A menudo se me atribuye una obsesión malsana con Pujol. Incluso el propio Mariscal ha hecho pública en alguna ocasión su perplejidad ante lo que describe como una incomprensible manía. Es cierto que el personaje me resulta teatralmente atractivo y contundente, porque en la propia realidad es casi tan histriónico como en la escena. Quiero decir que, sin añadirle nada, en el teatro funciona de maravilla; eso no implica que de la misma manera que me hubiera fascinado conocer a Falstaff o Macbeth, tampoco se los desearía a nadie... ni como vecinos.
Es un hecho natural que la mayoría de niños ambicionen ser bomberos, Batman o pilotos de Fórmula 1; pues Pujol, en su niñez, ya quería ser presidente de la Generalitat. No estaba solo en estos delirios; muchos chavales catalanes cuyos padres pertenecían a la élite de la
ceba
habían sido educados subrepticiamente en esas leyendas de tierras prometidas. El propio Maragall, nacido en una familia de mayor abolengo que Pujol en tales cuestiones, llevaba también el virus inoculado desde niño, aunque no creo que jugara como Pujol a las cuatro barras de Wifredo o a simular apariciones en el balcón de la plaza de Sant Jaume. No lo hizo, porque Pascual Maragall es hombre de mente poco precisa. Sin embargo, no solo es la imprecisión la causante de su caótica actuación política. Los mayores desatinos siempre se han producido por ser un destacado frescales, convencido de que la providencia es una señora enamorada de su cara simpática y de los versos del abuelo
[4]
.
El erotismo juvenil de Pujol se configuró fantaseando con esos momentos estelares. Mientras todos soñábamos con alguna vedette de generosas ancas, su libido alcanza las máximas cotas cuando se imagina un día cantando
Els segadors
ante una multitud que le vitorea como
President
o siendo investido en un
Parlament
que entonces permanecía sellado. La abadía de Montserrat, después de su ladina reconversión del franquismo al catalanismo, emprende la tarea de sublimar el erotismo de muchos jóvenes en esos ideales, y Pujol, junto a su novia Marta, es un asiduo de este laboratorio del nacionalismo
in vitro
. El ascetismo sexual sirve a la liberación de la patria, pero también hay que saber aprovechar las oportunidades y el martirologio que le ofrece la dictadura. Con dos años entre rejas el franquismo le proporciona una intachable hoja de servicios para el futuro.
No obstante, el caso de Pujol tuvo rasgos inusuales. Su faz exhibía innumerables tics, entornaba los párpados cuando hablaba y lo hacía con una suficiencia disfrazada de campechanía. Uno tenía la sensación de que siempre estaba ensayando su función, y de hecho era exactamente así, porque toda esa parafernalia facial y gestual no era más que un indicio del esfuerzo realizado para convencerse a sí mismo de su ineludible caudillaje.
Pujol se paseaba por el territorio como aquel que circula por la casa en pijama, y cuando hablaba no lo hacía para los demás, sino únicamente para sí mismo; andaba expresando en voz alta sus cavilaciones como si estuviera en el baño. En Madrid decía una cosa, y en casa hacía lo contrario, como se ha podido comprobar con el tiempo. ¡Los más zoquetes profesionales de la política española aún siguen proclamando que se trataba de un hombre de Estado! Nadie trabajó tanto y tan eficazmente para erosionar precisamente el Estado.
Este cuadro podría inducir a una apariencia interesante del personaje, y lo sería si hubiera ejercido de tendero o de párroco; pero las consecuencias de sus dislates en el plano publico han resultado nefastas. Pujol ha significado para Catalunya lo peor que le podía suceder. Practicó una forma de mando ciertamente muy peculiar, basada en una relación populista casi incestuosa, pero, por esa misma razón, insalubre y extremadamente tóxica. Las secuelas de tales acciones perduran y seguirán perdurando en el tiempo, porque lamentablemente ha creado secta a base de incitar los bajos sentimientos de la tribu. Hoy, socialistas, republicanos ultraderechistas y pijocomunistas se han convertido en sus hijos naturales, los cuales siguen perfectamente inmunes a cualquier discurso que no tenga como preámbulo la letanía sectaria. Ellos continúan contaminando el territorio con divagaciones étnicas que han acabado provocando una putrefacta conformidad y sobre todo la autocomplacencia general alimentada por el complejo de que somos un caso especial y singular en el mundo.
En la larga guerra frente al pujolismo, nuestros ejércitos no tenían comparación posible: los suyos poseían todos los medios de difusión y corrupción contra un puñado de jocosos volatineros. En el contraataque llegaron a comprar en Francia a Josep María Flotats para tener ellos la patente de lo que debía ser el auténtico teatro nacional catalán, pero al final el mercenario les salió rana y se largó con su cantinela afrancesada a Madrid.
Mi única estrategia posible consistió en dispararle al Mariscal en un solo flanco: la desacralización del personaje y muy especialmente sobre aquello que pretendía simbolizar. Me tomé el tipo a pitorreo e induje a muchos ciudadanos a seguir el ejemplo. No hay duda de que dimos en el blanco: el Mariscal se puso frenético e instigó sus huestes a toda suerte de ingenios militares como el bloqueo de medios o la destrucción de nuestro prestigio profesional. Comprobada nuestra resistencia, arremetió entonces con un arma camuflada pero de una ya probada eficacia en el asunto Banca Catalana: «El ataque a la Generalitat o a su presidente es un ataque a Catalunya».
En lo referente a nosotros dicha estrategia fue secundada en todos los ámbitos nacionalistas. No estaban para sátiras sobre las cosas sagradas y arreciaban las acusaciones de anticatalán. Confinado en ese campo, la guerra se presentaba mucho más dificultosa, ya que me forzaba a escorarme hacia una posición de consecuencias imprevisibles.
El resultado final de la táctica pujolista podía significar enfrentarme al país entero, y como en los juegos infantiles, cuando era atacado por una multitud de chavales, solo me cabría amenazar con aquella cándida simpleza: «Todos contra uno, mierda para cada uno». Aquí no era posible enviar a todos los catalanes a la mierda, como hizo en su día aquel tabernáculo del franquismo llamado Luis de Galinsoga, director de
La Vanguardia Española
. Precisamente, la campaña de acoso y derribo del bronco director fue orquestada y aprovechada por el mariscal Pujol y sus cofrades montserratinos para alimentar el victimismo de la tribu y salir reforzados.
¡Mal asunto! Si la guerra declinaba por esos derroteros, sería cuestión de ir empaquetando enseres y buscarme algún asilo político.
Llego puntual como siempre. Ni un solo minuto de retraso ni de adelanto. Mi percepción del tiempo al volante de un coche es realmente prodigiosa. No tengo ningún pudor en reconocerlo. En una distancia de 500 kilómetros el margen de error no excede del minuto. Como de costumbre, Dolors elogia la hazaña con el mismo halago de siempre, cuya mezcla de ironía y ternura tiene la virtud de desencadenarme la risa cada vez que lanza el piropo: ¡Qué gran taxista se ha perdido el mundo!
Ella lo expresa como terapéutico distanciamiento con el fin de disipar mis humos artísticos, pero yo estoy cada día más convencido de ello en la misma proporción en que me asaltan dudas sobre otras habilidades a las que llevo dedicando tantos años. Ya me gustaría manejar el teatro como manejo el automóvil, y, sobre todo, hacerlo con ese dominio tan certero del tiempo con el que ventilo mis viajes.
Nuestros entrañables amigos Gola e Ignacio, duques de Segorbe, nos reciben con una euforia que te hace sentir único y excepcional en sus afectos. Es una cualidad que alberga solo en algunas personas que mantienen una enorme diversidad de amistades de toda índole, lugar y condición. A Ignacio Medina lo conocimos en la «bodeguilla» de la Moncloa, en uno de aquellos encuentros que Felipe González utilizaba para enterarse de cómo iba España. Una vez finalizada la velada, Ignacio se ofreció a acompañarme hasta el hotel en su coche, pero el vehículo no quería arrancar. Entonces ocurrió una curiosa escena, a la que atribuyo cierto contenido simbólico. Para poner el motor en marcha nos acomodamos los dos en el interior del coche y el presidente del Gobierno, ayudado por un par de guardias civiles, nos iba empujando por los jardines del palacio hasta que empezó a funcionar. Con toda franqueza, yo hubiera deseado que el motor no arrancara, para así ir atravesando Madrid empujado por aquella comitiva tan emblemática en la que una representación del poder moderno propulsaba a la nobleza más genuina de España junto a un acólito de Moliere.
Es curioso que algunas sensaciones de estilo similar las he seguido experimentando en todos mis encuentros con los duques. No es una cuestión de anacronismos; nuestros amigos Gola e Ignacio son personas que segregan un ánimo abierto hacia todos los fenómenos de más rabiosa actualidad. Sin embargo, no consigo abstraerme de un memorable pasado que revive por momentos con su presencia; incluso, a veces, estos simples destellos intermitentes tienden a confundirme sobre el instante y la época que estoy viviendo.
Al llegar al palacio de Moratalla, un lugar delicioso situado entre Córdoba y Sevilla, intuía que reaparecerían aquellas sugestivas evocaciones durante las jornadas que pasaríamos juntos. Esta vez con un motivo mucho más justificado, ya que Dolors se disponía a pintar los retratos de nuestros amigos. La escena se prometía algo velazquiana.
—Lo importante de la pintura es que la materia esté viva.
Mientras Ignacio posa, Dolors le aclara las razones por las que había desestimado un retrato suyo iniciado en Jafre. El parecido era muy fiel al modelo, pero ella le explica que la pintura, por una serie de tecnicismos, le estaba quedando con una pátina algo mortecina, ante lo cual decidió empezar otro cuadro.
No he conocido otra artista tan minuciosa y exigente consigo misma. La apreciación de este problema de la materia entre los dos cuadros era de una sutilidad tal que a cualquier profano le pasaría completamente inadvertido, pero precisamente ella se plantea el arte totalmente al revés de como se entiende en la actualidad, o sea, como una cuestión de minúsculos matices. Hoy, todo funciona al por mayor, el genio no se para en minucias, y para instaurar la nueva dictadura vanguardista ha sido necesario destruir cualquier referencia a la realidad. De esta manera el juicio siempre es subjetivo. La consecuencia inmediata de esta perversión del criterio es que la gente queda desactivada en todo lo relacionado con la pintura, que fue precisamente el arte de la sutilidad. Cuando uno observa detalladamente un vermeer constata con toda nitidez la importancia decisiva del más ínfimo matiz en un espacio tan reducido.
Como de costumbre, unos días antes de pintar los retratos, Dolors mostraba cierta intranquilidad sobre el éxito de la empresa. Cuando se encuentra de plano frente a una obra, su natural serenidad se tambalea sensiblemente y aparece ese ligero desasosiego que trato de contrarrestar por puro egoísmo, pues su inquietud me produce congoja. Esta operación tranquilizadora acostumbra a ser una muestra más de torpeza masculina por mi parte, porque siempre acabo diciéndole aquello que menos conviene a una circunstancia sedante.
—No te inquietes; tienes dos semanas por delante...
—Esto es precisamente lo que me preocupa: el poco tiempo de que dispongo.
¡Bingo! Doy exactamente en lo menos tranquilizador que podía sugerir. Sentado en un sillón, Ignacio posa con una disciplinada calma, sin mover un músculo.
—No comprendo cómo puedes resistir tanto tiempo quieto.
Le hago partícipe de mi admiración, pues no soy capaz de aguantar un minuto sin movimientos innecesarios. En mi caso, además de eficiente taxista, ¡qué buen actor hubiera sido sin ese maldito meneo permanente!
—Posar me relaja.
Efectivamente, nuestros amigos demuestran una insólita capacidad para posar sin moverse. Las sesiones pueden durar tres horas y la conversación surge al ritmo pausado de las pinceladas. Hablan sobre todo de arte. Ignacio es también un excelente artista; podría decir que se trata de un magnífico arquitecto, pero, tal como está hoy el gremio en España, no sé si sería un elogio demasiado apreciable.
La niñez de este hombre singular transcurrió entre pinturas de Velázquez y Goya en la Casa Pilatos de Sevilla. Sus juegos infantiles se desarrollaron en aquellos impresionantes patios ornamentados con esculturas romanas. En su vida actual ha seguido manteniéndose fiel a la coexistencia con la belleza, restituyendo el tributo de tan afortunado privilegio en las casas, palacios y hoteles que construye o restaura. El talento arquitectónico y decorativo del que hace gala es una brillante contribución a ese pasado; la huella de su exquisito gusto se aprecia en los más ínfimos detalles, ya sea una puerta o una simple reja, y todo ello con un sentido sobrio de la economía. En sus obras nunca aflora la fachendería ni el lujo burgués. No he conocido hasta el momento ninguna persona con mayor sabiduría en la construcción y transformación de un espacio.
El palacio de Moratalla en el cual residimos es un fiel testimonio de sus capacidades. Todo está reinventado y, sin embargo, es de una legitimidad mucho mayor que lo auténtico. Arte puro. Lo mismo que en el teatro, la vida representada es más impresionante que la real.
Es fácil deducir que, entre las personas y el lugar, tanto Dolors como yo podamos considerar la situación que vivimos estos días como cercana al tópico de una felicidad ilustrada. No obstante, en las largas conversaciones con nuestros amigos planea siempre una leve nostalgia sobre otros tiempos mejores en que la búsqueda del equilibrio y la belleza constituyeron el núcleo esencial del ser humano. No sé si existieron realmente estos períodos o son un espejismo novelesco en el que nos refugiamos algunos artistas irritados con nuestra época. En todo caso, no podemos dejar de lado las realidades tangibles en forma de obras excelsas, únicos testigos vivos y permanentes capaces de transmitirnos el espíritu de aquellos momentos. No descarto que el Renacimiento, simplemente con la Seguridad Social y la Inquisición solo en efigie, fuera para nosotros la perfección.
Precisamente en Moratalla la situación adquiere tintes añejos; los días transcurren con Dolors pintando los retratos en un bellísimo salón, un servidor escribiendo estas líneas en la biblioteca del palacio, y luego los paseos por el espléndido parque que diseñó Forestier y en el que Ignacio va añadiendo nuevas aportaciones, intentando así establecer un lenguaje simbolista entre los distintos elementos vegetales y escultóricos. Hoy, lo encuentro repartiendo indicaciones a unos ayudantes que colocan en el boj recién plantado unos artilugios metálicos simulando pequeños barcos. El ingenio servirá de guía para que, una vez crecido el arbusto, puedan podarlo siguiendo la forma del molde. Dentro de unos años aparecerá en forma vegetal la exacta colocación de las naves en la batalla naval de Actium, y entre ellas se verán las olas del mar representadas en las ondulaciones con que fue plantado el boj. Esta misma representación de las olas también ha sido diseñada como un laberinto abierto. Confieso que los asuntos en los que anda siempre metido Ignacio me dejan pasmado. ¿Quién realiza hoy en España algo parecido? En el terreno de cuantas cosas tengan que ver con la transformación armoniosa de las formas, este hombre es un personaje insólito.