El ataúd quedó perfectamente encajado en el hueco de la tumba. El cura clamó unos últimos salmos a los que nadie prestó demasiada atención, respondidos convenientemente por quienes se sabían el misal. Cuando los sepultureros entraron a terminar su trabajo, a Diego Martín le cayó una lágrima furtiva por la mejilla derecha. Rafael lo vio perfectamente, pero creyó que una gota de aquella lluvia intensa le había salpicado directamente a la cara. Jamás había visto a su padre llorar.
Costó reponer el ritmo normal del calendario. La rueda analgésica de la rutina empezó a girar a trompicones. Los días no parecían días; las noches, tampoco. Se confundía la luz con la sombra, la espuma del agua revuelta con la ceniza y el barro con la carne y la sangre todavía esparcidas por el suelo. La ciudad quedaba a expensas de los ojos del insomnio.
Ya se habían apagado casi todos los fuegos. Había pasado ese peligro, el más amenazante. Pero los nervios traicionaban y escapaban al control de los supervivientes: nadie se escabullía todavía de los sobresaltos, sobre todo los que producían unos insoportables rugidos mecánicos entre el derrumbe controlado de las ruinas. Los muros chamuscados de las casas y las astillas sin consumir de los almacenes recalcaban el paisaje de la desolación.
Los vecinos que se habían lanzado a la huida desesperada en las horas cercanas al estallido dormían ya en sus casas. La mayoría de los muertos, en el cementerio. Quedaban pendientes los desaparecidos, con ese insoportable interrogante que no se borra jamás entre quienes los buscan, entre quienes los esperan, muchas veces inútilmente.
A algunos los devolvía con todo su desprecio la marea. A no pocos les pareció cruel el destino de aquellos que no quiso acoger ni el seno del Cantábrico. Aparecían en playas lejanas, por Noja, por Berria, sin que la resaca los volviera a engullir hacia adentro. Ése fue el caso del gobernador, don Manuel Somoza. Una cosa es segura: nadie atina a descifrar las contundentes razones de la mar. A otros, en cambio, sí se los tragaron las aguas para siempre y ahí descansan. Bajo la sima eterna de la bahía, mecidos al capricho de sus corrientes, en la mejor de las sepulturas para muchos marineros.
El
Machichaco
amenazaba todavía el puerto con su altiva presencia; nadie sabía bien qué hacer con sus restos. Producía temor y asco a partes iguales. No se atrevían a moverlo demasiado hasta verificar que desaparecía toda la dinamita. Los buzos trabajaban sin descanso entre sus tripas: cuidadosamente, un tanto atemorizados y muy precavidos mientras recuperaban las amenazantes cajas de explosivo y más nitroglicerina líquida. A cada paso se iba haciendo evidente la mentira que había acabado con todo. O la terrible verdad oculta en aquel buque que vino a arrancar la vida y la luz de la ciudad para transformarla en una terrible pesadilla.
Todo el mundo quería ver el barco hundido, desguazado, borrado de la faz de las aguas. Las tímidas olas lo bamboleaban mientras emitía un inquietante sonido quejumbroso, como de ultratumba, que desesperaba a los vecinos, a quienes trabajaban en torno y a los visitantes curiosos. Era ni más ni menos que un fantasma a quien nadie quería sentir cerca.
Hasta que no lo vieran desaparecer del muelle, nadie iba a quedar tranquilo. La dubitativa manera de proceder de las autoridades y la tendencia a lavarse las manos por parte de la compañía sacaba de quicio a los ciudadanos, que se habían mostrado demasiado pacientes. La prensa lanzaba ataques y el obispo Santiago animaba a rezar para calmar ánimos. En las plazas, los mercados, los cafés y las tiendas no se hablaba de otra cosa: de eso, que era lo más urgente, y de la cruz que padecían los más desgraciados.
Habían concluido casi todos los entierros, aunque muchos heridos seguían cayendo para engrosar la cuenta siniestra. Fallecían en los pasillos de los hospitales, en sus casas. Más de quinientos muertos contaban los papeles, unos dos mil heridos calculaban por encima las autoridades. Y ya se sabía con certeza: la mayor catástrofe civil vivida en una ciudad en todo aquel siglo que ya acababa. Nadie se cansaba de repetir esa cantinela que subrayaba de manera un tanto absurda la verdadera desgracia. Al tiempo, las familias tenían que sobrevivir con las cien pesetas que se asignaron a las viudas e hijos de muertos y desaparecidos como primera medida urgente. Mucha caridad; poca, más bien ninguna, justicia a la vista.
Todo el mundo opinaba y nadie quedaba contento con las decisiones, que no producían ninguna seguridad. Así, en mitad de aquellos días exasperados fue creciendo la indignación. Contra el gobierno, pero todavía más contra la compañía Ibarra. Demasiada inquietud, demasiada parsimonia, escasos medios, muchas miradas a otro lado, ninguna contrición ni propósito de enmienda. Poco sentido de culpa detectaba la ciudadanía por parte de los responsables.
Serafina se mataba con la razón. Delante de los niños evitaba jurar en arameo, pero mientras preparaba la comida, ordenaba la ropa o metía las cosas en la despensa, no dejaba títere con cabeza.
—¡La madre que los trajo! ¡Atajo de babiones! ¡Desde el primero al último son un atajo de babiones!
La infortunada placidez de la casa retumbaba casi a diario con los insultos de Serafina. El luto saltaba por los aires. Pero don Diego la dejaba desahogarse en paz. Tan sólo levantaba la mirada de los periódicos o sonreía cuando se quedaba ensimismado fijándose en un punto fijo sobre el que seguramente veía la imagen fantasmal de su añorada Águeda. Eso cuando no escuchaba los lamentos de aquella mujer.
La indignación de su criada lo sacaba de aquel limbo adonde fue a parar a la fuerza, empujado por la calamidad. Los demás sirvientes no acompañaban jamás la lista de improperios. Ni Toñuco, que se presentaba por allí dos días a la semana con los recados hechos; ni, por supuesto, Puerto, la chica recién entrada en la casa para sustituir a Juanita que nunca en su corta vida —tenía dieciséis años— había salido de Santoña. Allí se había criado a la fuerza, dejada de la mano de Dios, huérfana de madre y a expensas de un padre pescador y borracho que no pudo mantener a ninguno de sus cinco hijos. Aquellas cosas de Serafina le parecían a todos mentar la soga en casa del ahorcado. Se ponían en tensión pensando que al viudo le reconcomía el mero hecho de que otros vinieran a recordar la catástrofe. Bastante llevaba encima.
Sin embargo, Diego Martín, curiosamente, parecía no incomodarse en absoluto con los desahogos de Serafina. Puede que le reconfortara escuchar desgracias peores a las suyas. Puede que anduviese mascullando algo. El hecho es que la creciente indignación de aquella mujer, a la que siempre consintió todo por haberlo amamantado de pequeño y no haberse separado nunca de su lado, hacía saltar en él deseos extraños. Aunque fueran de venganza, pero deseos al fin y al cabo. Mientras no produjera mala sangre a los niños, todo iba bien. A los niños, mejor apartarlos de todo. Ya habían pasado lo suyo.
Diego, el mayor, parecía haberse encerrado definitivamente en un ensimismamiento místico impropio de sus diez años. Su habitación —era el único de los tres que dormía solo— se había convertido en una especie de celda monástica. Colocó los últimos juguetes que conservaba en la de sus hermanos y sólo dejó una mesa, algún estante para los libros y un crucifijo. De los barrotes del cabecero empotrado en su cama colgaba un rosario que no conservaba sólo de adorno, sino que desgastaba noche tras noche rezando todos los misterios. Enrique deambulaba a veces por el pasillo ancho, tirando de algún juguete y metiéndose en todas las habitaciones que solía frecuentar su madre como cerciorándose de que realmente no estaba. Apenas quería hablar con nadie que no fueran sus hermanos o con Serafina. Lo de Rafael era todavía más preocupante si cabe: dibujaba imágenes y monstruos que inquietaban demasiado a su padre; dragones con la cabeza abierta en dos, sirenas descuartizadas, barcos en llamas, piratas con cartuchos de dinamita entre los dientes, a Dios con el ceño fruncido y exigiendo cuentas apocalípticas…
Lo normal era el silencio, un silencio que portaba el fantasma del recuerdo de Águeda. Cada uno de ellos la lloraba a solas. Pero todos, probablemente, la imaginaban al tiempo, como en una oración: al levantarse la ensoñaban untándoles mantequilla en las tostadas, entre la leche humeante de aquellos tazones blancos que abrasaban; al llegar del colegio ansiaban ese beso estruendoso que dejó un vacío en todas sus mejillas, las preguntas pertinentes y hasta las órdenes de ponerse a hacer los deberes antes de distraerse con cualquier cosa. También la veían frente al mirador, extrañada siempre de la belleza que dejaban los atardeceres en la bahía y respondiéndoles mientras cortaba hilos con la boca aquellas dudas de lengua, ciencias y matemáticas.
Por eso se sentían aterrados ante el hecho de que les golpearan como un martillo nuevas preguntas que ella no podría solventar. Pronto contaron con el apoyo de su padre. Aunque él también echaba en falta la hermosa armonía de esas tardes con tarea, se esforzó en que no se sintieran más hundidos por esa razón. La añoraban en la cena, que se sucedía como una aburrida sonata de sorbos, ruidos al masticar y golpes secos de cubiertos contra la vajilla. Nunca habían reparado en ello hasta entonces. Nunca el entrecortado silencio del vacío les resultó tan insoportable. Cualquier conversación que se iniciara acababa en monosílabos, en gestos de extrañeza y hastío. Luego, todos se iban a su habitación. Diego a rezar bañado en lágrimas, pidiéndole cuentas al Señor y jurándole penitencia de por vida si era capaz de acabar con aquel sufrimiento tan injusto. Enrique y Rafael a la suya, donde exprimían alguna novela de aventuras para evadirse o trataban de caer cuanto antes en el sueño más profundo, cerrando los ojos e imaginándola llegar a darles las buenas noches.
Ése quizás era el momento más duro: el de la caricia en la frente, cuando Águeda les ahuyentaba los miedos más comunes y les hacía cosquillas o les declaraba su amor de madre, ese que no exige nada a cambio. Diego Martín trataba de cubrir aquel hueco, pero era imposible. Él lo sabía porque al tiempo sus hijos no podían llenar la pena asfixiante de su dormitorio, la desesperante sensación de que te ahoga la falta de aire y te atrapan las paredes; el miedo a caer engullido por el colchón; la amenaza permanente del insomnio; los sueños entrecortados por explosiones y alaridos imposibles de extinguir. Se habría vuelto loco de no ser por la necesidad de conservar una cordura vital para sus hijos. Pero a veces parecía desear perder la razón por completo. Creía que así evitaría o disminuiría aquel sufrimiento atroz, aquel agujero en el alma.
Serafina era la única autorizada para desmantelar el silencio autoimpuesto en la casa. Aprovechaba las horas del colegio para matarse con la razón a voz en grito. Caso por caso.
—Pues no me viene Pepín, el del Alta, y me dice que a los críos de la pobre Carminuca…
—¿Quién…? —preguntó Toñín medio despistado.
—¡Carminuca, so babión! La conoces perfectamente. La que se había quedado viuda y paralítica.
—Ah, ya.
—Eso no era lo peor, porque el marido era un babas. En fin, lo peor es que puede que se queden con el cielo encima. Les han dicho que verán si cae algo. Se conoce que a la cuitada de ella nadie le mencionó que había que firmar una instancia. ¡Cago en la Virgen! ¡No es pa menos! ¡Te juro que me cago en la virgen! Y que Dios me perdone.
Puerto nunca creyó que en la misma capital donde todos presumían de ser tan finos juraran como en cualquier taberna de su pueblo, el peor hablado de los peores hablados que en el mundo existen. Un pueblo que huele a marisma, salitre y tripas de pescado, donde si no te saludan con un insulto es que no te tienen en cuenta. Toño miraba a la novata y gesticulaba quitando hierro a la cosa.
—¡Que te va a oír don Diego, Serafina!
—¡Que me oiga! ¡Me importa un cuerno! A ver si así levanta el culo de la silla y empieza a hacer caso a sus hijos. Ellos, pobretines, sufren mayor desgracia que él. Perder a una madre no tiene arreglo. Él bien puede consolarse con una buena esposa: las hay a pares que querrían rifárselo, ¿no, Toñín? Aunque como la señora Águeda bien sabe Dios que no la va a encontrar. Era una santa.
—Y tanto… —aseguró el mozo.
—¿Dónde pongo esto? —terció Puerto medio despistada.
—Aquí, déjalo aquí que luego te llevo al cuarto para que veas en qué cajón lo metemos. Lo que no quiero encontrarte es con esos lamparones en el delantal.
La chiquilla advirtió rápido unas manchas a la altura del pecho y se avergonzó sin mediar palabra. No tenía ni diez gramos del descaro que tanta fama ha dado siempre a los santoñeses. Al contrario, resultaba todo un saco de timidez ambulante. Eran una pena esos descuidos porque la moza había salido bien guapa, con la nariz chatina, la barbilla marcada y esos ojos de un azul grisáceo que le proporcionaban un porte nórdico. Aunque resultaría más agraciada si no ensombreciera un poco el gesto con una tristeza que pocos sabían de dónde podía venir. Era una melancolía dulce, entre resignada y esperanzada por encontrar cura. Y quien dice cura, en su caso, quiere decir una razón para vivir.
—¡Serafina!
Diego Martín gritó desde el cuarto de los miradores, donde pasaba las mañanas leyendo periódicos y ordenando papeles. Ahora, cuando quería pedir algo, gritaba. En vida de Águeda jamás levantó la voz. En esas cosas sí se mostraba irascible y sacaba a relucir cierta amargura oculta.
Parecía ajeno al runrún de la calle, pero nada más incierto. Se angustiaba, perfectamente consciente de que no se hacían las cosas bien. Lo que más le exasperaba era el doble rasero que las autoridades y la naviera se empeñaron en mostrar con las víctimas. Hasta con los muertos había clases. De primera, de segunda y lumpen.
A los de su condición, rayana en la aristocracia, no se les negó nada. Los de segunda eran aquellos que perecieron heroicamente, desde bomberos hasta policías o marineros, gentes con oficios de riesgo que formaba la escala inmediatamente inferior. Después venía el resto, la mayoría de las víctimas: viudas y huérfanos que no tendrían dónde caerse muertos.
Lo peor iba pasando y, con ello, quienes debían asumir o afrontar las responsabilidades directas de la desgracia se aprestaban a que todo quedara en el olvido. Pero mientras el barco siguiera ahí, con esa sombra de duda y terror al tiempo, nada iba a ser fácil. Además, la dinamita seguía extrayéndose y la inquietud, por tanto, aumentaba.