—Faltaba más. ¿No quiere un café?
—Pues, bueno. Tampoco quiego estogbagg, ah.
—No, no, si no es molestia. Así me cuenta.
Él mismo se acercó hacia la cocina por los cafés y el agua mientras Pablo Lefebre curioseaba dentro del despacho. Sobre la mesa reposaban papeles y un manuscrito entreabierto en el que el escritor trabajaba rodeado de su tintero, varias plumas, un cenicero y unos atriles donde colocaba el diccionario y una pequeña pila de libros de consulta, generalmente históricos.
La biblioteca guardaba varias joyas clásicas y obras en francés que llamaban la atención de Lefebre. Desde novelas de Balzac, Flaubert y Zola hasta ensayos revolucionarios como
Le socialisme contemporain
, de Emile Laveleye. La francofilia de don Benito saltaba a la vista en esas lecturas y en algo más. A día de hoy, y con todo el escándalo que supuso para los más retrógrados de la ciudad, nadie había conseguido arrancar de un lugar prominente en su escritorio uno de sus objetos más apreciados: la máscara mortuoria de Voltaire.
La polémica saltó el año de la inauguración de la finca, en 1893. Le echaban en cara que no prestara la misma atención a la simbología cristiana, pese a que también había colgado en su estudio un Cristo de Velázquez. Pero ahí seguían ambas figuras, conviviendo naturalmente, como debe ser en la decoración de las casas que habitan aquellas personas con alma grande, donde la creencia íntima no aniquila la duda de la razón. Ni las campañas de todos aquellos tercos que se hacían cruces; ni los aspavientos a favor y en contra del espíritu enciclopédico y volteriano del escritor lanzados por periódicos furibundos como
La Atalaya
y proclives como
El Cantábrico
; ni los ataques de la santa madre Iglesia y de algunas autoridades lograron que tirara a la basura aquel símbolo de librepensamiento. Le costó que algunos le negaran el saludo. Pero, por otra parte, ¿quién quiere conservar amistades de la más tozuda raza intolerante?
No le había ocurrido eso con quienes más le importaban en sus afectos: amigos como don José María de Pereda, su colega más próximo, aquel que le había seducido con los encantos de la tierra que le acogía en sus largos veraneos, y don Marcelino Menéndez Pelayo, erudito local que fue abriendo con los años su rocoso tradicionalismo juvenil hacia posiciones más suaves. Eran dos conservadores, incluso dos conservadores duros, pero, ante todo, dos amigos. Allí colgaban los retratos dedicados de ambos, junto al que el pintor Sorolla había regalado al escritor con su propia imagen y otros de Zola, Blasco Ibáñez, su buena amiga y amante, la gallega Emilia Pardo Bazán, Armando Palacio Valdés, los políticos Cánovas y Sagasta, dos boxeadores de la Restauración e incluso uno de la reina Isabel II.
Don Benito entró en el despacho parsimoniosamente.
—Ahora traen los cafés. Mientras tanto sírvase el agua y siéntese, que vendrá cansado.
—Cada vez se me hace más cuesta agrriba este maldito tgrabajo —comentó el cagueta antes de beberse de un suspiro un par de vasos repletos.
—¿Ya realizó aquella hazaña de llegarse desde París hasta aquí andando? —preguntó curioso.
El escritor había tomado asiento recubierto con una manta sobre las piernas y se disponía a someter a un interrogatorio al amigo francés.
—Sí, sí.
Bien sûr
. Lo hice este otoño. Toda una expeguiensia, ah. Una expeguiensia incgeíble. Tagdé veinticinco días y fui comiendo lo que en los pueblos me daban pog el camino. Peggo acabé cansado, sí, sí. Muy cansado. No lo vuelvo a haceg, ah, no, no.
—Tampoco me extraña. De buena gana le metería como personaje en alguna novela mía. Pero los críticos se me iban a echar encima: no creería nadie esa gesta. Ya sabe usted que en estos tiempos, la literatura que no respeta el riguroso dogma de santo Tomás que obliga a verlo para creerlo no merece respeto. Estamos embebidos de realismo. La culpa, entre otros, es mía. No se crea que a veces no me entran ganas de escribir novelas de caballerías. Me figuro que alguien, en el futuro, tendrá que atreverse a contar esas historias. Más bien creo que serán los americanos, aunque tardarán. A mí ya me viene usted muy mayor para enfrentarme a tirios y troyanos, pero pienso que sería de justicia reconocérselo.
—No se prgeocupe, don Benito. Me hago carggo. Tampoco lo he hecho pagga pasag a la histoguia. Si me he metido en ello, ah, es pog convencimiento.
—Y por esta santa ciudad, ¿qué se cuece?
—Nada nuevo. Cada día más gambeggros y más bandoleggos. Ya es insoporgtable lo que uno tiene que escuchagg en mitad de la dichosa vía.
—¿Se chotean mucho de usted?
—Pues bueno,
vous savez
, uno tiene que aguantag de todo un poco. ¡Qué quiegue que le cuente!
—Sí, ciertos respetos aquí no se entienden. Estos paisanos tienen la hoguera permanentemente encendida, por hache o por be. Ah, ahí llega el café. ¿Lo quiere solo o con leche?
—Solo, solo,
si’l vous plaît
.
María entró discreta con la bandeja y se alegró de ver a Lefebre lo mismo que él.
—Cada día está más guapa esta moza —comentó el cagueta.
El padre sonrió aprobando el comentario y la niña lo agradeció con su timidez esquiva. Se la notaba especialmente contenta de pasar una temporada en San Quintín. Había nacido en la ciudad y de entre toda la familia quizás era la que más sentía la llamada de la tierra, de los veranos felices frente al mar, de los baños junto a su padre y sus tías en la playa. María se retiró en silencio, como en silencio había venido al mundo después de que el escritor la concibiera con Lorenza Cobián, una de tantas amantes con las que jamás subió al altar. Era un soltero empedernido, pero no solitario: más bien un conquistador impenitente y casi compulsivo. Toda su vida anduvo rodeado de mujeres. Desordenadamente, sin compromiso ni ataduras en casi todos los casos y muy organizadamente en otros. Lo primero era algo que la ciudad veía con recelo; no era lugar aquel para libertinos. Más valía que se largaran a las Indias. Unas fueron amantes, como la Pardo Bazán, compañera intelectual, la Cobián, entretenimiento sexual y algunas actrices con las que mantuvo tórridos romances de pura pasión, como Concha Morell. Las demás eran meras sirvientes. Como sus hermanas, que le ahuyentaban los problemas domésticos de alrededor y se encargaban de limpiar el día y la vida de pequeñeces para que él pudiera dedicarse exclusivamente al trabajo.
—Gracias, hija —le dijo don Benito a María. Luego se dirigió a Lefebre—: No les vendría mal un poco de afrancesamiento a estas gentes. Mirar más hacia ese país suyo y no a la estirada Inglaterra, que es la manía que tienen. Yo siempre he creído que, de copiar, los españoles ganaríamos mucho más copiando a Francia que a los ingleses. ¿No le parece?
—Pues yo estoy de acuegdo, aunque nosotrgos también somos rgaguitos, ah.
—Mucho, mucho. Pero funcionan mejor, eso no me lo negará.
—No, no.
Pas du tout
, no. Y pog Madgi, ¿qué hay de nuevo?
—Poco, poco.
—Ya han llegado aquí noticias de lo de su obrga de teatrgo. Se ha montado buena.
—Ya ve. Yo jamás pensé que fuera para tanto. Aquí mismo la parí. En este escritorio. Pobre Electra…
Don Benito quedó un momento pensativo. Quizás en ese momento le volaron pensamientos inquietos que le llevaron hacia aquel episodio desagradable. Se había estrenado
Electra
en el teatro Español de Madrid, y sin comerlo ni beberlo, se encendieron los ánimos. En la obra, la inocencia de una muchacha acaba conducida al abismo por la intolerancia de sus tutores, que pretenden enclaustrarla contra su voluntad. Aquel personaje se convirtió en un símbolo anticlerical y antifanático que desató una ola de protestas contra la Iglesia. Desde los púlpitos respondieron sin pensárselo. Rápidamente se publicaron pastorales en contra y se comenzó a impedir su estreno en varias ciudades.
Durante meses no se habló de otra cosa. Don Benito temía que el altercado le granjeara aún más enemistades en la ciudad de su retiro. Todo se andaría. Faltaba que el público de allí viese la obra y juzgara por él mismo, cosa que parecía próxima. Poco iba a influir el hecho de que sus amigos Menéndez Pelayo y Pereda le defendieran una vez más, aunque no aprobaran los ataques violentos a iglesias y conventos que se produjeron al hilo de su estreno y después su boicot. Eso no ayudó en absoluto a calmar ánimos.
No lo habían defendido siempre. Muchas veces él solo se bastaba y se sobraba. Pero en los casos graves siempre se mostraban dispuestos a apagar el fuego. Los tres tuvieron a menudo sus diatribas; no les gustó, por ejemplo, la cantidad de similitudes que la ciudad de Orbajosa, aquel imaginario bastión de la intolerancia que dibujó en
Doña Perfecta
, guardara tantas coincidencias con lo que ellos conocían. Pereda le había tirado con piedra en su obra
Tipos trashumantes
cuando dedicó el capítulo «Un sabio» a retratar la guisa de un krausista, filosofía a la que el escritor se sentía próximo. Mientras, don Marcelino, en sus
heterodoxos
españoles, le había lanzado algún comentario crítico: «Vale mucho más sin duda el novelista descriptivo de los
Episodios nacionales
, el cantor del heroísmo de
Zaragoza
y de
Gerona
que el infeliz teólogo de
Gloria
o
La familia de León Roch
.»
Dialécticas. Hablaban y hablaban una y otra vez, en sus tertulias, de su idea de España. Pero civilizadamente, conscientes de que no existe diferencia ideológica que deba romper los pilares de la mejor amistad. Y así siguieron, ejemplarmente, hasta el final. Más de treinta años llevaba veraneando en aquella ciudad, en aquella patria de primavera, verano y principio de otoño propicia para su inspiración. Departiendo, paseando, discutiendo, creciendo con sus compañías en las tertulias de El Suizo, por el muelle, en la reunión marinera de la velería de Daniel Anavitarte y ya últimamente en San Quintín, donde el escritor recibía por las tardes a sus amigos al aire libre o dentro si el tiempo no acompañaba, cosa frecuente.
Lefebre quiso saber algo más.
—Cuentan que van a estrgenaggla pog aquí. ¿Sabe cuándo?
—Si los curas lo permiten, este verano. ¿Cómo anda el ambiente para eso? ¿Nos darán duro?
—Anda caliente, no le voy a engañag.
—Sí, ya veo. De ésta acaban excomulgándome.
—Bah, bien poco le impogta a usted.
—También es verdad. Le juro que este país es imprevisible. El día antes del estreno me hubiera apostado esta casa, que es lo que más aprecio de todo cuanto poseo, a que la historia iba a dejar a todo el mundo indiferente. Créame, Pablo, que no es gran cosa. La escribí sin ánimo de herir ni ofender a nadie. Pero, sin embargo, hay algo, algo dentro, algo no explícito, que exalta los ánimos. Si supiera lo que es a lo mejor lo hubiese evitado.
—Esas cosas pasan. Una buena obrga lo es cuando la hasen suya quienes la leen y escapa al dominio del prgopio autog.
Electrga
ya no es suya. Se la ha arrgebatado a usted buena pagte de este país.
—Pues va a tener razón, amigo Pablo.
—Bueno, yo me margcho. Tengo que llegargme al Sargdinego cuanto antes. Muchas grasias don Benito, que esté bien.
—Le acompaño.
—No, no, ni se moleste. Sé salig.
Pablo Lefebre encaramó a paso ligero, sin correr esta vez, la curva de La Magdalena y observó las tímidas olas que amamantaban la playa del Camello. El horizonte abría. El cagueta tenía tiempo de perderse un poco ensimismado en el camino antes de que regresara el tren hacia el centro de la ciudad. Así que se permitió el lujo de moverse disfrutando de aquel paisaje manso. De aquel día de tregua, con temperatura razonable, que traía consigo una prematura calidez no definitiva de primavera sin sobresaltos, de primavera apaciguada.
Don Benito se quedó en su despacho, liberado al fin de la pereza que en las primeras horas de aquella mañana le mantenía agazapado y de brazos caídos. La conversación con Lefebre le espabiló. Cierto es que no podía evitar la sombra de una justificada pereza mental para afrontar el conflicto. Dos no pelean si uno no quiere, pero, en el caso de la polémica sobre
Electra
quienes querían jaleo no le iban a dejar tranquilo. Lo que no podía ocurrir, bajo ningún concepto, es que se salieran con la suya aquellos que portaban el estandarte del Dios castigador, del Dios iracundo, del Dios con el que don Benito, creyente paradójico y en duda permanente, jamás iba a comulgar. El Dios que para él representaba la inquisición y la hoguera.
Alzó las cejas y se aisló del creciente soniquete uniforme de las labores. Su mente había aprendido a despreciar el duelo de cacharros que venía de la cocina, el seco lamido de escobas que se alternaba con un toqueteo de palos contra la pared y los escalones. Incluso sabía inhibirse de los gritos de su hermana Concha, la que gobernaba con alma de hierro al servicio. Debía dirigirse a él dos o tres veces para que le hiciera caso cuando quería pedir algo y se veía obligada a interrumpirle cuando estaba trabajando.
No fue el caso aquella mañana. Cerró la puerta del despacho. Se encaminó al escritorio y comenzó a releer el manuscrito que tenía sobre la mesa. Apenas había comenzado a redactar y le había salido excesivamente rimbombante.
Atienza. Octubre. He decidido en esta hora de la verdad suprema dirigir hacia ti mi rostro y mi pensamiento, oh justiciera y consoladora posteridad. Quiero llevar ante ti la humildísima ofrenda de mi vida presente para que tengas la misericordia de guardarla a buen recaudo en el arca futura, donde renazca con toda la verdad por medio de mis sinceras confesiones. No escribo estas pesarosas líneas para los vivos sino para los que están aún por nacer, me despojo ciertamente de los artificios, cierro los ojos a todas las tentadoras mentiras y a las vanas imágenes del miserable mundo que me rodea, y no veo ante mí más que el luminoso concierto de otras existencias mejores, aleccionadas por nuestra experiencia y sabiamente instruidas en la social doctrina que a nosotros nos falta, veo la ansiada regeneración humana levantada sobre las ruinas de nuestros pobres engaños, construida con los dolores que al presente padecemos y con el material de tantos y tantos yerros y equivocaciones…
Tachó, tachó y volvió a tachar. Arrancó la cuartilla de cuajo, mojó la pluma y empezó sobre el siguiente folio en blanco. Parecía muy centrado, con sus anteojos encaramados hacia el papel y el bigote bamboleándose inquieto en el labio superior marcando el paso de la redacción sobre aquello que daba en titularse
Narváez
. Sin ningún síntoma de desesperación, natural y ordenadamente, don Benito, que pertenecía a la raza de esos narradores convencidos de que la inspiración es ese aire que te sorprende trabajando, escribió: