Aunque las noticias fueran terribles. Aunque sus relatos de represión, cárcel para tanta gente conocida suya y decente, huidas, asesinatos constantes a capricho y un nuevo orden de miseria moral, ordeno y mando le asquearan, su esperanza en una vida al lado de Marina le mantenía la fe en no sabía qué, pero en algo real y efectivo. Por otro lado, era la misma fe que les había unido a ambos desde niños. La fe de verse juntos, de saberse cosidos con un lazo contra toda norma.
Sus pinturas, ahora de pequeño formato, meros bocetos para cuando pudiera trabajar a gusto, se habían vuelto tenebrosas y dolientes. En eso el amor no le proporcionaba luz. Era demasiado lo que había vivido. Ilusiones truncadas como la de Quique, la muerte de Diego, el fracaso, la derrota en cascada de todos sus sueños con la guerra. Nada le conducía a pintar con optimismo. Mucho de lo hecho se lo había pasado a Marina y ella logró sacarlo a Francia. Allí, al parecer, un marchante había colocado ya parte de su obra con seudónimo, utilizando cierta épica para vender: la historia de un español escondido que se las apañaba para retratar a riesgo de su vida, los desastres de aquella guerra premonitoria para Europa, la desesperación de los vencidos, el futuro de la opresión. Algo muy propicio para el ánimo de una Francia ocupada.
Marina le contaba aquellas noticias que le llegaban difusas siempre por intermediarios y él se mostraba escéptico. El éxito no era algo que creyera destinado para sí mismo ya a esas alturas. Y si ocurría, no era buscado. Sería fruto de un cúmulo de casualidades. Hacía meses de todas formas que no habían vuelto a tener novedades sabrosas en ese sentido. Sólo que gozaban de cierto predicamento entre la resistencia, aunque discretamente. Desde que Hitler ocupó el país no parecía aconsejable que se aireara la historia de ese misterioso español que combatía el franquismo a base de pinturas clandestinas.
Aquella mañana, las puertas metálicas que recubrían ciertas partes del taller retumbaban como los platillos y la percusión de la orquesta más poderosa. Rafael Martín no podía concentrarse en la lectura de ninguno de los dos últimos libros que le había acercado Marina. No conseguía adentrarse en los conflictos que le planteaba Thomas Mann desde
La montaña mágica
, ni en las tribulaciones de
La educación sentimental
, de su adorado Flaubert. Tampoco lograba pintar. Sólo el ejercicio le mantenía en guardia por lo que pudiera pasar. Pese a los achaques que le acechaban a diario por la mera situación, se mantenía en forma. Le habían invadido ya las canas a sus más de cincuenta años. Y poco a poco equilibraba la extraña asimetría de sus arrugas entre las dos partes de un rostro empeñado en no claudicar a su verdadera edad. De todas formas, por aquel entonces envejecía más aprisa su físico y también su antiguo ánimo jovial. Si no llega a ser porque la esperanza de Marina aniquilaba a menudo su conciencia de derrota, hubiese alcanzado una vejez más prematura. Ella conservaba en él esa irredenta juventud contra las normas de la biología y contra las circunstancias.
Más de una vez, desde que una ráfaga veloz y ruidosa le hubiera despertado a primera hora, sintió que el techo y toda la estructura se le iba a caer encima. Puede que fuera el silencio al que estaba acostumbrándose allí encerrado, separado de la vida real por al menos dos capas de tabiques, o una hipersensibilidad desarrollada por los meses de encierro, pero podría jurar que aquella virulencia no la había sentido nunca.
En una milagrosa tregua de aire, cuando debía de ser mediodía o así, Rafael notó unos finos nudillos acariciar la puerta con algo más de fuerza que lo habitual. Se sobresaltó porque no era la hora normal, ni esperaba nada. Pero aquella mañana, cualquier cosa podría ocurrir. Supo que era Marina por ese extraño sentido que tienen los enamorados para detectar las presencias. Salió de la guarida y se acercó a la entrada sigilosamente, como ya había aprendido a moverse a deshoras, como un lince precavido, como una pantera vigilante. En el suelo había un sobre. Lo abrió y leyó.
Amor mío. Tu padre ha muerto. No hagas nada. No intentes locuras. Esta noche vengo y te lo cuento todo con detalle. No ha sufrido. Ya descansa en paz. Te quiero, Marina.
Rafael acercó la nota al pecho y cerró los ojos. Ahora sí, había perdido a su padre. Ahora sí contaba con la certeza de que, al salir, el mundo se le revelaría mucho más derrumbado de lo que imaginaba ya de por sí. Su llanto no fue callado, como el de todos y cada uno de los visitantes aquella jornada en casa de los Martín. Su llanto fue un grito de desconsuelo que le alejaba en aquel momento de todo lo que creía bello y digno en el universo.
La mañana era una catarsis de aire en desbandada, una carrera gaseosa que daba vueltas sobre sí misma y hacía muy difíciles, por no decir imposibles, las tareas normales. Las camionetas de carga perdían al vuelo la tela que recubría las mercancías. Ladraban los perros y las gaviotas luchaban inútilmente contracorriente. Las aves marinas quedaban suspendidas sin remisión en la tiranía de una enconada cárcel de aire. Quietas y agotadas, a expensas de las corrientes que acabaran por dejarlas ponerse a resguardo en cualquier bote.
Era un riesgo salir a la calle. La bahía dibujaba en el agua una inquietud respingona de espuma y formas rasgadas. Ningún barco entorpecía el paisaje del temporal. Todos permanecían atracados en los muelles, golpeando sus cascos con virulencia contra la piedra y el hormigón, con la tripulación agotando sus tareas dentro, como podían, bamboleados por la irredenta furia del agua, que partía con su anárquico ritmo todas las reglas de la física y acababa por infundir fuertes mareos hasta a los más veteranos.
El cielo se negaba a adaptarse a ningún color preciso, a ningún gris que estancara la urgencia de una mudanza en tonos más vivos, más violentos. Los hijos de la ciudad aguardaban en sus trabajos y en sus casas. Se ahorraban salidas innecesarias no fuera a caerles un tronco encima de la cabeza o se les cruzara un imprevisto por medio.
Hasta casa de los Martín fueron llegando los íntimos en el velorio. A las dos y media debía salir el ataúd para el entierro en Ciriego y Blas Matallana esperaba junto a Zúñiga, Carmen Revuelta y Enrique que se cumpliera el tiempo. Éste transcurría entre parsimonioso y en vilo, mientras nadie disimulaba las ganas de que amainara el temporal para poder cumplir los oficios en paz.
Pero salir a la calle era una locura. Habría que sujetar fuerte la caja, no fuese a volarse todo por ahí y dar un espectáculo. Ni el día de su muerte el pobre Diego Martín iba a disponer de una tregua. Carmen Revuelta miraba por la ventana y contemplaba la velocidad sin medida de los viandantes azotados por el viento, incapaces de controlar sus propios pasos, lo mismo que papeles, hojas, cartones, trozos de madera y restos de carga de los barcos más cercanos se declaraban en esa curiosa rebeldía de los objetos inanimados y salían volando.
Tampoco sabía Carmen Revuelta dónde se había podido meter Marina. Aquel día iba a quedar suspendida la comida, aunque Toñina sirvió alguna cosa de tentempié a los presentes. Lo poco que les llegaba aquellos días de racionamiento: unas rajas de chorizo, un trocín de queso, un caldo con el hueso que la tarde anterior apañó a un buen precio en la plaza del Este.
Pero había poco apetito y mucha cara de circunstancias. Más por el trance de saber si finalmente llegarían a Ciriego que por la muerte de Diego Martín.
—Mal día para morirse —comentó Zúñiga discretamente a Matallana.
Blas puso cara de circunstancias, temeroso de que alguno de los familiares les hubiera escuchado.
—Ya decía él…
—¿Qué?
—Pues una de las pocas veces que le vi últimamente con buen humor te soltaba que de morirse, vale, no se podía luchar contra lo inevitable. Pero que le enterraran… Pocas ganas tenía —siguió Zúñiga.
—¿Y quién sí? —planteó Matallana.
—Claro, ninguno. Ni muertos.
Marina reapareció un tanto descompuesta. No sabía bien cómo se las había arreglado para regresar. Cumplió la misión con éxito pero no pudo evitar la pregunta de su madre, un tanto alterada.
—¿Dónde te habías metido, niña?
—Fui a casa, me acordé de que había abierto para ventilar y hoy conviene dejar las ventanas cerradas.
No importaba lo deprisa que pudieran pasar los años, que Marina fuera una madre hecha y derecha, que la vida la hubiese vilipendiado como a la que más: Carmen Revuelta, para consolarla o para reñirla, era incapaz de dejar de llamarla niña. A Marina le repateaba, pero justo aquel día no iba a echarle nada en cara. Menos eso.
—¿Se puede salir a la calle? —preguntó la viuda.
—De mala manera —respondió su hija—. A ver cómo nos las arreglamos para llegar hasta el cementerio.
—Arreglándonos y punto. A las tres salimos —zanjó la mujer.
Su resolución no dejaba lugar a dudas, pero los que allí estaban no podían de dejar mostrarse escépticos. Se miraban con caras de circunstancias. Marina hacia el suelo; los amigos, entre ellos; Manolín y Enrique fijamente, convencidos de que si a la señora se le metía una cosa entre ceja y ceja no había huracán que le partiera en dos el ánimo de llevarla hasta sus últimas consecuencias. En ese momento apareció también Isabel de la Hoz con los nietos. Enrique los llevó ante el cadáver del abuelo para que le dieran su último adiós. No iba a ser un trance más doloroso que el que vivieron con su hermano, a quien, por artimañas del padre en algún despacho influyente, lograron enterrar dignamente. Isabel no quiso acompañarlos dentro. Sólo dijo:
—No hay quien pare en la calle. ¿A qué hora hay que salir?
—En principio a las tres —comentó Manuel.
—En principio y en final. A las tres y punto. ¿Cuántas veces voy a tener que repetirlo? —comentó malhumorada Carmen Revuelta.
Visto lo visto, Marina se dirigió a su madre.
—¿Podemos hablar un momento?
—Dime —contestó ella mientras la hija le conducía del brazo hacia la habitación.
—¿Por qué no decimos a Manolín que se acerque a Ciriego para avisar de que retrasamos todo hasta que amaine?
—No, no. Nada de eso. Míralo, ahí le tienes. Tenía tantas ganas de descansar en paz… No podemos retenerlo aquí eternamente.
—No va a ser eternamente, mamá, sólo unas horas. Hasta mañana por la mañana. No te puedes hacer idea de la que está cayendo afuera. No se puede mover ni el tato.
—¡He dicho que no! ¡A las tres nos lo llevamos y sanseacabó!
Salieron de la habitación ambas con cara de circunstancias. Los presentes notaron la tensión. Toñina, que algo había pillado al vuelo, también. La mujer quiso romper la papeleta sirviendo personalmente caldo a todo el mundo. La mayoría se dejó seducir y llenó de piropos las habilidades de aquella gran cocinera para darle un punto muy sabroso.
Llegaba la hora y Manuel se aprestó a rezarle los responsos correspondientes. Al terminar, con los de la funeraria ya preparados para cargar con la caja allá donde les dijeran, Enrique, Manuel y aquellos dos empleados se echaron el ataúd al hombro y bajaron las escaleras. Detrás iba la viuda con Marina, Toñina, Isabel de la Hoz y los nietos. La puerta de entrada al edificio estaba cerrada a cal y canto. Abrirla fue una lucha titánica. Tuvieron que bajar al suelo la caja y aguantarla luego entre tres de las mujeres del séquito para evitar que se cerrara de golpe. Nada más poner un pie en la calle, una ráfaga de viento desequilibró el paso fúnebre y el ataúd salió volando a dos metros. Se abrió la caja y el cuerpo de Diego Martín quedó fuera, boca abajo, asido a la acera.
—¡Válgame Dios! —saltó Toñina.
Los portadores del cadáver se miraban unos a otros a ver de quién había sido la culpa. Nadie quiso cargar con ella ni tampoco repartirla entre los demás. Carmen Revuelta lloraba apartando la vista del espectáculo. Marina la convenció para que volvieran dentro. La prueba era irrefutable. En un rasgo de sentido común, su madre se dio por vencida.
—Sí, tienes razón, hija. Pobretuco mío. Vamos a meterlo en casa. Vamos a ponerlo a salvo. Está claro que no se quiere ir. ¿Qué se le habrá metido en la cabeza? Mira que es…
Recompusieron el cuerpo como pudieron. Parecía cierto que algo le retenía en su casa. Lo comentaron sus amigos, más partidarios de las explicaciones sobrenaturales con las manías de la edad que quienes no veían más que mala suerte en aquello del clima.
—No quiere, te lo digo yo. No quiere que le entierren hoy —se mataba con la razón Felipe Zúñiga.
Volvieron todos arriba. Los de la funeraria se mostraron dispuestos a lo que decidiera la familia. Quedaron en avisar cuando todo estuviera más tranquilo. Carmen Revuelta subió medio sofocada.
—¿Le preparo una tila, señora? —preguntó atenta Toñina.
La mujer no respondía.
—Muy buena idea, Antonia. Es lo que mejor le va a sentar —comentó Enrique.
—No. No quiero nada. No me mareéis, por lo que más queráis. Dejadme un rato tranquila a ver si se me pasa este berrinche —rogaba Carmen Revuelta.
Marina hizo un gesto disimulado por encima de la cabeza de su madre; algo así como que desaparecieran y la permitieran a ella controlar la situación y el ánimo de su madre. Cuando se ponía así, era la más indicada para hacerlo.
—Mamá, acuéstate un rato, descansa. Llevas mucha tensión encima y no hay nada que hacer hasta que pare el viento.
A duras penas Marina logró meter algo caliente en el estómago de su madre, darle un calmante y que reposara un rato. El viento no se iba, el viento insistía y los amigos tertulianos del difunto decidieron retirarse y volver en cuanto la cosa se relajara. Isabel de la Hoz e Isabelita y Alfonso hicieron lo mismo: se retiraron discretamente a Hernán Cortés. No era plato de buen gusto para nadie velar al difunto indefinidamente. Más a oscuras, porque a media tarde todavía no había vuelto la luz. Enrique y Manolín quedaron de guardia mientras Marina se retiró con su madre a descansar.
En ese momento apareció una visita imprevista: Carlos Fuentecilla entró por la puerta. Toñina le abrió y le dejó pasar. Allí encontró sólo a Enrique y a Manolín. Les saludó afectuosamente y pasó frente al cuerpo de su amigo. Cuando lo vio soltó una lágrima emocionada, la que no pudo ofrecerle en vida como gesto de reconciliación. Eso era lo que más le pesaba: no haber tenido la oportunidad de volver a entenderse con él, de mantener una última conversación.