Pero aquella mujer no guardaba por ello ningún rencor ni acumulaba cuentas pendientes. La crianza de tres hijos ejemplares, aunque muy distintos entre sí, aplacó en ella con los años todos los reproches. Podría decirse que era una mujer, si no feliz, agradecida con lo que le había deparado el destino. No había conocido olmo que diera peras, pronto lo comprendió y dejó de hacerse ilusiones propias. Las volcaba todas en sus niños con una generosidad de verdadera madre entregada.
Águeda se había empeñado en bajar al muelle; no veía peligro de nada y le vencía la curiosidad. La prudencia de Juanita no pudo frenarla, y ésta bajó con ella a regañadientes. De nada sirvieron las excusas con tareas variadas que le esgrimió.
—Si nada más que va a ser un momento. Sólo ver qué pasa y volvemos a preparar la merienda. Yo te ayudo.
Así se lo prometió la señora para convencerla. No era Águeda San Emeterio mujer de imposiciones ni últimas palabras: empleaba buenas formas en el gobierno de su casa con todo el servicio. Sabía hacerse respetar por derecho. Tanto que, aun en su lánguida juventud, apenas superados los treinta años, provocaba una fidelidad inquebrantable en todos aquellos que la atendían. Juanita, la primera. Era incapaz de disgustarla. Antes que a la buena de su señora, aquella mujer fidelísima hubiese contrariado a sus propios padres y a sus hermanos mayores, a quienes dejó allá en el pueblo hace años para servir en la ciudad. Ella le había dado todo, mucho más que los de su propia sangre. No ya el sustento obligado por el trabajo, sino maña y herramientas para desenvolverse en la vida. Pacientemente le había enseñado a leer y a escribir. Con indisimulado cariño logró transformar a aquella pequeña salvaje, llegada de un pueblo perdido en el interior verde y abrupto del campo, en alguien con posibilidades de encontrar por méritos propios hasta un excelente marido. Cualquier día Juanita podría acabar en el altar con un espléndido mozo de su condición, digno de ella.
A regañadientes, asustada, persignándose más de una y dos veces, la muchacha consintió en bajar con su señora para mezclarse en mitad de la locura con aquel gentío de curiosos.
Antes de los rugidos que trajo a la ciudad la muerte, las llamas asomaban a la altura de los palos del barco. Ni los tropeles especiales podían hacer nada. A los bomberos ya agotados, que ni notaban el surco negro que el humo y el sudor les dibujaba en la cara, se habían unido otros cuarenta hombres, entre los que estaba la tripulación del vecino
Rafael XIII
, alarmada por la dimensión que cobraba el incendio. Lo mismo habrían hecho los del
Machichaco
en caso contrario, sin dudarlo.
La sensación de gravedad crecía. El propio barco se resistía a perecer bajo las aguas, ya caldeadas por la proximidad del fuego. Fueron inútiles los esfuerzos por hundirlo, tan sólo la proa quedó medio sumergida después de que se le abrieran varias vías de agua por los costados. Para colmo, la gente seguía allí, descargando buena parte de las mercancías. Habían resistido el reto de un amago trágico que avisó por medio de un fogonazo, y tampoco los crecientes cuchicheos con la palabra dinamita en la boca les arredraban, ni aunque a muchos de ellos se les unieran otras habladurías que contemplaban también el ácido sulfúrico. Las exageraciones se antojan siempre la burla de los imbéciles, pero, en esta ocasión, la verdad era demasiado brutal como para creérsela del todo. Ninguno de estos argumentos provocó estampidas, al contrario: cada vez crecía el número de los que se encaramaban a los balcones de Calderón de la Barca y de las casas cercanas al muelle donde atracaba esa guadaña de fuego.
La explosión dejó sorda y ciega a la ciudad.
El instante se tornó eterno. Fue un estallido violento que desafió todos los relojes, que borró el tiempo y el espacio, su preciso lugar en el universo. No podía tratarse más que de la sentencia del Juicio, la llamada imperiosa y cruel de quienes gobiernan fuera de este mundo. Ciega y sorda quedó la ciudad ante el rugido de la dinamita. Duraría segundos, pero adquirió una dimensión ajena a la órbita de cualquier entendimiento diferente a la locura. El estampido resuena eternamente en cada esquina, en cada calle, en cada gota de agua. Quedó adherido al aire, a cada molécula de sus aceras. Sorda y ciega, lo mismo da en qué orden, se volvió la pobre y temblorosa ciudad antes de ser definitivamente amputada, antes de sucumbir al espasmo que la invadió con el dolor frío de su propia carne viva desparramada encima, de la entraña abierta que fue partiéndola a jirones primero en una milésima de segundo, después en un segundo, luego en un minuto, una hora, durante la noche, el día, a lo largo de las semanas, los meses y los años por venir, hasta quedar incrustada aquella desgracia como el pago de su mayor penitencia, como una purga superior de todos sus pecados originales.
El fuego alcanzó la dinamita escondida en la bodega y todo saltó por el aire hecho trizas. La mitad del barco, de la proa a las bodegas, se convirtió en metralla con el grueso de la carga que llevaba encima, una bomba activada con una obscena cantidad clandestina de explosivo que superaba en cuatro veces lo que solían acarrear los buques. Las restricciones por el cólera en Bilbao hicieron a la naviera sobrecargar el barco sin permisos, burlando la norma y firmando una descomunal sentencia de muerte. Más de cincuenta kilos, al parecer, portaba el
Machichaco
, que unidos al resto de la carga con centenares de toneladas de vigas, remaches, hierros y unas cuantas garrafas de ácido sulfúrico fueron más que suficientes para aniquilar aquella calma, aquel porvenir floreciente de villa pacífica.
Parte del buque quedó amarrada al puerto. Lo que no salió despedido en busca de cuerpos a los que succionar. Aquellos que se libraron del impacto feroz de los metales desaforados por la fuerza huracanada del explosivo se los tragó la mar en mitad de un fango negro y viscoso. Una avalancha de barrizal que los engulló y los ahogó en mitad de una muerte ciega, lenta, de una muerte torpe.
Por encima de los árboles, sobre los tejados, llovían los miembros bastardos de cada cuerpo sin dueño, sin conciencia, desarmado. Una lluvia roja y parda de sangre y vísceras asoló el cemento, revolvió el grijo de los caminos, alarmó el barro, desordenó las baldosas como si asolara un terremoto. La explosión se fue fundiendo con un grito agudo de voces que no se oían entre sí, un grito que la ciudad proyectó hacia sí misma al tiempo que crujía y se despedazaba sobre su propia pesadilla. El cielo se tornó negro, y la extraña tranquilidad de la bahía se revolvió en olas gigantes que arrastraban vivos y muertos hacia el fondo de una tumba líquida donde quedarían sepultados para siempre.
Los hierros retorcidos y rojizos se estampaban contra las casas cercanas. El palo trinquete del barco fue a parar a calles alejadas, como Méndez Núñez. El ancla, con sus aristas de muerte barnizada, acabó en la del Puente. Nadie en la ciudad quedó a salvo: aquella masacre no se conformó con quienes desafiaron al destino a base de una irresponsable curiosidad malsana en mitad del muelle. Los metales asesinos alcanzaron a mujeres y niños a kilómetros de distancia. Por la estación, el tren que llegaba en ese momento de Solares empezó a incendiarse y descarriló. La chimenea del barco cayó sobre la tienda Asilo con ese rugido que provocan los metales desgañitados, como el aullido de un cíclope, y desguazó a un grupo de pobres mujeres que pasaban la tarde entre inquietas por las malas noticias y ocupadas en sus tareas. De nada sirvió la prudencia mostrada por algunos reservándose en sus casas o sus vecindarios, donde se creían seguros.
No había tiempo ni medida humana que pudiera dar cuenta de aquel espasmo. Duró lo que duró: unos minutos imprecisos, da lo mismo. Nadie pudo avisar y por tanto nadie quedó a salvo. Cuando el inmenso estallido se ahogó en plena noche adelantada, un viento helado cubrió las calles. Fue el preludio de la agonía. El tiempo de los vivos. La hora del socorro. Entonces empezaron ya a distinguirse los gritos de auxilio, antes incluso de que los propios supervivientes pudieran reconocer las partes del cuerpo que conservaban. El suyo era un dolor inconsciente, desconcertado, perdido, muy parecido al que sintieron más tarde quienes quedaron ilesos, aunque aturdidos por la incertidumbre de aquellos que no saben si lo suyos han logrado sobrevivir.
La tragedia se expandía. Las llamas del barco habían contagiado un gran número de casas cercanas. Toda la línea de calles próximas al muelle ardía sin remisión. Los vecinos huían despavoridos como podían, con lo puesto la mayoría, o aquellos enseres que lograron recolectar; otros, casi desnudos de cuerpo y alma. Todos conscientes de que era mejor perder cualquier cosa antes que la vida como consecuencia de una muerte lenta y horripilante. Nadie era capaz de hacerse cargo de la situación. La mayoría de los bomberos habían perecido sepultados en mitad de sus tareas a bordo del propio
Machichaco
o por los alrededores. Casi todas las autoridades, también. Nadie dirigía nada. Sólo cabía confiar en el buen juicio que pudieran mostrar quienes con arrojo se lanzaron a sacar de las tinieblas a sus congéneres, dispuestos a salvar los restos de una ciudad arrasada. En manos de lo único que en ese trance resultaba inexigible: en manos de la serenidad.
Cada cual bajaba corriendo y gritando nombres que se perdían entre el aire de las cenizas. Entre el humo y los restos crepitantes de lo que todavía quedaba pendiente en la siniestra cuenta por cobrar. Médicos, enfermeras y monjas saltaron de los hospitales y los conventos para recoger y amparar a los heridos. Una pandilla de raqueros que había contemplado aquella escena dantesca alejada a varios kilómetros se lanzaron al agua para recoger un montón de cuerpos inertes con la esperanza de que algunos siguieran con vida. Pescadores, obreros, marineros, comerciantes, empleados del banco y señoritos fueron apareciendo por el muelle de Maliaño con la intención de buscar a los suyos y arrimar el hombro. Todo quedó aparcado por la urgencia del rescate.
Entre ellos Diego Martín Solórzano, que ignorante del último arrojo de Águeda para bajar a ver el fuego abandonó la reunión y se presentó en el muelle con sus contertulios: don Blas Matallana, el abogado que por primera vez descompuso su hercúleo gesto de sobrada prepotencia; el medio golfo desocupado de Felipe Zúñiga y Carlos Fuentecilla, el amable notario aficionado a la papiroflexia y a los libros de caballerías. Los cuatro no salían de su asombro ensimismado. Pocas veces habían tenido la ocasión de sustituir la teoría por la práctica, pero en ese trance resultaba imposible quedarse mano sobre mano. Era preciso tragarse el orgullo y volcarse con aquel cuadro de dolor.
A ninguno de ellos se le pasó por la cabeza buscar en sus casas primero, ni preguntar por los suyos. Los creían a salvo. Pero a medida que iban cayendo en la cuenta de la magnitud de un suceso que había desbaratado los planes más cotidianos comenzaron a inquietarse. ¿Y si entre aquella montaña de cadáveres y moribundos anduvieran perdidos algunos de sus hijos, de sus hermanos, de sus padres, sus mujeres? Imposible… La urgencia retrasó toda preocupación; lo primero era asistir a quienes agonizaban a su paso. Los gritos de quienes empezaban a liderar y organizar el auxilio sobre el terreno también desconcertaba. Observaban el suelo y encontraban caras bañadas en sangre, miradas perdidas, manos desgarradas, piernas descuartizadas, cuerpos sin alma que ordenaran algún sentimiento diferente del terror. Sorteaban amasijos de hierro, cristales cortantes sobre el barro que a traición sajaban muchos pies descalzos o el pecho de todos aquellos a los que la tragedia había convertido en reptiles ambulantes. La madera quedaba consumida por un olor de hoguera infernal que inundaba el ambiente. El aroma del ácido sulfúrico les provocaba lágrimas que ellos confundían con su propio trauma, o quizás fuera al revés. Escuchaban morir de lejos y de cerca. No podían sustraerse a los últimos alientos de quienes dejaban solos este mundo. Eran incapaces de dejar de prestar atención a los murmullos de los locos, al desamparo de algunos niños que custodiaban los cadáveres de sus madres y a las mujeres que se resistían a aceptar el hecho inapelable de haber perdido a sus hijos.
Otros corrían sin rumbo. Huían de allí. Temían que otra explosión arrancara esa extraña oportunidad que les había dejado el capricho de la catástrofe. Era imposible organizarse y las llamas se extendían. Había cesado la metralla, se calmaron los tétricos silbidos del hierro disparado que pregonaban más muerte. La locura, sólo la locura, seguía campando y gobernándolo todo con la única ley de su nefasto arbitrio. Sembrando el caos.
Una noche impía y heladora irrumpió de repente. Fue el único día en la historia de la ciudad que la naturaleza decidió prescindir del atardecer: aquella hora en la que se saludaban sus hijos paseando por el muelle fue sustituida por el itinerario que marca la muerte con su desoladora brújula, la familiaridad y la cortesía de los saludos mecánicos y cotidianos a esa misma hora se convirtieron en gritos de desgarro. No hubo sermón que consolara desde entonces a los supervivientes, ni extremaunción que cobrara sentido sobre aquel campo de desolación. Los curas que habían dejado las parroquias, las misas y los rosarios, bajaron a dar consuelo, a evitar blasfemias, a tratar de calmar el ánimo de todos aquellos que empezaran a pedir cuentas al Altísimo por lo sucedido. Muchos fueron los que les escupieron reproches a la cara antes de expirar; otros quedaron confortados y en paz cuando besaron sus crucifijos. La mayoría de los sacerdotes no se atrevía a cantar las ventajas de encontrarse a las mismas puertas de la vida eterna ni a dar explicaciones sobre la incontestable voluntad de Dios, simplemente callaban. Entonaban sus plegarias rápidamente para que nadie pudiera caer en la cuenta de una justificada rebeldía, ni en la monstruosa cadena de la impotencia.
Mientras los más graves agonizaban sin que mereciera la pena llevarles a un hospital, diagnosticados en sus últimos minutos por médicos y practicantes sobre el terreno, una cierta estrategia se dejaba adivinar en mitad del caos. Poco a poco fueron llegando refuerzos de pueblos próximos alarmados ante las noticias que se acercaban de la tragedia, impresionados por el estallido que encogió como el sonido de una avalancha volcánica a gran parte de la provincia. Todos los pueblos que caían a la bahía por el lado opuesto se dieron cuenta al momento de la gravedad. Hacia la ciudad corrieron con voluntarios y sus alcaldes al frente, temerosos de las peores consecuencias.