Pero no fue eso lo peor. Lo peor fue que, al final, Menéndez Pelayo murió avergonzado y sin reconocimiento, con una última mancha que le preocupaba y le agudizó el dolor de la cirrosis que acabó con él de forma devastadora. La de haberse visto envuelto con saña en una polémica que podía haber enturbiado el recuerdo que le dejara a su amigo. No fue así y éste también se dio por vencido en lo que tocaba a sus posibilidades.
La cosa del Nobel seguía su curso, sin embargo, aunque para él representaba su última preocupación. No le habrían venido mal las 140.000 coronas suecas del premio para saldar las deudas que le causaba su cada vez más escaso rendimiento literario. Le ahogaban los gastos y él no daba más de sí. Se le hacía cuesta arriba mantener dos casas, a sus hermanas, a su hija y atender las necesidades de Teodosia y del hermano de ésta.
Pero tendría que seguir haciendo lo que tocaba entonces: escribir y escribir. Alejado del escalofrío que producen las líneas sobre el papel, dictando lo que se le ocurría a su fiel secretario, Victoriano Moreno, ante quien creaba en voz alta. También con la muleta firme de su criado, Francisco Menéndez, que le leía los periódicos y le buscaba datos históricos precisos. Así fue como pudo continuar con sus últimos
Episodios
y asegurarse una buena caja con dramas de poco riesgo como aquel que tenía entre manos.
Celia en los infiernos
, se llamaba. Tan sólo le quitaba el sueño dar un carácter creíble al habla de los bajos fondos. Poco más.
El timbre de la puerta que daba al paseo interrumpió su distraída ensoñación. Era el amigo Estrañi, director de
El Cantábrico
, que se había acercado como casi todos los días a verle por la mañana, antes de meterse en faena con el periódico. Ese día le acompañó Diego Martín. Hacía siglos que no coincidía con el viejo sabio y echaba de menos su conversación, la discreta y sentenciosa semilla de su sentido común, la lucidez que conservaba contra viento y marea, desafiando achaques y sombras oscuras.
Don Benito se alegró de verles. Lo de Estrañi era un placer cotidiano; el amigo que había sustituido su intimidad diaria y estival con Pereda, aunque mucho más próximo en sus convicciones políticas. Por Diego Martín sentía una admiración palpable desde que abanderó su intensa protesta civil por las víctimas del
Machichaco
, que acabó en un fiasco, una humillación sin reparos para las víctimas y con los responsables en sus respectivas casas. Respetaba aquella lucha callada de quienes se levantaban contra los muros de la indiferencia y la resignación, tan cancerígena para su país, aun a sabiendas de que eran batallas perdidas. Diego Martín le parecía todo un ejemplo a seguir en ese sentido. Un referente ciudadano, con mucho más mérito todavía por haberse alzado contra todo en la neblina autocomplaciente de aquella ciudad.
—Vaya, vaya, esto sí que es una alegría de visita —dijo el escritor.
—Hacía ya tiempo que no nos veíamos, don Benito. Y me atreví a pedirle a nuestro amigo común que me trajera cualquier día con él —se medio excusó Diego Martín.
El hombre sentía tal admiración por el escritor que temía irrumpir a destiempo su descanso o su inspiración. No quería ser un estorbo evitable, una molestia inapropiada que no le ocasionara más que fastidio.
—Usted siempre será bienvenido a esta casa. Venga cuando quiera. Con Estrañi o sin él, estaré encantado de verle. No sabe la cantidad de fatuos y pesaos que uno tiene que soportar por ser una especie de estatua viviente. Sin contar a las actrices histéricas…
Diego Martín agradeció la cortesía con un gesto amable. El escritor les ofreció algo fresco que aplacara el calor, pero su hermana y su hija no le oían. Llegaban algo sofocados por la caminata. El día invitaba a buscar la sombra recogida y no la intemperie, así que se sentaron a resguardo, ansiosos por sentir alguna brisa furtiva que llegara del mar o la cordillera. Aun así, el viento no cambiaba. No se movía nada.
—Ya le había comentado a Diego que estaba usted como un chaval —terció Estrañi.
—Con estos calores, no sé yo.
—No hay quien los aguante, es cierto.
—Lo bien que nos habían venido esas visitas a Puente Viesgo… Las aguas me calmaron el reuma y el dolor de espalda. Hasta creí ver mucho mejor. Pero nada, ya estoy baldao otra vez. Para el arrastre.
—Ánimo, Benito. No te nos rajes —dijo Estrañi.
—Ya…
Diego Martín veía algo demacrado al escritor, pero le pareció que podía ser el sofoco de aquel día impenitente. Disimulaba bien la ceguera, con una coquetería y un orgullo de Don Juan tozudo, con el ímpetu de quien se niega a deshacerse de ninguno de los atributos forjados a medias entre la madre naturaleza y la voluntad de los dioses.
—Menuda jarana con la corte —comentó Diego Martín.
—Calle, calle, no me hable. Ni me lo recuerde —dijo el anfitrión.
—A punto he estado de resbalarme por el muelle con la baba real de algunos —aseguró Estrañi.
—No me extraña. Me da que a usted tampoco le gusta esta verbena, querido Diego —aseguró don Benito.
—Es pan para hoy y hambre para mañana. Un puro despilfarro. Hombre, me gusta ver a la gente contenta. Pero le diré que la monarquía para mí es algo anacrónico, condenado a terminar. Y no lo digo por estar en casa de un republicano, no se crea.
—Cualquiera con dos dedos de frente lo ve. Lo que ocurre es que este rey se los lleva de calle. Es muy golfo y muy simpático y eso le hace confundir a la gente el culo con las témporas —sentenció.
—Ahí está la cosa, ahí, ahí —se animó Estrañi.
—Si viera esto el cagueta le daba un soponcio —comentó el autor.
—Pobre…
La memoria de Pablo Lefebre hizo pasar un ángel. El viejo echaba de menos sus visitas, aunque le resultaran a veces inoportunas. En ese momento apareció María con una jarra de agua y hielos.
—Ah, gracias, hija. Creí que no me oíais.
Estrañi sirvió los vasos con parsimonia.
—A refrescarse, que debemos andar despiertos. De este año no pasa que celebremos el Nobel de aquí nuestro amigo —comentó.
—No me sulfuren ustedes más de lo necesario, que no está el día para tonterías. Ya es tarde para eso. Se nos pasó el arroz.
Diego Martín no sabía qué decir. La indignación que le había producido aquel episodio, multiplicada por la alegría que mostraban algunos de sus íntimos por verle hundido en un fracaso, le ocasionó varios disgustos. Entre ellos, casi seis meses de desprecio mutuo y silencio con su amigo Carlos Fuentecilla, cada vez más encerrado en glorias pasadas y blindajes imposibles. Se atrincheraba constantemente contra cualquier avance. Se notaba que la vida no le había azotado con ninguna desgracia. Todo era tabú, todo inabordable. Sólo se podía hablar del tiempo con él.
—Ni que decir tiene que hay cosas que no se pueden entender —aseguró Diego Martín.
—No se apure, querido amigo, no se apure —le tranquilizó don Benito, casi como aquellas viudas que consuelan a quienes se acercan a dar un pésame y no al revés.
—Veámoslo de forma positiva. ¿Cuánto han aumentado sus ventas con esto? —preguntó Estrañi.
—Suficiente para algún vicio. Se ha vendido lo más beligerante. El día que se organizó una protesta en Madrid se colocaron treinta y tantos ejemplares de
Gloria
y luego se han ido agotando
Electra
,
Doña Perfecta
,
La familia de León Roch
y
Casandra
, según tengo entendido. Por mí, que siga la cosa.
—Caerá, Benito, caerá —apuntó Estrañi.
—No me cabe la menor duda —adujo Diego Martín.
—Vale, vale… Lo que ustedes digan. Como ustedes quieran. Pero a mí me cansa el asunto. No se pueden hacer idea de lo que fatiga comprobar lo cainitas que somos en este país. Ante el disparate no cabía más que dar ejemplo, y en eso creo que el pobre Marcelino y yo tratamos de comportarnos como caballeros. No saben hasta qué punto nos carcajeábamos juntos de la que se montó. ¡Señor! ¡Qué cosas hay que aguantar!
—Ahí Marcelino demostró lo que era: un señor —dijo Estrañi.
—De los grandes…
Don Benito quedó un tanto ensimismado no se sabe muy bien por qué. Quizás por esos recuerdos que llegan de improviso, alegres incluso, pero que producen nostalgia de golpe y hacen perder el sentido de muchas cosas. Probablemente le pillara inerme la bofetada de las ausencias: Pereda, Menéndez Pelayo…
Aunque se sintiera bien por la compañía de otros, siempre se enorgulleció de aquella amistad sentida y civilizada entre adversarios de creencias e ideales. Una amistad que los propios acontecimientos del Nobel y otros episodios, como su polémica por
Electra
, no pudieron doblegar. Una alianza que el escritor dudaba se pudiera dar a menudo en un país borracho de revancha, enfermo de envidias y entregado peligrosamente en ocasiones al ansia de venganza.
Estrañi y Diego Martín notaron aquella lejanía anímica. Pensaron, sin decírselo, que era el momento indicado para marcharse y dejarle tranquilo. Aun así, Estrañi le invitó a acompañarles.
—¿Quieres dar un paseo con nosotros, Benito?
—No, no. Voy a aguantar aquí a la sombra hasta que se descomponga este bochorno y después trabajaré un poco.
—Bueno, pues nos vamos a llegar hasta El Sardinero.
—Muy bien. Estupendo. Ya sabe, Diego, vuelva cuando quiera. Que no pase tanto tiempo. Yo a El Suizo prefiero no bajar ya. Pero es usted muy bienvenido en mi casa.
—Muchas gracias, don Benito —contestó Martín honrado, realmente agradecido.
Los dos amigos bajaron hacia la salida de la finca y encararon la curva de la Magdalena. Por el oeste se avistaban ya algunos rizos en las olas, que recuperaban tímidamente una espuma discreta e imperfecta. La mar comenzaba también a resquebrajarse como un cristal abandonado. En apenas un instante, la calima se había evaporado, arrastrada por esa brisa milagrosa que hizo sonreír a los dos paseantes.
—Cambia el viento —apuntó Diego Martín.
Aquella ciudad oscura y derrotada, aquella morada que en un tiempo pasado a duras penas se levantaba de sus tropiezos y sus desgracias, de sus traumas y sus galernas, de sus incendios y sus trágicas maldiciones, aquel enjambre de hijos de la mar, pendiente del viento, la lluvia y los escasos días de sol, con la memoria fija en quienes habían huido en busca de futuro y fortuna, de libertades por las que no tuvieran que dar cuenta a nadie, de luces permanentes y cielos azules que no les baldaran el ánimo, sonreía cuando el sol de verano plagaba sus calles, enverdecía el agua de la bahía y multiplicaba los sudores que brotaban de todos los cuerpos por igual.
Aquel puerto resignado de donde un día salió contra su voluntad Rafael Martín San Emeterio parecía otra cosa. Apenas conservaba la losa negra de sus moscones, o quizás permanecían a resguardo, esperando tiempos y días mejores para atosigar con la manta de unos salmos aterrorizantes la paciencia de sus víctimas. La verdad es que el artista de la familia se sorprendió con su propia ciudad en el reencuentro. Llegaba suspicaz, escéptico, a regañadientes, quejumbroso y sin esperanza de hallar nada nuevo que mereciera la pena, pero no sabe si fue el ambiente de aquel luminoso estío o el encuentro con algunos amigos, el caso es que a los pocos días cambió su diagnóstico.
No era tozudo, ni cabezón, así que le costó poco apreciar ese nuevo viento que alegraba misteriosamente la ciudad. No tenía nada que ver con la energía inaprensible, multiplicada y en tromba de París, ni con esa reunión permanente de almas sedientas de éxito poco paciente que encontró en el Madrid de las camaraderías y las puertas abiertas. Era un aire sutil, una caricia seductora la que le invitaba a quedarse de nuevo y a iluminar aún más sus cuadros.
Puede también que fuera el reencuentro con Marina. Ella, en el fondo, era la auténtica razón de su regreso. De no ser porque le vencía su recuerdo, vivo, palpitante, se habría quedado allá, entre el humo, los aguardientes y la bohemia agitada de París. Los dos habían esperado cada día de sus vidas separadas aquel momento. Se habían jurado cada uno por su parte no resignarse a la obligación de unos sentimientos impuestos. Conservaban la pasión en su marcada distancia y la rebelión de su deseo, legítima en quien posee un alma a contracorriente.
Tardaron en buscarse. No provocaron el encuentro. No adelantaron acontecimientos. Dejaron que ocurriera, que ella regresara de la temporada en casa de sus abuelos y así se dieran las circunstancias para quedar a solas, a escondidas. Cuando volvió y coincidieron en la primera comida familiar, donde se cortaba la tensión aunque todo pareciera gentil, comedido y como de compromiso, ambos ya estaban tramando el plan. Rafael, simplemente, dejaría una nota en su habitación indicando la hora y el lugar. Ella acudiría.
Fue en el estudio escondido y de estranjis que tenía su amigo Solana por un recoveco de la calle Tetuán, a un tiro de piedra de su casa del Paseo de la Concepción. Un lugar secreto, clandestino casi, un poco sórdido, donde corrías el riesgo de quedar pegado a la pared embadurnado en óleo, restos de licor y otros materiales sospechosos. Rafael se lo había pedido por la mañana y él no aparecería por allí. No quiso saber con quién se daría cita. Sencillamente le indicó que no tocaran lo que había sobre el caballete. Al joven Martín ni se le ocurrió hacerlo. Aquella pintura marrón despedía un olor a deshecho y a desperdicio callejero, a alcantarilla empantanada y pescado podrido que tiraba para atrás. ¿Qué utilizaría el taciturno irritable de su amigo para pintar? Las malas lenguas decían que a veces sus propios excrementos. Él nunca lo había admitido ante su amigo. Puede que estuviera tan borracho que ni se acordara de haberlo usado, inconscientemente, alguna vez.
A las cinco de la tarde quedaron. Él llegó primero. Con el tiempo preciso para colocar unas sillas, cubrir el caballete y así camuflar en lo posible aquel olor y hacer que Marina se sintiera lo menos incómoda y violenta posible. Aunque en el caso de ambos no sería difícil romper el hielo. Conservaban suficiente descaro, naturalidad y ganas de verse como para mover y apartar de golpe el muro de su separación forzosa. Estaba escrito: eran el uno para el otro. Probablemente allí, puede que en otro sitio, pero todo les indicaba que acabarían juntos. Juntos a la luz, lo más seguro es que juntos a escondidas, pero juntos. Juntos, probablemente cada uno por su lado, pero unidos profundamente, con un lazo que les sería imposible romper para comparar sin remisión todas las historias de amor que les surgieran por separado. Para Marina, Rafael sería el ideal. Para Rafael, Marina, su sueño.