Read Ahogada en llamas Online

Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

Ahogada en llamas (47 page)

—¿Y aquéllos?

—Nada. No me sonaban de nada. Una pareja que ha debido venir a hacer manitas contemplando el mar —comentó Enrique.

—Tortolillos… Aquí no hay nada que rascar. ¿Nos vamos? —preguntó Beltrán.

—Esperemos diez minutos más. Total, si no está aquí, debe de andar ya realmente lejos.

Enrique aseguraba con aquella prórroga que su hermano quedaría fuera de peligro. El tiempo que aguantó allí lo hizo en paz consigo mismo. Orgulloso de su última acción. Por primera vez en mucho tiempo tenía la conciencia tranquila. Había sentido su odio extirparse convencido de que sembrar más dolor alrededor suyo no le traería ninguna satisfacción.

Con su padre enterrado y sus hermanos lejos de aquel mundo que sólo a él le pertenecía, debía dignificar lo más posible todo el legado que tenía por delante. Salieron del cementerio pasadas las doce del mediodía. Los policías se dirigieron a su comisaría. De paso le dejaron a él cerca de la casa del muelle.

Cuando llegó, Marina ya se había ido. A su casa, le dijeron. No acudiría a comer. Le hubiese gustado comentar con ella aquel episodio. Saldar cuentas. Empezar de cero. Toñina se puso a preparar la comida. Tan sólo él y Carmen Revuelta se quedarían a tomar la sopa y la tortilla que podía preparar. No mucho más. Apenas nada que echarse a la boca y tuvieron que apurar la despensa.

La casa empezaba a adaptarse al agujero de sus ausencias. Carmen Revuelta ordenó abrir casi todos los balcones. Quería que corriera el aire. Se negaba a encerrarse en un luto tristón y castrante de tardes con visitas de amigas y apariciones esporádicas de los compadres de su marido o los nietos obligados a acudir cuando no quieren.

Enrique comenzaba a alejar la tibia melancolía que iba luciendo en los últimos años. Quiso acompañar a su madrastra para demostrarle que, pasara lo que pasara, desde ese momento, con su padre enterrado, todo seguiría igual, que no la dejaría abandonada a una suerte de soledad marchita de la que él se fuera a desentender.

—Qué bien que te quedes a comer —le dijo Carmen Revuelta.

—Pues como todos los días —respondió.

—Marina no viene. Estaba cansada, me dijo.

—No me extraña. Todo ha sido muy tenso.

—He visto mejor que otras veces a Isabel. ¿Cómo la encuentras tú?

—Mejor, también. Tienes razón.

—No la descuides. No hay nada más importante en esta vida que el bienestar de una familia. Entiendes lo que te estoy diciendo, ¿no?

—Perfectamente…

La sopa ardía. No era el caso de la calle, que se recomponía al imprevisible ritmo de la urgencia. Los trabajos se sucedían entre la mecánica de las reparaciones más acuciantes y la necesaria cintura para improvisar soluciones rápidas. Cada uno se ocupaba en una tarea concreta para problemas desconocidos.

Marina Heredia había cogido a aquellas alturas el tren. El mismo que otras tantas veces le llevó a Bilbao. Pero esta vez sin billete de vuelta. Por eso se sentó en el vagón con sensaciones encontradas. Cierta mala conciencia por dejar a su madre en ese trance, la preocupación de alejarse tanto de los hijos. Aunque ellos ya se iban instalando en una independencia compatible con sus responsabilidades.

Mientras contemplaba el paisaje gris apoyada en la ventana, se convencía a sí misma de que llegaba su momento. Habían pasado la cincuentena; se encontraban, en teoría, inmersos en el ocaso de una madurez. Pero tanto Rafael como ella, pese a las desgracias, los traspiés de la vida y los girones, se sentían jóvenes para llenar a fondo, de una vez por todas, su amor aplazado. Su propia felicidad sacrificada tantas veces a expensas de otros, su continua pasión de préstamo para los demás, esa existencia propia que dependía de la suerte y las circunstancias. Ya no había excusas, ni deberes, ni contrariedades que les pudieran amargar más. Había llegado la hora. Su hora.

El tren paraba en estaciones absurdas. Cargaba y descargaba pasajeros en cuyos rostros se adivinaba muchas veces la podredumbre de una rutina sobre la que apenas nadie parecía reflexionar; la rutina nada rocambolesca de la supervivencia sin ilusiones. Marina los observaba y pensaba en que ella, por primera vez en mucho tiempo, pese al miedo, pese a la evidencia del peligro, albergaba esperanza.

Rafael aguardaba impaciente cerca de la estación. Lo hacía dentro del coche, pero en guardia. No veía moros en la costa, aunque desde que salió de su casa sentía las miradas en el cogote, pasos sobre sus pasos, la angustia de una vigilancia presente y real que hasta el momento había logrado despistar.

Cuando Marina llegó a la estación buscó con la mirada. Al salir, anduvo algunos pasos y pronto vio el vehículo. Entró y se besaron sin decirse nada. No encontraron mejor manera de descargar la tensión. Poco después, ella le contó lo que había visto hacer a su hermano.

—El miserable de Enrique se presentó en el cementerio con la policía.

—Lo sé. Le vi.

—Creí que te había pasado algo. Hasta que no he llegado no me he quedado tranquila.

—Él los despistó.

—¿Cómo que los despistó?

—Nos miramos a los ojos cuando salí. El policía tenía la cabeza agachada. Le hice un gesto de despedida y vi cómo me sonreía. Luego me figuro que les distrajo con algún cuento porque nadie me siguió.

Marina quedó pensativa. Aquel gesto, de ser como Rafael lo contó y no una ensoñación, se convertiría en la única cosa digna que habría que adjudicarle con toda justicia a Enrique por primera vez en su vida.

Arrancaron el motor y continuaron viaje por carreteras secundarias. Rafael sonreía. Por muy mal que pintaran las cosas, ese sueño de felicidad definitivo no se lo podía arrancar nadie. Desde la primera colina que subieron al dejar la estación avistaron la ciudad a lo lejos. Quedaba envuelta en una nube y medio amamantada por una cortina de agua acechante.

Llovía.

JESÚS RUIZ MANTILLA
, (Santander, 1965) es periodista y escritor. Desde 1992 trabaja en
El País
, diario en el que actualmente forma parte de la redacción de El País Semanal, es columnista de la sección de Madrid y publica asiduamente en otras secciones como
Cultura
y
Babelia
, donde ha escrito durante años sobre música, cine y libros. También es colaborador del programa de radio
La ventana
, dirigido por Gemma Nierga en la Cadena SER, donde se hace cargo de la sección La Guía del Bon Vivant cada viernes por la tarde.

Ha publicado cuatro novelas:
Los ojos no ven
, una intriga con el mundo de Dalí de fondo;
Preludio
, la historia de León de Vega, un pianista obsesionado con los 24 preludios de Chopin;
Gordo
, por el que consiguió el prestigioso premio Sent Sovì de literatura gastronómica, y
Yo, Farinelli, el capón
, donde explora la biografía del mayor cantante castrado de todos los tiempos.

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