no pueden ni mover los labios como hacen sus adversarios de otras naciones. Que nadie me hable de nacionalismo español, porque no existe; lo practican solo algunas momias nostálgicas. En España el único nacionalismo existente es el periférico.
Nosotros significábamos para los madrileños una compañía catalana, cosa que entonces todavía representaba un historial prestigioso, pero, al mismo tiempo, también nos consideraban algo suyo y nos reconocían como la mejor compañía española. En definitiva, con la brillante temporada de Madrid conseguimos resarcirnos plenamente para volver pronto al combate tribal.
Sin embargo, a pesar de las compensaciones, yo llevaba la furia instalada en el cuerpo y necesitaba descargar urgentemente todo el despecho que me había causado la retirada. La ocasión llegó de la mano de Javier Gurruchaga, que solicitó nuestra intervención en el programa de máxima audiencia de TVE
Viaje con nosotros
. Gurruchaga nos sugería varias intervenciones, pero yo le manifesté que, de momento, con una sola de cinco minutos ya sería suficiente. El cándido
showman
no podía imaginar hasta qué punto lo estaba utilizando como plataforma de lanzamiento de proyectiles.
Esta vez no quise utilizar munición convencional. Solo era posible un disparo único y tenía que ser certero. Desde TVE no habría segunda oportunidad. La preparación del mortífero misil fue realizada con mucha celeridad, y en el interior del artefacto introduje el Pujol apócrifo, la Virgen de Montserrat, un vestido de
pubilla
catalana para Gurruchaga y varias camisetas del Barça. Así de fácil, porque, lamentablemente, mi tribu se conmueve con esos fetiches simplones.
Contemplar a Gurruchaga vestido de
pubilla
catalana bailando detrás de Pujol, o, mejor, intentando marcar unos pasos de lo que pretendía ser una sardana, es comprensible que formara una imagen de juzgado de guardia. Anteriormente, en el vestuario del Barça y en el descanso del partido, los jugadores, en ordenada fila, enseñaban el trasero al «mister» para que este, armado de una paleta, les infligiera en pleno culo el castigo por ir perdiendo contra el Madrid. Seguidamente, Pujol aliviaba la situación repartiendo billetes a sus mercenarios para que batieran al vil enemigo en la segunda parte, mientras la
pubilla
Gurruchaga continuaba bailando criminalmente la seudosardana psicodélica. El disparate finalizaba con una Virgen de Montserrat hablando como una zulú y muy mosqueada con su niño, pues llevaba la camiseta a rayas blancas y azules de los
periquitos
, o sea: ¡el Español!
Durante la grabación de la secuencia en los estudios de Prado del Rey los propios cámaras nos auguraban toda clase de penalidades en Catalunya. No deja de ser sorprendente que aquellos profesionales madrileños tuvieran una idea tan precisa de cómo las gastaba nuestra tribu. Evidentemente, no se equivocaron; pero el problema empezó por los propios directivos de TVE, que se negaban a emitir la secuencia. Un Pujol furioso aterrorizaba a los socialistas, los cuales intuían ya la posibilidad de necesitarlo como aliado. Tuvo que intervenir directamente la intrépida Pilar Miró para autorizar su emisión.
El estallido del misil fue imponente. Máxima audiencia. Lo percibieron doce millones de españoles. No hubo articulista, tertulia radiofónica o patriota oficial subvencionado que no pidiera nuestra cabeza. En Catalunya Radio, el periodista Xavier Domingo (en su etapa pujolista) reclamaba a voces prisión para Els Joglars, y el Ayuntamiento convergente de Calafell nos declaró personas no gratas, con el silencio cómplice de los concejales socialistas. Como era de esperar, proliferaron los anónimos y las amenazas de muerte, pero las posiciones de combate quedaron diáfanas delante de España entera. Estaba claro que nosotros nada teníamos que ver con aquella Catalunya mal educada y antipática instalada en la exigencia crónica frente al resto de España. Durante el tiempo que duró la agitación tribal mi cuerpo... ¡aún recuerda la sensación de placer! Me sentía plenamente indemnizado.
Convendrán ustedes conmigo que en la Europa del siglo XXI una sociedad capaz de exasperarse por un cabezudo o unas simples chocarrerías de comediantes revela una estructura muy deteriorada. No voy a negar mi pericia en acertar en el talón de Aquiles del adversario. La facilidad para sacar de quicio al prójimo molesto me viene desde la infancia, pero con una comunidad tan predispuesta al enojo sistemático el asunto no revestía mayor problema.
Mis conciudadanos gastan buena parte de su tiempo y energía esperando con delectación un agravio de los enemigos externos e internos. Se ha convertido en su mayor razón de ser, casi la única. Cuando creen percibir algo en esa dirección, reaparecen de nuevo todos los fantasmas históricos y el deleite invade la comunidad entera. Entonces la multitudinaria guarnición de aprovechados que tiene en la defensa de los supuestos agravios la justificación de su existencia se dedica con fruición a inculpar al enemigo y encabezar la cruzada.