Ahogada en llamas (5 page)

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Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

Pero nada de esto levantaba el ánimo de Diego Martín Solórzano. Nada imaginaba digno de sacarle del foso. Con los ojos abiertos, la mirada perdida, era incapaz de borrar aquella última imagen de Águeda, ni el traslado de su cuerpo en brazos, apenas ayudado por sus tres amigos hacia la casa. Ellos cargaron con Juanita. Durante aquel corto pero intenso paseo fúnebre ninguno de los cuatro habló y quienes se fueron encontrando por el camino se apartaron al verlos pasar. Bajaban sus cabezas en señal de duelo, afligidos e impotentes, desazonados por tener que echar un número más a la maldita cuenta.

Diego tendió el cadáver en la cama sin ayuda de nadie y allí, cuando estuvo solo, pudo entonces llorarla. Dejó que durmieran sus hijos aquel último sueño de infancia materna no ausente de temor. Pensó que sería mucho mejor contar la noticia por la mañana. Por eso no envió a nadie hasta casa de su madre inmediatamente. Quería, deseaba una última noche a solas con aquel cuerpo, que fue tantas veces suyo y ahora, sencillamente, yacía. Quizás así aliviaría el dolor creciente y lograría juntar un poco los cristales rotos y punzantes de su alma. Pero no, el dolor no se iba. Quedaba apuntalado dentro, aunque en los días venideros consiguiera vestirlo con la masoquista formalidad que es preciso mostrar en cada pésame recibido.

Por eso necesitaba aquella última noche a solas con Águeda. Se encargaría él de todo. Así podría grabar su rostro al limpiarlo, tocar su pelo, apretar contra sí aquella voluptuosidad tantas veces explorada y ahora inerte, la terrible materia suelta y pesada al tiempo, la masa confusa, dormida. Deseaba extraer todo el amor posible a su efigie muerta. Evitar la indignidad de sus mutilaciones y sus heridas, cubriéndolas. Verla sangrar hasta el más inútil de los coágulos. Notar cómo se apagaban todas sus células ante sí. Llorar y maldecir sin miramientos al cielo en su presencia. Pensar en los niños mientras la miraba y cogía su mano helada. Preguntarle en alto qué sería de él. Hacerlo con ella presente, en ese momento que era ni más ni menos que el final de todo.

El sufrimiento de los sirvientes le resultaba sordo. Las buenas intenciones y la preocupación de sus amigos, que le aguardaban en el salón, muy afectados, le parecían inútiles. Sin embargo, todo eso, toda aquella anestesia contra el dolor que no era propio, le revolvía algo dentro. O más bien le inquietaba, pero lo justo para no distraerle de su propia desdicha, lo suficiente como para no desviarle de aquella carrera segura y firme hacia la propia devastación.

Exigió que lo dejaran solo. Que nada ni nadie interrumpiera aquella despedida larga, aquella necesidad de luto inmediato. Sabía que después, en los días siguientes, iba a requerir fuerzas para atender a sus tres hijos. También deseaba aplazar eso: la inevitable y blasfema rabia por la desgracia que destrozaría a todas sus criaturas. Vivía un impulso de indignación egoísta, un desahogo que sólo podía compartir íntimamente junto a Águeda. Sentía un extraño deseo de contacto físico, consciente, en su locura, de que sería la última vez que iba a poder estrecharla, tocarla, besarla, fundirse con ella. El último grito antes del silencio de los entierros y la monotonía de los funerales y los rosarios, con sus letanías mecánicas, sus entonaciones desesperantes, lo que hay que pasar antes de escuchar las torpes e innecesarias palabras de consuelo, especialmente las que vinieran del cura, que se empeñaría inútilmente en mitigar su dolor con fantásticas mentiras. «Qué soberbia la del hombre por creerse inmortal —pensó—. Qué absurdo es todo. Qué banal.»

No tuvo arrestos para reprocharle su falta de cuidado, aquella imprudencia que le arrancó también a él los deseos de vivir. Su presencia callada le imponía mucho más que toda la dulzura que destilaba con cierto descaro cuando quería convencerle de algo, incluso afearle alguna reacción impulsiva y desagradable. Entonces debió de entender que no encontraría a nadie igual. A nadie que supiera conducirle, comprenderle, enseñarle a tolerarse a sí mismo tanto como los defectos de los demás.

Con ella llegó a ser un hombre nuevo: feliz, alegre y consciente de su suerte. Sin ella temía caer en todo lo contrario. Y sobre todo temía no ser capaz de mostrar el camino de la felicidad a sus propios hijos. Inculcar la disciplina, el deber, los conocimientos de sentido común básicos para la vida, todo eso se le antojaba demasiado fácil. Pero, ¿de dónde sacaría la bendición que hiciera aflorar en ellos una infinita y regocijante sensibilidad, la educación que los condujera hacia la bonhomía, el disfrute consciente de todo lo que ellos tenían y el resto no? Eso era cosa de ella. Lo habían hablado muchas veces porque Diego se sentía incapaz de trasladarles esos valores. Sus barreras emocionales eran mucho más severas.

Ahora se quedaba solo. Herido y derrotado, quizás preso en las garras de un rencor creciente, de una impotencia capaz de teñir de negro todo lo logrado. Por su ya recién estrenada e intensa memoria, ante el resto de su cuerpo presente, casi como una oración, juró hacer lo preciso por no amargar la vida a los niños, por enseñarles a acarrear su propia desgracia dignamente.

Para empezar a cumplir, temprano por la mañana del día cuatro, se dispuso a contarles la noticia personalmente. Se acercaría a casa de su madre hacia las ocho. Allí se lo diría antes de bajar a que le rindieran el último adiós.

Debía pedirles entereza. La misma que no pudo mostrar doña Mercedes al verlo con aquel rostro desencajado, moribundo en vida, despojado de armas y de norte. Ella le conocía bien. Es más, reconocía aquel sufrimiento que le obligaron a esconder de niño, porque las personas de su condición no debían mostrar sus sentimientos en público: aguantan y sanseacabó. En aquel trance debía colocar ahora a sus hijos. Tal como a él le habían enseñado y tal como ellos deberían enseñar a sus hijos y éstos a los hijos de sus hijos. Dignidad y coraje. Pero era una prueba demasiado temprana, demasiado dura. Les convertiría en hombres de golpe.

Diego pasó primero al cuarto apartado donde le esperaba su padre. Lo seguía de la mano Rafael, asustado, y Enrique llegaba pasos atrás, quizás consciente de que dos segundos de retraso eran tiempo ganado al espanto.

Se alegraron de ver a su padre, cómo no, de abrazarlo. Pero pronto notaron la terrible ausencia.

—¿Y madre? —preguntó el más pequeño.

Diego y Enrique se miraron. Acto seguido, Diego Martín adoptó el gesto adusto de los malos trances y los dos mayores comprendieron sin mediar palabra.

—¿Dónde está madre? —insistía Rafael.

—Madre no está… Madre no vuelve. No va a volver.

Rafael miró a sus hermanos. De repente, ellos se vieron obligados a transigir con su propio dolor para volcarse en el más débil de todos, en quien contaba con menos armas frente a lo que se avecinaba.

—Debemos ser fuertes. Debemos contar con que ella nos ve y nos protege desde dondequiera que esté.

—Desde el cielo —afirmó con demasiada solemnidad Diego, quizás para reconfortar a su hermano hundido, o puede que por propio convencimiento forzoso.

—Desde dondequiera que esté —insistió su padre, dejando entrever una terrible decepción hacia lo humano y lo divino. No había consuelo. No cabía ningún consuelo.

Aquella flaqueza desconcertó al mayor, aunque en ese preciso momento no era cuestión de dar importancia a cosas que no habían de tenerlas.

Enrique abrazaba a Rafael, que sollozaba sin resuello y miraba aterrado alrededor. Nadie era capaz de dar explicaciones sencillamente porque nadie las tenía. No cabía la lógica. No existe razón para las víctimas más allá de la condena y la maldición. No hay ciencia ni lenguaje capaz de confortar el dolor, no hay reposición digna en la justicia de los hombres. Tan sólo el tiempo y los buenos recuerdos se imponen al final. Pero, ¿quién es consciente de eso sin haber pasado antes por todos los calvarios, por todas las cruces?

El espanto era la única dignidad que cabía en la cara de Rafael. El desconsuelo más bastardo descompuso por dentro a Diego y a Enrique. Más a este último, el reservado de la familia, el desconfiado, el que más preocupaba a su madre. El mayor parecía encontrar respuestas en esa extraña iluminación religiosa que desató en él un curioso sentimiento de superioridad ante todos. Ante sus hermanos, pero también ante su padre; ante sus amigos, el servicio y sus abuelos.

Doña Mercedes entró llorando.

—¡Pobres criaturas! ¡Pobres hijos míos!

No ayudaban en nada sus lamentos estériles, pero la exasperación era uno de esos sentimientos aplazados. Ya estaban ellos para repetirse su mala fortuna sin descanso ni ayuda de nadie. Desde aquel día y para siempre.

Por la calle deambulaba al acecho el sordo quejido de los muertos y de aquellos que aún quedaban por perecer. Nadie apreciaba la luz, ni la noche. Nadie sentía la humedad y el frío. Tan sólo penetraba en las calles el turbio silbido de una marcha fúnebre. Los fuegos se apaciguaban y volvían a prender. El cansancio de todos iba haciendo mella, transfigurándose poco a poco, pero sin salida posible, en una creciente desesperación, en una espiral rencorosa.

Quienes habían esquivado directamente la desgracia resistían al lado de todos aquellos que vinieron de lejos, por propia voluntad o movilizados, al rescate de la ciudad. Pero los que habían perdido a los suyos rara vez arrimaban el hombro a las tareas que quedaban por delante. Se respetó el dolor; cada cual dejó a los menos afortunados calar su propio sufrimiento sin exigirles más cuentas que las propias.

La histeria, por otra parte, se había apoderado de la mayoría de los hombres y las mujeres. Cualquier toque de corneta para formar soldados o voluntarios se interpretaba como un aviso de nueva explosión. Nadie se sentía a salvo de la dinamita que podía permanecer en el barco. ¿A quién creer? El capitán del buque, que en mala hora se echó a la mar, había negado insistentemente, mientras las llamas devoraban el
Machichaco
, que la bodega guardase cargas ilegales de explosivo. Probablemente prefería irse al otro mundo antes de soportar la humillación pública de aquel acto de piratería civil.

Los trenes salían de la estación atestados. Querían huir a donde fuera, pero lejos, muy lejos. Quedarse era tentar demasiado a la suerte. Las zonas de la ciudad más alejadas del puerto —la Magdalena, el Sardinero, el Alta— fueron invadidas por gentíos arropados con mantas, enseres y algo de comida. Nadie quería volver a sus casas ni a ningún lugar cubierto que se les pudiera derrumbar encima del cráneo.

Era el más que comprensible temblor de los inocentes; un pálpito descorazonador y aterrado ante el que poco podían hacer las autoridades y mucho menos la naviera. Pudieron llegar a creer que con las 100.000 pesetas desembolsadas nada más ser conscientes de la magnitud de la catástrofe arreglaban algo, pero la verdad es que no sabían bien cómo reaccionar ante la marea de indignación que les esperaba en cuanto la ciudad se repusiera un poco. De todo eso no les podría librar ni su ambición, ni su poder, ni su cinismo. La compañía Ibarra estaba marcada para los restos.

Mientras, Diego Martín y sus hijos lloraban calladamente la suerte de Águeda. Tampoco quiso el viudo agilizar el trance de la despedida más de lo necesario. La verdad es que pocas obligaciones había que cumplir en ese sentido. El velatorio fue cosa de la familia, los criados —que se ocuparon también de despedir dignamente a Juanita— y los pocos amigos y vecinos que se habían llegado a enterar de la tragedia familiar en mitad de aquel caos.

Curiosamente, la pesadumbre por los muertos era en esos días más liviana de lo que hubiera sido si las desgracias se hubiesen producido aisladas. Salvo a quienes les había caído la tragedia encima, los funerales y los entierros parecían trámites. Toda la parafernalia quedaba reducida y restringida; la cosa se limitaba a identificar y a sepultar. Los propios clérigos evitaron sermones y despedidas demasiado sentidas, ahorraron como nunca los tonos graves. No convenía sacar demonios a pasear por los púlpitos, ni cerca de los depósitos de cadáveres: la tragedia podría volverse en contra de los más fervorosos. Nadie atendía monsergas. Nadie prestaba demasiada atención al posible consuelo.

En el caso de Diego Martín Solórzano, su actitud parecía serena, igual que la de sus hijos. Aunque para ellos fue más difícil escapar a la compasión, empezando por la de Serafina, que no dejaba de besuquearles y exclamar:

—¡Angelucos míos!

Al menos ellos quedaban al cuidado del padre y con familia pendiente. Lo malo fue el reguero de huérfanos que pobló en los días siguientes la ciudad. Criaturas sin guía, a expensas de la caridad o de las conveniencias de los gobiernos, arrancados violentamente de todo seno. La junta Central de Socorro se ocupó de organizar su acogida. Algunos fueron a parar al cuidado de los padres salesianos, otros a Madrid, varios a Zaragoza, y un buen retén de mozos entre nueve y trece años quedó a cargo de los capuchinos de Monteano. Incluso se seleccionó a otros tantos, de buen nivel cultural y sensibilidad adecuada, para ser preparados en Lecaraz con vistas a convertirse en futuros ministros del Altísimo. Las desgracias son el mejor caldo de cultivo para guiar las almas perdidas.

Doña Águeda San Emeterio de Martín fue finalmente despedida bajo la lluvia, una lluvia obstinada que trataba de calar el ánimo pero no levantaba otra cosa que desprecio en los presentes por el sepelio. Desprecio en la cara de Diego Martín, que no apartó la mirada del ataúd, carcomido por la rabia contenida que le envenenaba dentro. Desprecio en el gesto de sus tres hijos, que no reparaban en las gotas que empapaban sus abrigos oscuros porque no cabía más sentimiento que la propia piedad y la preocupación mutua por sentir quién de ellos podría quebrarse; no era posible dejar en mal lugar al padre. Pronto se vieron obligados a aprender que el dolor no es cosa de nadie más que de uno: que el dolor a nadie importa, ni a ninguno trae cuenta. Desprecio de quienes les acompañaban, que se fijaban en aquellas admirables actitudes de los tres huérfanos. No pudieron ser testigos de una lágrima ni de un desvarío. No observaron ninguna flaqueza que relatar después en sus casas. La suya, la de aquellos cuatro desamparados era una frialdad desolada, ajena a las cuentas de esta tierra. Una frialdad que había arrancado la calidez, la cercanía de sus cuerpos para ser depositada como regalo de despedida sobre la tumba de la madre muerta. Al fin y al cabo, ella había vestido hasta entonces el hogar con eso. Lo único que podía hacer posible devolverle todo su amor era depositándolo encima de la fría madera que la envolvía, dejando que se lo llevara para siempre. La mejor alforja para el viaje eterno que emprendía.

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