En anteriores encuentros nos inició en el lenguaje de los jardines. Hasta entonces yo podía gozar de un parque simplemente porque me parecía meritorio contener la naturaleza y convertirla en una agradable decoración. Ajeno a otras posibilidades, me venía comportando como un bárbaro que plantaba árboles en el campo circundante de la casa de Jafre con intención de convertirlo en una maqueta de la selva amazónica. Después de las descripciones simbolistas de Ignacio, la mirada sobre mi propio jardín cambió radicalmente; el único discurso allí representado podía asemejarse a un caos multirracial de suburbio parisino. A pesar de mi nueva óptica sobre las posibilidades del lenguaje vegetal, nuestro jardín sigue hoy todavía en una mezcla de intenciones materialistas que van desde la rentabilidad, en cuanto a frutas se refiere, hasta la pura protección del sol durante los rigores del verano ampurdanés. Cierto que resulta agradable pasearse bajo los árboles cuando arrecia el calor, pero un jardín, a pesar de la funcionalidad refrescante, puede desprender un lenguaje tan sugerente como un poema. En nuestro jardín no existe poema alguno; como máximo transmite el dicho popular catalán: «
Pardal que vola, a la cassola
» [Gorrión que vuela, a la cazuela].
Por el contrario, Ignacio, además de rehabilitar dos de los jardines más bellos de España, el de Oca (Galicia) y el de Villa Manrique (Andalucía), ha realizado auténticas heroicidades en materia forestal. Una de las últimas es plantar en la finca de Gato, colindante con Doñana, cientos de miles de alcornoques para restablecer de nuevo algunos espacios de la dehesa. No creo que hoy exista nadie en este país que trabaje para el futuro de forma parecida; si acaso, unos pocos plantan pinos porque son de crecimiento rápido, pero invertir para el placer estético y ecológico de nuestros nietos con árboles que tardan un siglo en hacer su efecto es algo insólito si tenemos en cuenta que vivimos en España. Un país donde, precisamente, el goce sobre estas materias consiste en todo lo contrario: cortar árboles a diestro y siniestro como quien despedaza al vil enemigo.
Dolors es incansable. Su aspecto frágil desorienta a todos; puede pintar horas y horas sin descanso. Cuando por la noche nos retiramos a nuestro dormitorio, al pasar junto al salón donde tiene instalado el caballete, vuelve a estudiar detenidamente los retratos. Nos enzarzamos en especulaciones técnicas sobre la expresión del rostro de Gola, de la que ha conseguido plasmar su mirada afectuosa con ese ligero destello irónico que la caracteriza. Un retrato es algo de una enorme sutilidad, en el que cualquier detalle erróneo o inadvertido puede cambiar totalmente la atmósfera del personaje, e incluso, a pesar de un supuesto parecido, convertirlo en otra persona. La destreza que tiene Dolors para captar la esencia del modelo es muy posible que sea consecuencia de su considerable interés por los demás y esa facilidad natural por olvidarse de sí misma.
La atracción que siento por ella es la misma que ejerce en mí su pintura. Sufro si algo se le pone difícil, me siento reconfortado cuando encuentra el camino y me deleito ante el resultado satisfactorio. Mi propia obra me importa un rábano cuando contemplo sus telas. Una vez que está el cuadro en casa, me entristece si lo vende; al igual que un antiguo mecenas, desearía que pintara solo para mí. Eso me ocurre porque hay momentos en que su pintura la refleja con más intensidad que su propia presencia, y porque reconozco en cada pincelada sus más delicados sentimientos; me basta percibir la sutil intimidad con la que trata un paisaje para que nunca más pueda mirar aquel panorama real sin rememorar el cuadro en que lo plasmó.
Antes de entrar a nuestra habitación, Dolors me coloca en la silla donde posa Ignacio, exactamente en su misma posición, para así poder corregir todavía un pequeño detalle en la colocación del brazo.
—¿No te sería más práctica una fotografía para cosas tan precisas?
—No consigo ver nada en una foto.
Se lo he propuesto con muy poco convencimiento, pues no me imagino a Dolors sirviéndose de una fotografía. Comprendo su escepticismo, ya que también soy reacio a las fotos; mi mayor tortura son las sesiones en que a menudo me toca posar para los medios. Sentirme rodeado de una docena de individuos ametrallándome con el flash es una sensación inquietante por su analogía con el fusilamiento. Cuando el acto resulta tan poco sugestivo es difícil que el resultado pueda ser sublime. El solo hecho de pintar o esculpir una piedra para que aparezca un rostro es ya de una belleza tal que propicia el resultado prodigioso. Ocurre algo parecido entre la artificiosidad espectacular del cine y la sencillez artesanal del teatro.
La verdad es que juntos tenemos muy pocas imágenes; las guardamos mejor y más intensamente en nuestra memoria, la cual se comporta con mayor fidelidad rememorando emociones o, por lo menos, extrayendo la sustancia de lo acontecido. Seguramente, este es el problema de la fotografía: tiene una incuestionable eficacia en la descripción detallada de un instante, pero se trata solo de una realidad aparente y fácilmente engañosa. Para conseguir que emerja una verdad más profunda hay que entremeterse y forcejear bajo la cascara superficial como lo han hecho los grandes artistas en cualquier disciplina.
Hace unos años, los pintores del llamado hiperrealismo se servían de la foto proyectada para plasmarla sobre la tela, pero el resultado siempre desprendía un clima glacial, era pintura sin palpitación y, como consecuencia, alejada de la verdad. De hecho, imitaban una foto, no el natural. Mi gran duda sobre esos hiperrealistas es si la falta de palpitación se debe al procedimiento utilizado o simplemente a que esos pintores ya no tienen nada que decir.
Sobre la cuestión de la fotografía, Salvador Dalí, refiriéndose concretamente a
Las Meninas
, proclamaba con su afilada mordacidad que entre una buena fotografía del cuadro y el original de Velázquez la diferencia era solamente de mil millones de dólares.
Los retratos son espléndidos. Dolors no hace trampas ni efectismos para distraer al público ante posibles defectos. Posee una honradez en la línea de Cézanne y, afortunadamente, hace caso omiso de mis indicaciones, que siempre presuponen la inevitable deformación profesional de un oficio de picaros. No debería aconsejarle nada, porque el artificio efectista del teatro tiene ciertas contradicciones con el arte pictórico. A pesar de mis inclinaciones escénicas, yo también prefiero la pintura que habla por sí misma sin demasiada tramoya; sin embargo, los pintores teatrales, como el caso de Caravaggio, gozan hoy de gran predicamento, sobre todo entre los literatos. Sin lugar a dudas, se trata de un excelente pintor, pero prefiero un bodegón de Zurbarán o un paisaje de Pisarro. Aquí entraríamos en la eterna discusión sobre si lo esencial en arte es el tema o la forma de abordarlo. En todo caso, estoy convencido de que igualmente me seguiría impresionando Velázquez, aunque hubiera pintado vertederos.
La pintura de Dolors adquiere en estos tiempos un carácter heroico. Su alejamiento de las modas, de los inventos publicitarios, del gusto por el feísmo y de otras frivolidades aplicadas a lo que llaman artes plásticas reduce el ámbito de su obra a una función testimonial, pero de gran significación; ella participa en la conservación del oficio de pintor, cuya sutilidad se ha extinguido ante la vorágine exhibicionista. Me refiero al oficio en que los pintores por medio de unos pigmentos mezclados con aceite plasmaban sobre una superficie plana la realidad profunda, pero siempre reconocible, del entorno. Actualmente, este procedimiento y otros similares, como el fresco, que aportaron las mayores obras a la humanidad, han sido barridos por una epidemia endogámica cuyos protagonistas tratan de mostrar al mundo entero su «yo» obsesivo, mediante la exhibición de materiales de vertedero. En esta búsqueda histérica de la innovación solo han conseguido repetir hasta la saciedad lo mismo, o sea, su enorme demostración de impotencia. La única intención del tinglado comercial es sorprender con una impúdica ostentación de primitivismo, la cual, para triunfar, siempre debe ser más grosera que la del anterior engañabobos.
Solo hablar de ello ya me provoca repugnancia, porque supone referirme a la mayor puerilidad inventada por el hombre moderno. No hay nada que merezca un comentario mínimamente serio y, sin embargo, semejante estulticia ha hecho correr ríos de tinta, porque es el río revuelto que hace las delicias de numerosos aprovechados que se erigen en expertos para así ser nombrados comisarios del sablazo público. Odio profundamente a esta caterva de bárbaros que, ensalzados con el apoyo de las instituciones, han desahuciado cualquier atisbo de inteligencia, rigor y belleza en el arte. No experimento el menor escrúpulo al expresar el desprecio que siento hacia ellos, en la misma medida que venero el coraje de los escasos artistas que perseveran en el auténtico oficio de la pintura y la escultura. La admiración que profeso a mi mujer es también por esta voluntad inquebrantable que le hace seguir pintando a pesar de la inmensa soledad en la que han sumido a un arte tan benefactor e inductor de buenos sentimientos. En este mismo nivel coloco asimismo la obra de Ignacio Medina, al que le toca imponer la belleza a contracorriente.
Si tuviéramos entre nosotros a Cervantes como contemporáneo, en vez de las mágicas apariciones que solo podían ver quienes acreditaran pureza de sangre en su
Retablo de las Maravillas
, hoy la trama consistiría en esta enorme estafa avalada por los notables de la sociedad, los cuales, para no hacer el ridículo ante el dictamen de los expertos, elevan a categoría de genios a los que no son más que embaucadores. ¡Qué magnífica fuente de inspiración sería para Cervantes ver a los Reyes de España inaugurando la feria ARCO!
Los desayunos de Moratalla constituyen un momento especialmente sugestivo. La gran sinfonía exterior, interpretada por toda clase de pájaros, ameniza las primeras conversaciones de la mañana. Las condiciones excepcionales del lugar las deben de conocer todas las aves, desde Alaska hasta Madagascar, porque un espacio de esta naturaleza viene a ser como un Nueva York para ellas.
De nuevo el arte es tema de conversación con nuestros amigos. Compartimos el agobio de mal gusto generalizado que sufre España. El rápido enriquecimiento ha sido también causa de lamentables contrapartidas en este terreno. Lugares que habían sido idílicos han resultado devastados en muy pocos años y no parece que el futuro presente un cambio de tendencia. Por cada ladrillo que Ignacio pone con exquisito cuidado hay un millón de ellos dedicados a descalabrar la vista; mas este hombre, en cuestiones que tienen que ver con la belleza, es inasequible al desaliento. Le toca luchar con una burocracia ignorante en estas materias, pero sobre todo debe soportar las terapias personales del político acomplejado contra su histórico linaje en forma de obstáculos permanentes y arbitrarios.
En mis primeros encuentros con Ignacio, determinados aspectos de su personalidad me recordaban al príncipe Fabrizio di Salina, que tan magníficamente describe Lampedusa en
El Gatopardo
. Sin embargo, con el tiempo fui percibiendo algunas diferencias fundamentales con el personaje siciliano: la primera es que, así como el príncipe mira el mundo que llega con resignada desesperanza, Ignacio no se conforma y contraataca con sus obras destinadas a conseguir un entorno menos vulgar para el futuro. Otra significativa diferencia es la esposa: Gola es una valiosa colaboradora en la guerra de su marido contra la depredación del medio natural y urbano. Es una inteligente mujer con una dulzura melosa heredada de su vinculación con el Brasil, de donde es nieta del emperador Pedro II. Naturalmente, nada que ver con la puritana María Stella, la esposa del príncipe Fabrizio en la novela, la cual podría ser causa de abatimiento melancólico en cualquier marido sensible, ya fuera noble o plebeyo. No obstante, si tuviera talento cinematográfico, encontraría en el mundo de los duques de Segorbe ingredientes más que sobrados para componer un
Gatopardo
contemporáneo, y posiblemente bastante más esperanzador.
Dos semanas después de nuestra llegada a Moratalla los retratos están acabados. Les gustan a nuestros amigos y también a mí, pero Dolors nunca está del todo satisfecha. Puedo asegurar que, si ella tuviera la oportunidad, los tendría unos años en su poder para seguir haciendo retoques.
En su vida, como en su arte, el matiz es trascendental, significa muchas veces el todo. La influencia que ha ejercido dicha característica sobre mi teatro ha sido enorme, y sus consecuencias sobre los últimos montajes se notan claramente, porque cada vez el número de ensayos es mayor. Por este camino puede ocurrir que ya ni estrene un espectáculo y sigamos ensayándolo hasta la jubilación. A pesar de todo, lo hago persuadido de que no quedará nada de mis obras en el futuro o, en el mejor de los casos, quizá alguna mínima partitura; en cambio, estoy convencido de que la pintura de Dolors nos rebasará en el tiempo. La época que le ha tocado vivir es, sin lugar a dudas, la peor posible, pero queda aún una última esperanza en la dinámica pendular de la historia, que siempre acaba batiendo a los bárbaros (si no fuera así ya no existiríamos como especie).
Nos despedimos. Los amigos parecen lamentar nuestra marcha; era tan agradable esta rememoración real de un pasado imaginado que seguiríamos largo tiempo en la ficción renacentista; pero fuera nos espera la guerra auténtica.
Como todo lo bueno, los días felices de Moratalla están predestinados a transformarse en serena nostalgia; mas al seguir vivos nos queda siempre la posibilidad de reincidir.
Desde la tribuna fui corrigiendo el ángulo de tiro, y al llegar a un punto determinado de mi parlamento los tenía en el objetivo. Estaban sentados en una mesa lateral frente a sus portátiles. Les acompañaban varios fotógrafos intentando dispararme, buscando sobre todo algún gesto que pudiera considerarse agresivo. Como resultado de un largo silencio colocado adrede en mi disertación, el público permanecía especialmente atento. Era el momento esperado, vacié el cargador: «... hoy... lo peor que puede pasarle a uno... es tener razón. Será víctima propicia de unos medios de comunicación que, amparados en la funcionalidad de reflejar objetivamente los hechos, vienen dedicándose de manera sistemática a la desfiguración de la realidad como su mejor estrategia comercial. La verdad escarnecida se ha convertido en un negocio muy rentable. Ellos crean el problema, enfrentan a los contendientes y juzgan a los culpables. Jueces y políticos esperan su refuerzo para obtener impunidad pública. Pero en este territorio hay algo aún más indigno: es la sumisión al régimen demostrada por los medios catalanes en su totalidad. Este inicuo vasallaje es de los capítulos más vergonzosos que ha vivido el periodismo de este país. Ni el vil acatamiento de la prensa durante el franquismo tiene parangón con esta servidumbre corrupta y de consecuencias tan nefastas para la ciudadanía».